7 de agosto. 30 días dentro del
búnker.
Tan sólo quedaban diez días para
que salieran de ese cuchitril. Tan sólo quedaban diez días para volver a ver la
luz del sol, para volver a sentir la brisa en sus caras. Sólo diez días, y
serían libres.
Aquella mañana(aunque deberíamos
hablar de estos términos con muchas comillas, pues, como ya he dicho
anteriormente, nuestros personajes habían perdido la noción del tiempo) Ramón decidió
soltar a Carlos, con la condición de que no intentara nada raro hasta que
hablara a solas con él. Carlos accedió, pero pidió que se amordazara a Bucher
en el periodo que ellos hablaran, para que no intentara volver las cosas más
complicadas. Bajo estos términos, la conversación tuvo lugar.
-Carlos, siento haberte tenido
tanto tiempo amordazado, pero necesitábamos calma, y me sentí amenazado.
Así comenzaba a hablar Ramón, que
buscaba con mucho cuidado cada palabra que tenía que decir. Trataba de ser
breve pero a la vez claro, sin ser cortante. Siempre buscaba un tono
conciliador, y trataba de mostrar frialdad pero cercanía a la vez, con gestos
con los brazos o con medias sonrisas. Pero el ambiente no ayudaba. Aquello era
casi una guerra civil, a pesar de los entrañables momentos que Laura hacía
sentir a todos. Quizá ella era la llave de la cordura allí dentro. Mientras
ella estuviera allí dentro, todos mantendrían la calma.
-Te agradezco el orden que has
mantenido durante el tiempo que estuve incosciente. De verdad, agradezco que
nada se fuera de las manos.
-No fui sólo yo. Amordacé al que
creó los problemas, y el resto nos fuimos conociendo poco a poco.
-Sea como sea, gracias. Y quiero
que sepas que no te juzgo acerca de lo de mentirme sobre lo de tu familia. Creo
que aquí hay más gente que miente, empezando por mí mismo.
Carlos comenzó a mirar de forma
extraña a Ramón. No se fiaba de él por mucho que le hubiera soltado, pero
tampoco era el momento de montar una escena. Ese era el momento de escuchar.
-Antes de que digas nada –
prosiguió Ramón. – No conocía de antes a Bucher, como ya dijiste. No es acerca
de eso sobre lo que os estoy mintiendo.
-¿Y entonces qué es?
- Es simplemente que… Le conocía
porque siempre he estado al tanto de las noticias del ejército. Siempre es
mejor conocer a quien te proteje que a quien te quiere atacar. Así sabes lo que
tienes que hacer. Siempre supe como enterarme de cierta información. Tengo mis
contactos, y sé moverme. Además, siempre tuve un sexto sentido para oler los
problemas, y siempre tuve un séptimo sentido para atraerlos a mí. No sabría
explicarte porqué, pero sabía que él acabaría viniendo a mí, y algo me decía
que tenía que estar preparado. Tal vez fuera el miedo de perder a Helena, tal
vez fuera el miedo a que una bomba acabara con todo. Pero creé este búnker y ya
no hay vuelta atrás. Mis cosas están aquí, pero… - A Ramón se le entrecortó la
voz. Tal vez era la primera vez en mucho tiempo que mostraba alguno de sus
sentimientos escondidos. Desde la aparatosa caida, había tratado de aislarse de
todos los que se encontraban a su alrededor, y aquello lo conseguía mostrándose
frío, distante y calculador. Prefería escuchar a tomar decisiones, y cuando lo
hacía, pasaban a ser drásticas e irrevocables. – Pero ahora Helena está muerta,
y Ángela, Ángela también…
Tal vez fuera un espejismo de
todos los allí presentes, pero parecía que a Ramón se le sañía una lágrima de
la mejilla. Tal vez fuera porque todos menos Bucher estaban esperando el mínimo
motivo para romper a llorar, pero, aunque aquello fuera un espejismo, aunque
sólo fuera una alucinación del calor y de los olores de allí dentro, tan sólo
eso bastaba para que a Claudia se le hiciera un nudo en la garganta y no
pudiera hablar. Carlos parecía mucho más tranquilo que anteriormente, porque
por fin había descubierto que Ramón era un ser humano más, que tenía sentimientos y miedos, y aquello le
hizo ver la situación con otro cariz. Ahora, tal vez no estuviera sólo contra
el general.
-Pero, no lo entiendo. – Se apresuró
a decir Verónica, mientras miraba cómo Laurita dibujaba un girasol con el
bolígrafo rojo. – Nunca me has hablado de Ángela…
Y tal vez fuera porque se dejó
llevar, pero Ramón dejó ver su gesto de preocupación al darse cuenta del error
que había cometido.
-No es nadie. – Dijo la dudosa
voz de Ramón, llena de matices nerviosos y de pausas diminutas. – No es nadie. –
Se limitó a repetir, de forma más segura y tajante.
-¿Algún tipo de amante? –
Insistió Verónica, no sin un poco de sarna en el tono.
-Ángela fue una chica con la que
salí hace tiempo. Pero creo que no es el momento de hablar de ello.
-Pues yo no veo mejor momento
para ello. – Dijo Carlos, de pie, justo al lado de las armas, mientras miraba
la suciedad que había en sus uñas. – Al fin y al cabo, yo soy un mentiroso, y
lo he reconocido. Bucher ha colaborado, al menos nos ha dado algo de
información. Pero, ¿Qué hay de ti? Sabemos que eres vecino de Verónica y de
Claudia, y nada más.
Ramón miró al resto de asistentes
a la conversación, y pidió que se sentaran alrededor de la mesita contigua al
sofá.
-Cada vez que me acuerdo de ella,
mi cabeza no deja de repetir las últimas palabras que me dijo: “sólo tú me haces
sonreir”.
Así empezaba Ramón a contar su
particular historia de cómo llegó hasta aquí.
-Cuando era joven tuve que
mudarme a Argentina con mis padres. En aquellos momentos Argentina era
receptora de muchos europeos. En especial eran italianos, pero también se
trasladó una gran masa de gallegos. Yo era muy joven para acordarme, por lo que
no me acuerdo de nada de mi primera etapa en España. Recuerdo mi adolescencia.
No hacía nada más que meterme en líos, con un gran amigo, y en más de una
ocasión tuvimos que vérnoslas con la policía. En cuanto a las chicas, no me iba
mal. Un par de besos con una, un magreo tonto algún viernes cuando ella salía
de la academia, y quizás algún sábado algo rápido en alguna discoteca. Fue ahí
cuando me di cuenta de lo mucho que os gustan a las chicas los rebeldes. –
Verónica se limitó a sonreir, mientras Claudia dejaba ver su mejor cara de
póker. – Una chica era capaz de saltarse sus clases de tango y de italiano con
tal de que la diera una vuelta en mi moto. Lo tenía todo hecho, y entonces…
Verónica, Claudia y Carlos
escuchaban con atención, en ocasiones divertidos, en ocasiones nostálgicos.
Laurita pintaba en un rincón, y Bucher… Bucher se limitaba a escuchar por
resignación.
-Fue en ese momento – prosiguió Ramón
– cuando mi amigo volvió a España, y yo me quedé sólo. Las chicas se iban,
continuaban su vida y comenzaban a estudiar para ser algo en la vida. Yo tenía
mi chupa de cuero, mi moto y mis discos de Tequila. Y comencé a frecuentar
sitios que no debía, y a juntarme con gente que no me aportaba nada. Cuando me
quise dar cuenta, era un adicto a la heroína.
Aquello pareció sorprenderles a
todos, porque hasta Bucher tenía los ojos como platos.
-Entonces conocí a Helena. Salí
con ella durante un año y medio. Teníamos grandes planes. Íbamos a mudarnos a
un ático para vivir juntos. Pero yo… yo… - La voz de Ramón se entrecortaba, se
le veía congestionado por la angustia, y sus ojos desbordaban preocupación. –
Yo debía dejar la heroína. Y me negué a ello. Renuncié a Helena por esa puta
droga. La noche que me dejó me tomé una dosis doble. No sé si quería matarme, o
darla una lección a ella. Lo único que quería era volar. Y… La vi. Vi a Ángela.
Un vestido a modo de camisón rosado, con una flor en el hombro izquierdo, una
diadema lila a medio caer y el rimel corrido por toda su cara. Traté de
acercarme a ella, pero me resbalé y caí. Ella rapidamente se acercó a mí, y al
ver la marca de la jeringuilla en mi brazo no pudo hacer otra cosa que romper a
llorar. Yo traté de ponerme de pie, y la dije que una preciosidad como ella no
podía llorar de esa manera. Y me ayudó a ir a su casa.
-Cuando desperté a la mañana
siguiente en aquel sillón de cuero, allí estaba ella, tan preciosa como
siempre. No había podido cambiarse. Se pasó la noche entera mirando cómo
dormía. Me dijo que había temido por mi vida, porque en un momento dejé de
respirar. Aquello me llenó de vergüenza, y me dije a mi mismo que dejaría esa
puta droga si con ello conseguía tener a Ángela a mi lado. Cuando desperté, me
abrazó con todas sus fuerzas, y lloramos durante horas. Ella lloraba por su
novio. Horas antes había muerto en un accidente de tráfico mientras iba a
buscarla. Y yo lloraba por Helena. Pronto, esas horas pasaron a ser horas, y
nos convertimos en un apoyo imprescindible para salir de la depresión en la que
estábamos. Pronto nos volvimos grandes amigos, y fue cuando me enteré de que
Helena se había ido a España por un asunto de trabajo. A los pocos meses,
Ángela me confesó que estaba enamorada de mí desde que me vio despertar aquella
mañana. Y me prometí a mi mismo que cambiaría por ella. Sólo por hacerla feliz,
sólo por verla sonreir.
Claudia miraba a Ramón con
dulzura, con una sonrisa capaz de camelar a cualquier niño con sólo mirarla.
Verónica mientras miraba algo más reservada a Ramón. Se estaba encontrando con
que su vecino era una persona completamente diferente de lo que se había
imaginado. Un ex adicto a la heroína. ¿Por qué no se lo había dicho antes?
-íbamos a las colinas a ver las
estrellas, y ella me recordaba cada día qué constelación era cada una. –
Continuó Ramón. – Íbamos al cine, la recogía del trabajo cuando salía, incluso
comencé a trabajar como profesor allí. Para mí, cada día que pasaba era un día
de San Valentín. De hecho, no celebrábamos San Valentín. Teníamos nuestro
propio día: San’Palagao, el 13 de junio. Fue una fecha al azar que elegimos
cuando llevábamos dos años juntos, pero se convirtió en una tradición.Fue por
esas fechas cuando me di cuenta de que Helena había comenzado a salir con mi
mejor amigo, y dejé de hablarles. Me sentí traicionado, y no pude soportarlo.
Los años pasaron, y sin que me diera cuenta, estábamos celebrando nuestro sexto
aniversario. Pero… Ese puto cáncer se la llevó por delante. Se la llevó y no
pude hacer nada por evitarlo. Esa enfermedad se llevó toda mi vida, y con ella
mis ganas de vivir. Lloré, grité, supliqué a ese Dios que siempre está ahí pero
que nunca escucha que me la devolviera, o que me llevara con ella, porque nadie
merece sufrir la pérdida de la persona a la que más ama. Volví a recaer en la heroína,
y comencé a pensar en el suicidio. Ángela ya no estaba, y si ella no estaba, no
me merecía la pena seguir. Fue entonces cuando Helena me hizo una visita, y me
dijo que se había prometido con mi mejor amigo. Y les regalé un libro de
Nostradamus. Conocía a mi amigo y sabía perfectamente lo que le gustaban las
profecías y las conspiraciones. Y esperé con ansiasn que ese libro les jodiera
la vida a los dos. Ese libro ahora está en mis manos. Pero cumplí la última
voluntad de Ángela, asistí a la boda de Helena y mi amigo, y quedé en paz
conmigo mismo.
Carlos escuchaba atentamente, y
frunció el ceño al ver que algo no le cuadraba.
-Pero Ramón, ¿Helena no es tu
esposa?
Ramón meditó durante unos
instantes, y al ver lo inevitable, lo soltó.
-Helena estaba enamorada de otra
persona, pero apenas notó el cambio.
Fue entonces cuando Verónica se
dio cuenta de que se habían acabado las provisiones.