jueves, 24 de abril de 2014

Pareidolia

La lápida transmitía una sensación de frialdad y letargo, mientras la lluvia mojaba al ángel de mármol. De sus alas goteaban pequeñas cascadas de agua, mientras que la flecha que se encontraba en su mano izquierda apuntaba hacia el abismo de la pérdida. Hacia el abismo de lo inevitable.
El sueño marchito se postraba impasible sobre las palabras más dolorosas que se pueden leer, las palabras que anuncian el punto de no retorno, que anuncian el final del camino, y que se ríen de los que ven la muerte cara a cara.
“Tus amigos y tu familia no te olvida”.
Tus amigos no te olvidan. Qué irónico.
Tiempo atrás, esas palabras habrían parecido insultantes hasta al mayor de los filántropos, debido a la poderosa carga y al inconmensurable significado que encerraban. Hoy, no eran más que una mofa sarcástica de un tiempo que se había esfumado con la misma facilidad con la que llegó. En un tiempo en el que aquel joven habría recibido un funeral con honores, los niños habrían llorado a los pies del féretro con la esperanza de que aquel cuerpo inerte pudiera levantarse de nuevo y revolverles el pelo, como tantas otras veces. Grandes celebridades que nunca conocieron al muchacho llorarían su actuación para hacerse eco y aumentar su propia fama. Como aves de carroña, aprovecharían el cuerpo indefenso para alimentarse de él.
Hoy, ni siquiera las aves de carroña quieren acercarse a este cuerpo consumido por la droga, la desidia y la soledad. Hoy sólo figuras anónimas valientes son capaces de reunir el valor de acercarse al entierro de una persona a la que dieron la espalda. Ni siquiera en la muerte nos abandona la hipocresía humana.
Mientras la lluvia cae con la parsimonia que en otro tiempo sería intranquilidad y desasosiego, aquellos falsos afligidos lloran a la persona que tiempo atrás les llenó de felicidad, y que cuando necesitó de su ayuda, se encontró ante el frío muro de hormigón: la realidad.
Siempre ha sido así.
Hoy no habrá un discurso grandilocuente de ningún amigo cercano. Hoy no habrá ninguna lágrima sincera, ni ninguna anécdota que saque una sonrisa. Hoy no hay ni pena en aquel lugar. Y esa es precisamente la pena.
Y yo, mientras le echo un trago a mi petaca, trato de recordar qué demonios hago aquí, en el funeral de una persona que me es indiferente y hacia la cual nunca he sentido ningún apego. Supongo que, como miembro más de esta sociedad de ovejas sin personalidad, me he dejado arrastrar en esta espiral nueva de hipocresía camuflada por carrillos sonrosados y olor a sudor rancio mezclado con la última colonia de moda. Yo, rodeado de gente que esta noche dormirá tranquila por puro auto convencimiento, sopeso la posibilidad de acabar con todo esto y largarme a hacer algo productivo. Al fin y al cabo, no todas las ovejas deciden pasar una tarde de domingo en un funeral.
Y mientras que siento la necesidad de mostrarme apenado por la pérdida de aquel joven prometedor, mi cabeza no deja de pensar en lo artificial que me resulta todo esto. Tan artificial como el producto en el que convirtió su propia imagen: aquel joven vendió su originalidad y su propia identidad por un puñado de billetes. Un puñado de billetes que le ha llevado a lo que es hoy, una masa inerte que apesta a maquillaje y a ansiolíticos.
Debo insistir en lo irónico de la situación. Porque no hay otra palabra que describa mejor este show.
Justo en frente del féretro, encontramos a la apenada madre, que a base de vótox e implantes mamarios se fundió la mitad de la fortuna de su hijo, incluyendo los papeles de divorcio de su marido y su matrimonio con el mejor amigo de su hijo. Al lado se encuentra el susodicho, con un chándal de nike pagado por su mejor amigo, y con una gorra ladeada en la que se ven inscritas las letras NY. El padre del joven se encuentra al otro lado de la bancada, y parece el único realmente apenado. Probablemente sea porque fue el único que no sacó tajada de la carrera prolífica pero corta de su hijo. Claro que igual influye el factor de que reventara a base de palizas a su hijo desde los siete años. Ese vago inútil y chupóptero llenó de deudas y de desgracia a su familia, llevando a su ruptura. Los últimos años los pasó acostándose con una prostituta sifilítica en un motel de las afueras.
Al lado del mejor amigo se encuentra la que hasta hace veinticuatro horas era su novia, secándose con habilidad los ojos poco a poco para que no se le corra la línea de rímel. Porque, como dice la televisión, nunca debes perder tu glamour, estés en un entierro o tengas veintidós años y estés encocada hasta las cejas. Cocaína que, para variar, había pagado su novio.           Qué irónico.
En las bancadas centrales podemos encontrar a gente de toda índole: su representante, que se encuentra allí por el mero hecho de no desperdiciar un solo foco de las cámaras, y que mientras comenta lo apenado que se encuentra por la muerte de su cliente, calcula mentalmente las pérdidas que tiene por el incumplimiento de contrato. Y es que ninguna cláusula de contrato debería hacerle pagar al difunto una indemnización por incumplimiento. Cerca de él se puede ver al resto de la banda, que aunque muestra signos de lo que parece haber envejecido diez años en una sola noche, sopesan quien podría ser el sustituto idóneo para su amigo cadáver. Posiblemente un nuevo Abraham Mateo, el próximo niño promesa del que se aprovechen sus padres, amigos y vecinos. El nuevo niño prodigio al que le chupen la vida hasta consumirlo. El ciclo de la vida nunca debe parar.
Poco a poco, un sacerdote se acerca a un estrado improvisado, que soporta carteles propagandísticos de aquellas bandas que patrocinaban al fiambre: Axe, McDonalds, KFC,las fuerzas armadas… Y comienza una locución monótona, unísona y predecible, con dejes en las palabras que denotan síntomas de embriaguez que se suma al tono de anciano decrépito que tiene. Y mientras la saliva se acumula en las comisuras de sus labios, la novia del difunto acerca su mano lentamente a la pierna del mejor amigo, que esboza una sonrisa disimulada por respeto a su esposa. Una esposa que, dicho sea de paso, está pintándose como una puerta. La lluvia no cesa, y los pocos paraguas que se encuentran en perfecto estado no son capaces de resistir la feroz caída de agua. Donde antes podía haber una pena fingida, artificial o falsa, ahora sólo hay ganas de que el viejo acabe su discurso, para poder irse a casa y cambiarse de ropa. Para poder proseguir sus vidas.
El anciano habla y dice cosas y parlotea y no se calla. Y nadie le presta atención, porque la gente sólo recurre a Dios cuando se ve desesperada. Puede que dentro de unos meses, cuando el grifo de dinero se agote, y no queden más posibilidades de lanzar al mercado recopilatorios, todos esos hipócritas disfrazados de samaritanos recurran a la parroquia más cercana para pedir auxilio al Dios que nunca escucharon, en una relación recíproca. Pero ahora los pocos niños que hay hacen bromas sobre los gapos que suelta el pobre hombre al hablar con su tono desganado, diciendo sandeces que ni él mismo se cree y que a nadie le importan. Si fuera inteligente, interrumpiría esa sarta de frases hechas y se iría con dignidad, pero este no será el caso. Ni este ni ninguno. Hasta la Iglesia quiere hacer caja en un día como hoy.
Mientras el sacerdote llama a todos a la oración, la novia del difunto acaricia la entrepierna de su mejor amigo con sensualidad y delicadeza, y su mejor amigo responde quitándose la gorra y colocándosela en la entrepierna para que su mujer no la vea. Y lo irónico de todo esto es que el parásito que se acuesta con su madre, está a nada de hacer lo mismo con su novia, pero tiene la decencia de taparse para no hacer el numerito delante del cuerpo de su amigo. Todo un detalle sin duda.
El discurso finaliza, y el anciano baja del estrado, tropezando y cayendo sobre un charco de barro, que mancha parte del féretro blanco con el símbolo de su banda y de Apple, y parte del marco en el que se encuentra el retrato del difunto. Y yo río para mis adentros sabiendo que yo soy el peor de todos.
La gente comienza a levantarse para irse. El primero es el representante, que tiene que coger un vuelo importantísimo a Hong Kong para ir a una fiesta privada de Britney Spears para promocionar su último álbum. Le sigue su banda, que ya no se esfuerza en mostrar pena, y van recordando el desfase de la noche pasada. La comitiva en general se marcha sin demasiado reparo, finalizando con la novia, que mira al mejor amigo, que está abrazando a los últimos esfuerzos de una madre por enternecer a un yogurín que ahora mismo piensa con la tangente, y que no dudará en acostarse con la novia de su mejor amigo aún cuando su cadáver aún está caliente. No desaprovechará la menor oportunidad.
El único que no se marcha es el padre, que se arrodilla frente al ataúd y rompe en un mar de lágrimas. Y mientras pide disculpas, no deja de besar mi foto.
Me acerco lentamente a leer la lápida, donde pone: John Cornell, alias “The heartbreak kid”. Tus amigos y tu familia no te olvidan.
John Cornell.
Mi nombre.

Al fin y al cabo, todo se reduce a la ironía.