sábado, 1 de septiembre de 2012

Preludio 3: Día de San Valentín(parte 1)


-Cariño…
-Dime.
-Quiero que me prometas… que nunca me dejarás marchar.
-Vale.
-¡No! Quiero que me lo prometas. Prométeme que nunca dejarás que me vaya.
-Te lo prometo, amor mío, nunca te dejaré marchar. Para mí lo eres todo.

6 de febrero de 2005. Buenos Aires, Argentina.

Stefano lloraba. Nunca había llorado de esa manera. Todo lo amargo que su injusta vida le había proporcionado no se acercaba ni un solo ápice a lo que el destino le iba a rebelar. Jamás se había tenido que enfrentar a esto. Sinceramente, no se lo deseaba a nadie. No se lo merecía. Probablemente no se lo merece nadie. La sala de espera del hospital seguía siendo tan fría como siempre. Quizá un poco más debido a las circuntancias que le mantenían el vello a flor de piel. Mil veces había rezado para no regresar. Mil veces le había llorado al Dios que nunca escucha. Finalmente, el doctor salió del quirófano.

-Doctor, dígame la verdad. ¿Cómo está Ángela?
-Lo siento mucho, Stefano. Hemos hecho lo que hemos podido. La enfermedad había acabado con gran parte de su cuerpo, y era practicamente imposible tratar de salvar a una persona en esas condiciones. No hemos podido hacer otra cosa que sedar a Ángela y esperar. La hora de fallecimiento fue a las 5 y media de la tarde. De verdad, lo siento mucho. Le doy nuestro más profundo pésame en nombre de todo mi equipo. Usted ahora tiene la decisión sobre qué hacer.
-No quiero velatorio. No quiero una ceremonia de misa. Simplemente quiero volver a casa. Pida la incineración por mí si no es mucha molestia, y… tíre las cenizas.
-Stefano, creo que es usted es quién debería hacerse cargo de los restos de su difunta esposa.
-Doctor, en ese quirófano no ha sido Ángela la única persona que ha muerto. El resto me da igual.

Stefano abandonaba a desgana la sala de espera ante la mirada atónita del doctor. Tras abandonar el hospital, subió a su Chrysler y se alejó, con la letanía de la radio nacional. El aire viciado en el interior del coche a causa del humo de su cigarrillo no le tranquilizaba, ni tampoco le aliviaba como tantas otras veces. No había nada que aliviar. Quizá era el final predestinado desde el principio. Quizá no. Pero Stefano no sentía nada. Ya no creía en nada.

Al llegar al portal de su casa subió las escaleras de forma aletargada, mientras la lluvia resonaba en el techo del bloque de pisos. Tras llegar al rellano, se asomó a la ventana y contempló por un instante el restaurante de la acera de enfrente. Siempre había soñado con llevar a Ángela a aquel sitio tan caro, en cuanto la economía lo permitiese. Nada. Todos sus sueños se habían esfumado, y con ello todas las esperanzas de una vida que poco a poco te consume hasta convertirte en un simple engranaje más de una sociedad cada vez más destructiva. Una sociedad donde la libre opinión se contempla como amenaza, y donde ver las cosas de una forma diferente te puede traer problemas. Stefano entró definitivamente en casa, y cerró la puerta.Se sentó, como siempre, en su sofá de cuero que había heredado de su abuelo, ante la imagen de los dos. Ángela, tan sonriente como siempre, tan alegra, tan hermosa, tan… vivaz. Y él, abrazado a su cuerpo, la felicidad temporal, el sentimiento de dependencia, el amor.

Fueron muchas las noches que Stefano pasó llorando frente a la foto. Sin comer, apenas sin dormir. Realmente lo había perdido todo. Le otorgaron la baja, lo que sólo empeoró las cosas. Para un ser humano como él, el no sentirse útil podía ser lo peor. Lo último que necesitaba era tiempo para pensar. Lo último que quería era permanecer en ese estado de letargo. Pero sabía que jamás lograría salir. Sabía que por mucho que quisiera, no lo lograría a corto plazo, tal vez nunca. Pero quizá aún tenía alguna esperanza de salir adelante. La pregunta era si quería realmente seguir adelante sin ella, su único amor, la única persona que fue capaz de ver algo de belleza en él. Nunca volvería a encontrar a nadie como ella, lo sabía. Y eso era lo que terminaba por enfermarle.

Como todos los miércoles, entró en su coche y se dirigió a los suburbios, y, tras pararse delante de un grupo de personas, una de ellas se acercó.

-Blanco.
-Stefano, te dijimos que no volvieras por aquí.
-Sólo necesito la última dosis. Y te podrás olvidar de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario