viernes, 25 de octubre de 2013

Café Plaza de los Sueños

El chico daba un sorbo a su café mientras miraba por la ventana. El calor del interior de aquel local en contraste con el frío del diciembre de Madrid provocaba la condensación en los cristales, que impedía ver con claridad el exterior de aquel bar. En el fondo, Roberto no se sentía tan ajeno a esa metáfora. Roberto siempre se culpó de muchos de los males que había a su alrededor y que le tocaban aunque fuera de manera tangencial. Siempre tuvo en sus acciones aquella sensación de duda que lo perseguía desde aquellos primeros años de la infancia, buscando la aprobación de sus padres o de sus profesores. Ahora ya no era un niño, y seguía con esa inseguridad que a su ver estaba arraigada de forma innata en su ser.
Dentro de aquel bar, se sentía dentro de su propio ser, con aquella barrera cristalina que podía interpretar a modo de la piel, con un sinfín de posibilidades en el exterior que se manifestaban borrosas y distorsionadas, y que por el miedo al error no podría nunca abrazar. La vida pasaba ante sus ojos y era incapaz de dar un paso que posiblemente podría llevarle a gratas satisfacciones, siempre con ese enemigo al que había dado la apariencia de un titán indestructible.
Aquella mañana había elegido llevar su bufanda de lana colocada de forma bohemia alrededor de su cuello, metida por dentro de su gabardina negra estilo clásico. Debajo llevaba una camisa a cuadros anudada hasta el cuello, con el objetivo inherente de evitar un posible resfriado. Sus mocasines no abrigaban mucho, pero siempre era imprescindible sacrificar algo de calor para mantener su estilo ya marcado y cotidiano. Lo único que desentonaba era el pantalón vaquero que había elegido, que no abrigaba demasiado, pero tampoco dejaba pasar ni un atisbo de frío. De vez en cuando echaba mano a su pañuelo de seda colocado de forma elegante en uno de los bolsillos delanteros de la gabardina, y limpiaba sus mucosidades con  elegancia supina.
Quizás hoy podría acercarse al Jardín Botánico a visitar a su amigo La Veu, pero antes debía ver a aquella persona que le traía por la calle de la amargura desde tiempos, para él, ya inmemoriales. Quizás podría por fin decir lo que pensaba sin trabarse, sin ponerse rojo como un tomate y sin retorcer su pañuelo de seda sin mirarla a los ojos. Cada vez que estaba con ella sentía tanta vergüenza…
Quizás lo que le sucedía era que, por mucho que se lo negase, seguía siendo aquel chico romántico que nunca aprendía. Tal vez se cansaba de ver las diferentes formas con las que la vida tiraba sus esperanzas contra un muro de frialdad y desapego, pero si era así, Roberto no se cansaba nunca de intentar sobrepasar ese muro. Tantas veces había sufrido las consecuencias de aquella temida palabra, que ya no tenía miedo de que alguien le dijera: no. Pero ello no evitaba que cuando se sentía enamorado se trabase y se asustase. Y eso era lo que terminaba por minarle la moral.
Era pensar en aquel posible encuentro, y se ponía muy nervioso. Era como si toda su hombría y todas sus agallas se sentaran en las mesas de alrededor y tomaran el mejor asiento posible para ver con emoción el ridículo que estaban a punto de presenciar. Debía apartar esos pensamientos que le desasosegaban y le entristecían, y debía obligarle a pensar en que esta vez, quizás, con suerte, y con algo de ímpetu, todo saldría bien. Pero realmente no tenía motivos para ello, y no quería darse falsas esperanzas a si mismo para que el golpe no fuera más duro que el esperado. El refrán tiene más razón de lo que creemos: piensa mal y acertarás. Pero Roberto se había pasado tanto tiempo pensando mal, que por una vez quería ser positivo, y pensar que por una vez el resultado sería diferente. Tenía ese derecho, al fin y al cabo no era más que un ser humano arrojado al mar de maldad que suponía la capital. Madrid te hace tan anónimo que el hecho de querer destacar hacía que la ciudad te pusiera en tu lugar, y eso a veces era mejor.
Sus temores se confirmaron cuando apareció ella. Sus pantalones vaqueros embutidos, sus botas de piel, su blusa celeste cubierta por aquel abrigo tan gordo, y su bufanda violeta hacían que su rostro pasara desapercibido, pero ese rostro jamás podría pasar desapercibido si no fuera porque ella se lo hubiera propuesto. Su melena anaranjada quedaba recogida en una coleta  simple pero recatada. Su sonrisa entrecortada al verle hizo que Roberto sintiera como el corazón le daba un vuelco, diera varios tirabuzones en el aire y se incorporara en su sitio con la fuerza de un tifón.
Mientras ella se sentaba al otro lado de la mesa, Roberto comenzaba a oír el crepitar de las gotas contra el suelo de nuevo. Realmente era un día muy triste y anodino. Al quitarse el abrigo y la bufanda, pudo ver de nuevo esas pecas que la hacían tan especial. A Roberto le costaba un mundo contenerse en el sitio, por lo que su tic comenzó a manifestarse sin temor. Su pierna derecha comenzaba a dar botes mientras, debajo de la mesa, retorcía con nerviosismo el mantel. Roberto no sabía cómo podía comenzar la conversación, y se sintió muy aliviado cuando María le ahorró ese mal trago.
-Bueno, ya estoy aquí, tú dirás…
No ayudaba cuando trataba de ser tan franca, pero esa era una de las muchas cosas que tanto le gustaban a Roberto. Roberto llamó al camarero y pidió dos cafés para ganar algo de tiempo, y medir sus próximas palabras. Era muy importante elegir el momento. El camarero tomó nota con parsimonia y marchó a la barra.
-¿Qué tal el día?
-Bien, dentro de lo que se puede decir. Este tiempo hace que toda la gente esté mustia, y las clases hoy no han ido muy bien…
-La verdad es que si. He llamado a Sergio esta tarde y todavía continúa algo tocado por lo de Silvia… Necesita una primavera como el comer.
-Creo que la necesitamos todos.
María se esforzó por sonreír, pero sus ojos dejaban ver que estaba muy cansada. Cansada de las clases, del ser humano en general y de los hombres en particular. Tampoco ella lo había pasado especialmente bien en relaciones, y Roberto no sabía si hacía bien intentando plantear otra. Decidió sacar el tema de otra manera.
-Anoche Silvia… Estaba algo triste cuando la dejé en casa.
-Ah, ¿quedaste con Silvia?
-¿Te molesta?
-Para nada. Y dime, ¿qué hicisteis a mis espaldas?
A Roberto se le heló el corazón.
-Fuimos al cine. La verdad es que tenía ganas de ver una película que acababan de estrenar. Se llamaba Primavera en vergel, de Kurosawa. Te lo habría pedido a ti, pero llevas días sin hablarme…
-Y por eso te llevas a mi amiga. Creo que lo que quieres es tratar de salir con ella, y a Sergio no le va a gustar.
Ya eres mía – Pensó Roberto.
-No es con ella con quien estoy intentando salir, boba.
María miró fijamente a Roberto, sin ceder un ápice de amabilidad o de inquietud. Era un témpano de hielo, y no mostraba ni una sola emoción. El ocre de sus ojos pareció extenderse hasta rodear a Roberto en la más absoluta oscuridad, para engullirle a un vacío que le resultaba tan ajeno y tan familiar que le hacía sentir como el hijo pródigo que volvía a casa tras haber fracasado en todo cuánto había emprendido en esta vida. Roberto comenzó a sentirse ajeno tras esa primera punzada de dolor que acompañaba la mirada de María. Se sentía como si fuera otra persona, que mirara la escena desde algún punto en los alrededores, y se sentía con la posibilidad de romper a reír en cualquier momento debido a lo irónico de la situación. Tras un instante que pareció eterno, en el que la tensión se podía cortar con el vuelo de las alas de una mosca, decidió volver a llevar a cabo la táctica inevitable e ineludible en su corta existencia: poner pies en polvorosa.
Fue por ello por lo que se levantó con parsimonia, esperando quizás que la voz de aquella pelirroja le detuviera. Al soltar el mantel, éste no recobró su forma, y se quedó arrugado y parcialmente desgarrado debido a la tensión anterior. Se estiró la gabardina, se colocó la bufanda, y dejó un billete de cinco euros en la mesa.
-No tiene importancia. – Dijo Roberto al despedirse de María. – Quizá vi cosas que no eran. El café corre de mi cuenta. Es muy amargo, pero a mí me gusta. Dos terrones serán suficientes.
-Quédate, y hablamos con calma. No te he dicho que no. – Dijo María, que parecía divertida con todo esto.
-Me quiero acercar al jardín botánico a ver a LaVeu, que desde que consiguió la cátedra no he tenido la oportunidad de verle.
-El catalán te ha esperado cuatro meses, y puede esperarte media hora más. Si te vas, a quién no volverás a ver es a mí. – La sonrisa de María se esfumó, o tal vez sólo la imaginó, cruel y astuta.
Roberto dudó un instante, antes de recordar que su hombría se alojaba al fondo del local, con el vestido que llevaba María, y que le hacía señas de despedida con la mano. Roberto nunca había sido valiente, pero jamás se había imaginado a sí mismo vestido de mujer. Aquella imagen le hizo  esbozar una sonrisa entrecortada, y retrocedió hasta sentarse de nuevo. Su pierna derecha volvió a marcar el ritmo de la canción que sonaba, mientras sus manos agarraban de nuevo el mantel. En ese momento, Hinder amenizaba el día con su balada, “Better than me”.
-Bueno, pues si no es un no, como dices, explícame la situación.
-Creo que por una vez deberíamos ser honestos el uno con el otro, ¿no es así? – La sonrisa de María apareció en una milésima de segundo, evaporada o ilusoria quizá. – Silvia…
-Olvídate de Silvia. No es nadie de quién tengas que preocuparte.
-Me gustaría creerlo, de verás te lo digo. – Su sonrisa, antes divertida, se tornó con un cariz oscuro en amargura, desidia y decepción a partes iguales. Una mujer necesita oír lo que su cabeza quiere para no sentirse infravalorada o engañada. Roberto lo aprendería con el tiempo.
-María, dime qué está pasando, porque no entiendo nada.
-¿Recuerdas aquella mañana en el Retiro, cuando nos encontramos por casualidad?
Roberto recordaba ese momento cada día de su vida. Habían pasado cinco meses, pero ese recuerdo continuaba en su mente tan vivo como en el momento en el que estaba sucediendo.
-Yo paseaba con mi hermano Pablo. – Dijo finalmente Roberto. – Tú corrías alrededor del estanque, y recuerdo que Silvia y Sergio iban contigo. Ellos continuaron corriendo y tú te paraste a saludar a Pablito. – al recordar, una sonrisa se filtró en su rostro, casi como un acto involuntario. Al fijarse, María tenía la misma cara. – Me pediste que te recomendara a algún poeta que no tuviera el arraigo en los círculos de literatos.
-Esa gente sabe tanto como lo que ignora, y alza a auténticos mediocres mientras que los auténticos talentos viven sin nada que comer.
-Recuerdo que tú ibas con un vestido de flores, y con unas sandalias. Llevabas una cinta amarilla que te recogía el pelo, y una flor de papel roja en uno de los tirantes del vestido.
-Jamás pensé que serías tan detallista, Roberto. No pensaba que te acordarías de eso.
Era cierto, Roberto siempre había sido muy detallista para recordar los grandes momentos. Cada vez que pensaba en alguna cita, o en algún momento importante, Roberto era capaz de recordar hasta el almuerzo que había tomado aquel día. En una ciudad como Madrid, en la que cada minuto se evapora sin que nadie pueda evitarlo, Roberto sentía la necesidad de hacerle homenaje a ese Dios artificioso que se divierte viendo como nos consumimos día a día. Y era muy cierto que recordaba aquel momento con una precisión de reloj, pero no era todo lo bello que cabía esperar.
-Me dijiste que Julián te había colocado esa flor. – Dijo finalmente Roberto. María no supo que decir, simplemente bajó la mirada y guardó silencio. – Dime si puedo yo fiarme de Julián. Silvia es una persona maravillosa, y la quiero como si fuera mi hermana. Precisamente por eso jamás se me pasaría por la cabeza hacer nada con ella. – Roberto se levantó de la mesa, mientras apuraba el café. - ¿Puedes decir lo mismo tú?
María contempló pausadamente a Roberto, sin ceder ni un ápice de pena o de remordimiento. Tanta frialdad podía escamar, pero a Roberto le parecía que era precisamente eso lo que le daba un aura de misterio y, en cierto modo, de solemnidad. Mientras daba un sorbo a su café, se apartó un mechón de su cabello rojizo, y al dejar la taza sobre el platito colocado sobre la mesa, dejó entrever una mueca debido a lo amargo del café. Pasó una servilleta por sus labios carnosos y después la hizo una bola, que a continuación depositó en el borde del platito, junto a la taza.
-Somos unos celosos. Los dos. – María posó la cabeza sobre su mano, dando una imagen angelical y a la vez traviesa. - ¿Y por qué deberíamos? Al fin y al cabo, yo no soy nada tuyo ni tú eres nada mío.  Tan sólo somos dos amigos, ¿no es así? Hasta donde yo sé, Julián es un poco gay. – Su sonrisa volvió a aparecer por un instante al ver la cara de sorpresa de Roberto. - ¿No te lo esperabas? La verdad es que cuando me lo dijo pensé que me estaba vacilando, ya sabes el humor que tiene. Pero si, tu gran enemigo no te presenta ninguna competencia.
-Eso explica lo pesado que ha sido estas semanas. No dejaba de hablar de ti, y pensé que quería que le dijera algo sobre ti para que se acercara un poco más, y no lo habría soportado.
-Los hombres sois realmente simples. – La pequeña carcajada de María denotaba malicia, y movía su mano lentamente por la mesa con el dedo índice formando un círculo en la tabla. – Lo que hacía era intentar sacarte información de lo que opinabas tú sobre mí. Como te digo, Julián no te supone ninguna amenaza, ni te la supondrá nunca. Aunque no fuera gay, jamás podríamos tener nada.
-¿Por qué?
-Es sencillo: no me gusta. Me gustas tú. Con tus estúpidos celos y con tus excentricidades.
Roberto enmudeció durante un momento. Su mirada parecía perdida en el rostro de María, mientras su cabeza, vacía como cuando era un crío, no le daba ninguna salida airosa a ese envite de María. Lo único que quería era lanzar la mesa lejos y lanzarse sobre ella, besarla hasta que se quedara sin saliva y amarla hasta que saliera el sol. Quizás eso habría sido lo mejor, porque en las cuestiones de corazón, siempre es mejor que el cerebro se esté quietecito mirando junto con las agallas y la hombría en las mesas de alrededor. Sin embargo, comenzó a cavilar qué iba a decir, mientras María comenzó a perder su vista decepcionada en los transeúntes que atravesaban la calle de Abada.
-¿Sabes? – dijo finalmente Roberto. – Pensé que esta historia sería una simple historia de amor, de esas de las que todo acaba mal, en la que nunca volveríamos a saber el uno del otro y en las que me pasaría meses pensando si me porté bien contigo o no.
-Ahora eso depende de ti. – La mirada de María era desafiante, y no sin motivo. Había sufrido tanto con anteriores relaciones que probablemente, igual que Roberto, tenía miedo de equivocarse de nuevo. Quizás necesitara esa inyección de moral que te da el saber que por una vez has tomado una decisión correcta.
-Navegué durante tanto tiempo en un mar de dudas y de incertidumbre que me olvidé de lo realmente importante. Siempre zozobraba, siempre me sentía aletargado ante los sueños que veía inalcanzables y ajenos a mi. Ahora puedo cumplir uno, y… no sé cómo debería sentirme. ¿Debería sentirme bien? ¿Debería sentir pena por la situación? Podría decir que sigo sumergido dentro de un tifón con forma de titán que está a punto de aplastarme y de hacerme aún más débil de lo que ya soy. Pero aún con todo, aún conservo una mínima esperanza. Quizás sea la de ese niño que después de veintitrés años sigo siendo. Un niño alocado y miedica que suplica con la mirada tus labios y que anhela tanto como el agua sentir tus abrazos y tus temblores inseguros. Quizá será que por mucho que pasen los años, y por muy maduros que nos creamos, en el fondo seguimos siendo en esencia las mismas personas durante toda nuestra vida, y quizás por eso tengo miedo a dar el paso y romper la incertidumbre. Y, después de tanto tiempo, por fin tengo a mi alcance todo lo que he querido desde que nos conocimos, y no puedo dejar de sentir pena por mí mismo. Quizás dejé escapar demasiado tiempo y por ello quizás he convertido este momento en algo aún más especial, pero en parte vacío.
Roberto miró con ternura a María, que le miraba de forma desconcertada e intrigada a su vez. No se atrevía a interrumpir a aquel  chico tan tímido que por una vez era capaz de entablar una conversación de más de tres frases seguidas sin trabarse o sin que los nervios le traicionasen.
-En el fondo sé que todos los quebraderos de cabeza han merecido la pena, que todas nuestras acciones han tenido y tienen algún tipo de sentido y que nos han llevado a esta conversación. Estoy contento, pero no dejo de darle vueltas a la cabeza.
-Ese ha sido siempre tu mayor defecto. – Dijo María mientras se inclinaba sobre la mesa y se acercaba a Roberto. – Y tu mayor virtud, mi filósofo.
Y ambos se fundieron en un beso infinito. En ese momento, el local se fundió en una espiral  de vacío inexistente, dejando claro que lo único importante estaba conectado en cierto modo. Roberto no olvidaría nunca ese momento. María lo recordaría cada noche que estuvieran juntos, y de hecho, cada martes 24 de diciembre se acercaban al Café Plaza de los Sueños para mantener vivo ese beso que les acompañó durante el resto de sus vidas.

Fin… de momento.

Es probable que a los lectores habituales del blog les choque muchísimo este tipo de temática en un blog con las historias anteriores. Simplemente  quería mantener el blog con vida, y con ello haceros saber que sigo escribiendo a pesar de que llevo unas semanas sin publicar nada. Que no cunda el pánico, estoy en diferentes proyectos, y al blog le dedico el tiempo justo que me dejan la universidad y los otros proyectos, pero Sin Nombre continúa, y pronto tendréis noticias.