domingo, 14 de diciembre de 2014

La colina

            En la cima de la colina, no había nada que pudiese hacerle daño.
            Phil sentía como los copos de nieve caían sobre sus mejillas, sobre su recortado pelo, sobre sus callosas manos, sobre sus descalzos pies… Cada paso era una sensación de paz completa, cada brisa era como un sueño perfecto, cada copo era una oportunidad más de empezar de cero…
 «Lástima que esto no sea real.» Phil sabía perfectamente que tarde o temprano aquella realidad utópica desaparecería bajo sus pies, y que volvería a la fría celda en la que llevaba confinado ya tres meses. «Esperando lo inevitable. » Mientras miraba hacia adelante, no podía dejar de sentir calma, una calma que le había abandonado desde que todo esto comenzó. Ni siquiera las cada vez menos frecuentes visitas de Susan le calmaban ya. Pero en aquel momento nada importaba, se sentía en una contrariada paz que no podía justificar con palabras, pero que era muy grata.
Delante suya, la colina se extendía en un leve descenso hasta donde le alcanzaba la vista, inconmensurable, virgen, eterna. Una nieve recién posada cubría la hierba verde, mientras que los pocos arbustos que se hallaban en las cercanías quedaban cada vez más enterrados bajo una circunstancia caprichosa del azar. Los copos caían lentamente, pero solemnes; firmemente, pero delicados, mientras Philip daba un paso tras otro, uno tras otro, en ninguna dirección concreta y en todas a la vez. Y casa movimiento le otorgaba un grado más de felicidad, por pequeña que fuese. «No podría ser más feliz.» Pero sabía que en eso se equivocaba. Había llegado a ser muy feliz tiempo atrás: aquella noche, cuando por fin reunió todo el valor y decidió pedir matrimonio a Susan, cuando vio cómo sus hoyuelos se iban poniendo colorados por momentos, y como esbozaba una sonrisa de una dulzura tal que Phil creyó que se derretiría como un helado de vainilla. O por ejemplo, el momento en el que, abrazados en la cama, Susan le había confesado que estaba embarazada.
-Pronto tendremos a un mini Philip.
-O a una mini Susan. – Había replicado Phil mientras una lágrima recorría su rostro. – Tengo… un presentimiento.
-¿Un presentimiento? – A Susan le encantaba hablar sobre conjeturas. - ¿Y qué nombre le pondríamos al bebé?
En la oscuridad de su celda, aún se sorprendía lloriqueando mientras recordaba el momento en el que ambos, desnudos, habían dicho a la vez un nombre: Lucy. Todas las noches lloraba en su camastro hasta quedarse dormido, mientras fuera Susan y el teniente Salmons luchaban por sacarle de la cárcel. Mientras su prometida se partía la cara contra diestro y siniestro, él no hacía más que maldecirse por quedarse confinado sin poder hacer nada. «Soy un inútil, un pelele. »
Pero eso en aquel momento no importaba. Por primera vez en mucho tiempo, podía sentir el aire erizando los pelos de sus brazos, la nieve empapando sus pies al derretirse por su calor, la nada inundando su mente. ¿Sería ese lugar aquello a lo que llamaban en Nirvana? Phil no solía creer en esas cosas, pero conocía gran parte de esos términos por influjo de Susan. Phil no podía dejar de pensar en su condición de cristiano, a pesar de considerarse agnóstico. Como él siempre decía, nadie le había preguntado qué quería ser, y como tantos otros, había sido bautizado al poco de nacer. No era algo a lo que le diera vueltas a menudo, pero su personalidad le obligaba a considerar como una tara aquello que le había venido impuesto, como su educación, o las leyes. Por ello era activista, por ello y por su intención de legarle a los hijos del mañana una Distopia mejor.
«Dichosa isla. Mientras que la gente pelea en una guerra absurda, yo estoy disfrutando de unas vistas preciosas. Mientras que mi pueblo se desangra, yo me encuentro en paz. Y lo peor es que no me preocupa. »
Phil no pudo evitar soltar una carcajada de felicidad plena, mientras se dejaba caer de rodillas en la nieve. Después soltó un grito, y escuchó como el alarido se extendía por la colina en un eco que llenaba un silencio armónico y melodioso. Alzó la vista, y dejó que se le llenara la cara de copos inconexos y uniformes, mientras la brisa mecía su camisa de cuadros abierta y su camiseta naranja. Llevaba la misma ropa que el día que se prometió con Susan, pero estaba descalzo, y no podía explicar qué quería significar aquello. En cambio, sus pantalones, a pesar de ser los mismos, estaban desgastados, y tenían roturas en las rodillas y en el dobladillo, posiblemente por el uso. Pero Phil sólo usaba aquellos pantalones tan caros en ocasiones especiales. Y, en cambio, le daba igual.
Mientras se levantaba, oyó como alguien le devolvía el grito. Era una carcajada, una risa de mujer. «Susan. – Pensó. – No, Susan no tiene una risa tan aguda. » Extrañamente se sintió inquietado, y comenzó a mirar a su alrededor: tras él se alzaba un bosque de secuoyas, tan altas que parecían soportar el cielo, con unas ramas que se entrelazaban entre sí e impedían ver el cielo. Las hojas se mecían a merced de la brisa, mientras que el cielo, encapotado por las nubes, se movía lentamente hacia Phil. Pronto volvió a oír la risa, provenía de detrás suya, colina abajo. Phil se volvió, y comenzó a caminar lentamente.
Tras caminar un rato, llegó a un sendero de tierra sobre el que no se había depositado la nieve. Al contrario, era como si alguien hubiese recogido la nieve y la hubiese echado a los laterales, para poder dejar visible el camino. La nieve se apilaba en los laterales, como paredes sin salientes, sin nada que permitiese subir por ellas. A los lados, la colina subía de nuevo, con una brusquedad que impedía subir descalzo. La única forma que tenía Phil de continuar su camino era seguir por ese camino. O volver al bosque, pero tenía la extraña certeza de que si volvía al bosque, volvería a su celda. Estaba completamente seguro de que el bosque era una metáfora demasiado amable de su calabozo, y no pensaba renunciar a esta libertad. Ni siquiera echaba de menos a Susan.
Allí, al pie del camino, el viento comenzaba a azotarle más fuerte. Ya no era la brisa agradable que mecía su ropa, sino el comienzo de una ventisca que no le dejaba pensar con claridad. Sabía que si seguía allí, con el viento golpeándole desde un lateral, acabaría por destemplarse, y no tardaría mucho en quedarse congelado. Pero, inexplicablemente, sentía miedo de continuar. Tenía miedo de lo que pudiese encontrar adelante, en un espacio tan pequeño con ese camino con forma de pasillo. El viento quería decir algo, si no, ¿Por qué se había vuelto tan violento? Algo no quería que continuase hacia adelante. Tal vez fuese la propia colina, o tal vez fuese su subconsciente. Nunca había sido un hombre excesivamente valiente, y tenía miedo de más cosas de las que le gustaría. Pero siempre que las adversidades le habían puesto a prueba, había respondido. A veces sus nervios también gustaban de jugarle malas pasadas, y por ello se consideraba un maniático adicto al orden personal. O un maniático de su orden, o un maniático de su conducta, o un maniático de su forma de parecer. Siempre que pudiese actuar a su modo, lo haría, y la novedad lo incomodaba. Tal vez fuese sólo eso: al fin y al cabo, siempre podría volver hacia atrás.
Pero no lo hizo.
Primero posó el pie derecho en el camino. A continuación posó el izquierdo y, lentamente, comenzó a caminar por el sendero de tierra. En cuanto entró en el camino, las paredes actuaron de cortavientos: ya no sentía frío. Si, las piedras del camino se clavaban en sus pies y le incomodaban, pero siempre era mejor eso que quedarse en aquella ventisca. Además, tenía la certeza de que, aunque volviese atrás, la subida por la colina al retroceder sus pasos no sería igual de placentera. Por ello se obligó a continuar, a pesar de las molestias que le causaba andar por la tierra.
Tras unos minutos, decidió parar de golpe. Delante de él se encontraba un hombre rechoncho, ataviado con una casaca azul, y portando un tambor que le cubría el torso entero. Phil aguardó a ver qué era lo que hacía, pero el tamborilero simplemente se limitó a señalar hacia él con una de las mazas. Phil miró con curiosidad al hombre ataviado con la casaca a la manera militar, hasta que oyó el traqueteo rítmico de otro tambor detrás suya. Phil se dio la vuelta, y pudo observar a otro hombre.
Tenía un tambor posado en la tierra, más grande que el del hombre de la chaqueta azul, y vestía con una casaca roja. Frente a la gordura del hombre de azul, el tamborilero de rojo se encontraba escuálido, casi famélico, pero portaba una maza el doble de grande que la del otro hombre. Aquello lo desconcertaba, pero no podía comparar a ambos. «A su manera, - se dijo, - los dos son ricos. Uno tiene la riqueza material, y otro la riqueza espiritual.» Pero no se atrevía a declarar cual era cual.
El hombre de la casaca roja comenzó a tocar lentamente su tambor, acompasado, mientras poco a poco iba aumentando la fuerza de los golpes, aumentando de esta manera el sonido. Phil se volvió, y el hombre paró. Fue entonces cuando el hombre de la casaca azul, que había acercado su ancho cuerpo a Phil, comenzó a tocar con las dos manos, al contrario que el otro tamborilero. Por el contrario, sus golpes fueron mucho más rápidos, con una técnica única, usando unos poli ritmos que parecían de un estudiante de conservatorio. Una técnica inusual para un simple percusionista. Phil le dio la espalda, y se sorprendió al ver al hombre de la casaca roja tan cerca, pero el hombre de azul no había parado en esta ocasión, y el otro no se esperó, y comenzó a tocar, cada vez más fuerte.
Phil estaba rodeado. Se lo decía su cuerpo, atrapado entre los dos tambores, se lo decían sus oídos, incapaces de centrarse en uno de los instrumentos, se lo decía su mente, incapaz de evadirse del ruido. El sonido de los dos tambores atronaba de una manera sobrenatural, como si se tratase del sonido de disparos en una aldea silenciosa. El ruido destruía la paz, y obligaba a los vecinos a asomarse a las ventanas, mientras muchos de los lugareños eran abatidos por los tamborileros. Los trozos de nieve caían de aquellas ventanas ficticias de forma brusca, mientras Phil alcanzaba a oír aullidos desgarradores de hombres y mujeres por igual, de ancianos y de niños sin distinción. Phil no podía huir de su celda, ni de la cárcel, ni de Distopia.
-Todo esto lo he provocado yo. – Dijo en voz demasiado baja para que nadie pudiese escucharle. – Todo esto es por mi culpa. ¡Es una batalla absurda! Los dos tienen sus partes buenas, ¡son hermanos! ¡No tienen por qué enfrentarse entre ustedes! ¡Cooperen en una sola dirección, por un mañana mejor! Paren… Paren… ¡PARAD!
El silencio y la calma volvieron al sendero. Cuando Phil abrió los ojos, pudo ver la desolación que se había apoderado de aquel lugar. Las paredes de nieve se habían derrumbado, e impedían avanzar hacia adelante, dejando de esta manera al descubierto los laterales desnudos de la colina bifurcada: las raíces, la tierra, la piedra. La nieve que se había caído estaba teñida de rojo, y un humo tenue ascendía hacia el cielo, que rompió en una tormenta. Phil se empapó por completo, mientras trataba de buscar una explicación a todo aquello. «Si esto es una broma, quiero que se disculpen. Todo era perfecto…»
Pero nadie llegó. Ni tan siquiera cuando llegó al comienzo del camino, desandando sus pasos, cuando se detuvo a ver como la lluvia deshacía la nieve de forma inexorable. Nada es eterno.
Cuando terminó de subir por la colina, divisó al comienzo del bosque una figura femenina. La risa volvió a desplazar al silencio, mientras allí donde había nieve humeaba y dejaba ver el verdadero panorama de la colina: tierra calcinada, arruinada, desbrozada. Pero nada de aquello era tan desalentador como la figura que se alzaba ante el bosque. Marlene disfrutaba comiendo una manzana cuando Phil llegó a ella. Ella le dedicó una sonrisa inocente, mientras apuraba el hueso de la manzana.
-Supongo que tienes muchas preguntas que hacerme. – Comenzó ella. – Supongo que yo a ti también.
-Sé quién eres. Estás muerta.
-Lo estoy. Y sé quién eres tú. Tú también estás muerto.
-No. – Phil respondió sin dudar. – No lo estoy.
-Lo estás, desde el momento en el que entraste en esa celda. - Marlene comenzó a fumar de un cigarrillo que apareció de la nada. – Todos lo estamos. Desde el momento en el que nacemos, comenzamos a morir lentamente. Es lo caprichoso del destino…
-Estás muerta, lo vi en la tele. Te vi cuando levantaron tu cadáver, el día que le pedí matrimonio a Susan. Estás muerta. – En ese momento, Phil se dio cuenta de que había dicho demasiado. - No debí decir eso.
-Y ahora mi padre te acusa de haber sido tú, ¿verdad?
-Si. – Era estúpido negar aquello.
-Eres una pieza demasiado importante en el tablero. Tu posición ahora mismo es delicada: eres como el alfil condenado. Si te mueves a cualquier lado, mi padre le hará jaque al rey, y se pondrá fin a la partida. Supongo que ya has visto a los tamborileros.
-Y supongo que tú los conoces bien. – Si ese era el juego al que Phil tenía que jugar, jugaría a los enigmas también.
-No suelen ser tan ruidosos, pero las últimas noticias les han obligado a serlo. – Marlene le dio una nueva calada al cigarrillo. – He oído que el norte quiere independizarse y fundar Nueva Distopia. ¿Es eso cierto?
-Si. O al menos, eso es lo que me dijo Susan. Pero Kirk también lo corrobora. No lo sé, no puedo recibir noticias del exterior.
-Respuesta errónea. – Marlene se subió de un salto a una secuoya, a una de las ramas bajas, mientras la lluvia amainaba. – Quiero que seas sincero en la próxima pregunta, porque si no, será la última. Puedo controlar el cielo, y si no me gusta la respuesta, haré que caiga un rayo sobre ti, y despertarás. – Marlene se colgó cabeza abajo, dejando que su frondosa melena cayese hacia el suelo. – Te toca.
-Me toca… - Phil sólo tenía una pregunta, pero temía conocer la respuesta. - ¿Conozco a tu asesino?
-¿Mi asesino? Mi padre dice que eres tú, ¿Y quién soy yo para contradecirle? Sólo tengo 19 años, no sé lo que hago…
-Los dos sabemos que tu padre no tiene razón.
-Es cierto. – Los ojos de Marlene se llenaron de malicia. – O quizá no. Con tus campañas de descrédito hacia la empresa de mi padre, también me hacías daño a mí. ¿No es gracioso? Yo participaba en tus manifestaciones, en tus actos de propaganda, en tus mítines… Todo para ver como mi padre se tiraba de los pocos pelos que le quedaban y así verle fuera de sí. – Marlene soltó una carcajada llena de satisfacción. – Pero cuando más roto le vi fue el día de mi incineración. Ese día bien habría merecido un brindis, ¿No crees?
-No querías mucho a tu padre.
-Creo que era recíproco. Y creo que yo soy un instrumento para acabar con tu corporativa. Que te quede claro, Philip S. Jenkins, eres un medio, no un fin. El fin es acabar con tu corporativa, no contigo. Tú no eres nadie, sólo una cara bonita contra el que dirigir los ataques. Así desacreditan a tus amigos.
-Puede que tengas razón. – Phil sentía la bilis subir por su tráquea, se estaba poniendo malo.
-Créeme, la tengo. Y también la tengo cuando digo que me toca. ¿Es cierto que Susan está embarazada?
-Si. De una niña, espero.
Marlene miró a Phil con ternura. Después volvió a hablar.
-Tienes razón.
-Tengo razón. – Repitió Phil de manera monocorde. ¿Qué quiere decir eso?
-Phil, la próxima vez que Susan venga a visitarte, debes decirla que se marche. No puede hacer nada por ti.
-No puede hacer nada por mí. – Volvió a repetir Phil.
-Mi padre te quiere muerto. Por tanto, estás muerto. Cuanto más tiempo pase Susan aquí, en el oeste, más tiempo estará poniendo a vuestra hija en peligro. Debes ponerlas a salvo a ambas. El este es más seguro.
-El este es un polvorín. – Phil estaba al corriente del transcurso de la guerra. – Mis chicos no pueden contra un armamento tan sofisticado. Antes de que acabe el año, habrán muerto. Y yo con ellos.
-Y tú con ellos, jamás te esfuerces en negarlo. Pero no seas tan egocéntrico, no estamos hablando de ti.
-Jamás podré ver a mi hija.
-Jamás podrás ver a tu hija. – Marlene imitó a Phil mientras bajaba de la secuoya. – Pero te alegrará saber que tu hija está destinada a hacer grandes cosas.
-No. No podré verla nacer. No podré verla crecer. No podré verla llorar por un desamor, ni verla graduarse en la universidad. No podré verla casarse, ni podré verla tener a sus propios hijos. No podré llamarla por su nombre, ni decirla te quiero. Porque estoy muerto.
-Porque estás muerto. – Corroboró Marlene. – Aún no te has dado cuenta. Todo eso que has dicho, todo aquello que no podrás ver… Es todo aquello para lo que te han programado. Eso es lo que la sociedad espera que hagas. Eso es lo que los accionistas de mi padre quieren que hagas, lo que el presidente de Distopia quiere que hagas, lo que Ramsey Bell quiere que hagas, lo que mi padre quiere que hagas. Dales una patada en la boca a todos ellos, y muérete sin hacer ruido.
-Puede que estés en lo cierto. – Phil no quería seguir discutiendo, la conversación lo irritaba.

-Estoy en lo cierto. – Marlene volvió a repetir lo que había dicho Phil.- Y muy pronto lo comprobarás en tus propias carnes. 

jueves, 24 de abril de 2014

Pareidolia

La lápida transmitía una sensación de frialdad y letargo, mientras la lluvia mojaba al ángel de mármol. De sus alas goteaban pequeñas cascadas de agua, mientras que la flecha que se encontraba en su mano izquierda apuntaba hacia el abismo de la pérdida. Hacia el abismo de lo inevitable.
El sueño marchito se postraba impasible sobre las palabras más dolorosas que se pueden leer, las palabras que anuncian el punto de no retorno, que anuncian el final del camino, y que se ríen de los que ven la muerte cara a cara.
“Tus amigos y tu familia no te olvida”.
Tus amigos no te olvidan. Qué irónico.
Tiempo atrás, esas palabras habrían parecido insultantes hasta al mayor de los filántropos, debido a la poderosa carga y al inconmensurable significado que encerraban. Hoy, no eran más que una mofa sarcástica de un tiempo que se había esfumado con la misma facilidad con la que llegó. En un tiempo en el que aquel joven habría recibido un funeral con honores, los niños habrían llorado a los pies del féretro con la esperanza de que aquel cuerpo inerte pudiera levantarse de nuevo y revolverles el pelo, como tantas otras veces. Grandes celebridades que nunca conocieron al muchacho llorarían su actuación para hacerse eco y aumentar su propia fama. Como aves de carroña, aprovecharían el cuerpo indefenso para alimentarse de él.
Hoy, ni siquiera las aves de carroña quieren acercarse a este cuerpo consumido por la droga, la desidia y la soledad. Hoy sólo figuras anónimas valientes son capaces de reunir el valor de acercarse al entierro de una persona a la que dieron la espalda. Ni siquiera en la muerte nos abandona la hipocresía humana.
Mientras la lluvia cae con la parsimonia que en otro tiempo sería intranquilidad y desasosiego, aquellos falsos afligidos lloran a la persona que tiempo atrás les llenó de felicidad, y que cuando necesitó de su ayuda, se encontró ante el frío muro de hormigón: la realidad.
Siempre ha sido así.
Hoy no habrá un discurso grandilocuente de ningún amigo cercano. Hoy no habrá ninguna lágrima sincera, ni ninguna anécdota que saque una sonrisa. Hoy no hay ni pena en aquel lugar. Y esa es precisamente la pena.
Y yo, mientras le echo un trago a mi petaca, trato de recordar qué demonios hago aquí, en el funeral de una persona que me es indiferente y hacia la cual nunca he sentido ningún apego. Supongo que, como miembro más de esta sociedad de ovejas sin personalidad, me he dejado arrastrar en esta espiral nueva de hipocresía camuflada por carrillos sonrosados y olor a sudor rancio mezclado con la última colonia de moda. Yo, rodeado de gente que esta noche dormirá tranquila por puro auto convencimiento, sopeso la posibilidad de acabar con todo esto y largarme a hacer algo productivo. Al fin y al cabo, no todas las ovejas deciden pasar una tarde de domingo en un funeral.
Y mientras que siento la necesidad de mostrarme apenado por la pérdida de aquel joven prometedor, mi cabeza no deja de pensar en lo artificial que me resulta todo esto. Tan artificial como el producto en el que convirtió su propia imagen: aquel joven vendió su originalidad y su propia identidad por un puñado de billetes. Un puñado de billetes que le ha llevado a lo que es hoy, una masa inerte que apesta a maquillaje y a ansiolíticos.
Debo insistir en lo irónico de la situación. Porque no hay otra palabra que describa mejor este show.
Justo en frente del féretro, encontramos a la apenada madre, que a base de vótox e implantes mamarios se fundió la mitad de la fortuna de su hijo, incluyendo los papeles de divorcio de su marido y su matrimonio con el mejor amigo de su hijo. Al lado se encuentra el susodicho, con un chándal de nike pagado por su mejor amigo, y con una gorra ladeada en la que se ven inscritas las letras NY. El padre del joven se encuentra al otro lado de la bancada, y parece el único realmente apenado. Probablemente sea porque fue el único que no sacó tajada de la carrera prolífica pero corta de su hijo. Claro que igual influye el factor de que reventara a base de palizas a su hijo desde los siete años. Ese vago inútil y chupóptero llenó de deudas y de desgracia a su familia, llevando a su ruptura. Los últimos años los pasó acostándose con una prostituta sifilítica en un motel de las afueras.
Al lado del mejor amigo se encuentra la que hasta hace veinticuatro horas era su novia, secándose con habilidad los ojos poco a poco para que no se le corra la línea de rímel. Porque, como dice la televisión, nunca debes perder tu glamour, estés en un entierro o tengas veintidós años y estés encocada hasta las cejas. Cocaína que, para variar, había pagado su novio.           Qué irónico.
En las bancadas centrales podemos encontrar a gente de toda índole: su representante, que se encuentra allí por el mero hecho de no desperdiciar un solo foco de las cámaras, y que mientras comenta lo apenado que se encuentra por la muerte de su cliente, calcula mentalmente las pérdidas que tiene por el incumplimiento de contrato. Y es que ninguna cláusula de contrato debería hacerle pagar al difunto una indemnización por incumplimiento. Cerca de él se puede ver al resto de la banda, que aunque muestra signos de lo que parece haber envejecido diez años en una sola noche, sopesan quien podría ser el sustituto idóneo para su amigo cadáver. Posiblemente un nuevo Abraham Mateo, el próximo niño promesa del que se aprovechen sus padres, amigos y vecinos. El nuevo niño prodigio al que le chupen la vida hasta consumirlo. El ciclo de la vida nunca debe parar.
Poco a poco, un sacerdote se acerca a un estrado improvisado, que soporta carteles propagandísticos de aquellas bandas que patrocinaban al fiambre: Axe, McDonalds, KFC,las fuerzas armadas… Y comienza una locución monótona, unísona y predecible, con dejes en las palabras que denotan síntomas de embriaguez que se suma al tono de anciano decrépito que tiene. Y mientras la saliva se acumula en las comisuras de sus labios, la novia del difunto acerca su mano lentamente a la pierna del mejor amigo, que esboza una sonrisa disimulada por respeto a su esposa. Una esposa que, dicho sea de paso, está pintándose como una puerta. La lluvia no cesa, y los pocos paraguas que se encuentran en perfecto estado no son capaces de resistir la feroz caída de agua. Donde antes podía haber una pena fingida, artificial o falsa, ahora sólo hay ganas de que el viejo acabe su discurso, para poder irse a casa y cambiarse de ropa. Para poder proseguir sus vidas.
El anciano habla y dice cosas y parlotea y no se calla. Y nadie le presta atención, porque la gente sólo recurre a Dios cuando se ve desesperada. Puede que dentro de unos meses, cuando el grifo de dinero se agote, y no queden más posibilidades de lanzar al mercado recopilatorios, todos esos hipócritas disfrazados de samaritanos recurran a la parroquia más cercana para pedir auxilio al Dios que nunca escucharon, en una relación recíproca. Pero ahora los pocos niños que hay hacen bromas sobre los gapos que suelta el pobre hombre al hablar con su tono desganado, diciendo sandeces que ni él mismo se cree y que a nadie le importan. Si fuera inteligente, interrumpiría esa sarta de frases hechas y se iría con dignidad, pero este no será el caso. Ni este ni ninguno. Hasta la Iglesia quiere hacer caja en un día como hoy.
Mientras el sacerdote llama a todos a la oración, la novia del difunto acaricia la entrepierna de su mejor amigo con sensualidad y delicadeza, y su mejor amigo responde quitándose la gorra y colocándosela en la entrepierna para que su mujer no la vea. Y lo irónico de todo esto es que el parásito que se acuesta con su madre, está a nada de hacer lo mismo con su novia, pero tiene la decencia de taparse para no hacer el numerito delante del cuerpo de su amigo. Todo un detalle sin duda.
El discurso finaliza, y el anciano baja del estrado, tropezando y cayendo sobre un charco de barro, que mancha parte del féretro blanco con el símbolo de su banda y de Apple, y parte del marco en el que se encuentra el retrato del difunto. Y yo río para mis adentros sabiendo que yo soy el peor de todos.
La gente comienza a levantarse para irse. El primero es el representante, que tiene que coger un vuelo importantísimo a Hong Kong para ir a una fiesta privada de Britney Spears para promocionar su último álbum. Le sigue su banda, que ya no se esfuerza en mostrar pena, y van recordando el desfase de la noche pasada. La comitiva en general se marcha sin demasiado reparo, finalizando con la novia, que mira al mejor amigo, que está abrazando a los últimos esfuerzos de una madre por enternecer a un yogurín que ahora mismo piensa con la tangente, y que no dudará en acostarse con la novia de su mejor amigo aún cuando su cadáver aún está caliente. No desaprovechará la menor oportunidad.
El único que no se marcha es el padre, que se arrodilla frente al ataúd y rompe en un mar de lágrimas. Y mientras pide disculpas, no deja de besar mi foto.
Me acerco lentamente a leer la lápida, donde pone: John Cornell, alias “The heartbreak kid”. Tus amigos y tu familia no te olvidan.
John Cornell.
Mi nombre.

Al fin y al cabo, todo se reduce a la ironía.