lunes, 1 de julio de 2013

Sin Nombre. Capítulo XI

7 de agosto. 30 días dentro del búnker.
Tan sólo quedaban diez días para que salieran de ese cuchitril. Tan sólo quedaban diez días para volver a ver la luz del sol, para volver a sentir la brisa en sus caras. Sólo diez días, y serían libres.
Aquella mañana(aunque deberíamos hablar de estos términos con muchas comillas, pues, como ya he dicho anteriormente, nuestros personajes habían perdido la noción del tiempo) Ramón decidió soltar a Carlos, con la condición de que no intentara nada raro hasta que hablara a solas con él. Carlos accedió, pero pidió que se amordazara a Bucher en el periodo que ellos hablaran, para que no intentara volver las cosas más complicadas. Bajo estos términos, la conversación tuvo lugar.
-Carlos, siento haberte tenido tanto tiempo amordazado, pero necesitábamos calma, y me sentí amenazado.
Así comenzaba a hablar Ramón, que buscaba con mucho cuidado cada palabra que tenía que decir. Trataba de ser breve pero a la vez claro, sin ser cortante. Siempre buscaba un tono conciliador, y trataba de mostrar frialdad pero cercanía a la vez, con gestos con los brazos o con medias sonrisas. Pero el ambiente no ayudaba. Aquello era casi una guerra civil, a pesar de los entrañables momentos que Laura hacía sentir a todos. Quizá ella era la llave de la cordura allí dentro. Mientras ella estuviera allí dentro, todos mantendrían la calma.
-Te agradezco el orden que has mantenido durante el tiempo que estuve incosciente. De verdad, agradezco que nada se fuera de las manos.
-No fui sólo yo. Amordacé al que creó los problemas, y el resto nos fuimos conociendo poco a poco.
-Sea como sea, gracias. Y quiero que sepas que no te juzgo acerca de lo de mentirme sobre lo de tu familia. Creo que aquí hay más gente que miente, empezando por mí mismo.
Carlos comenzó a mirar de forma extraña a Ramón. No se fiaba de él por mucho que le hubiera soltado, pero tampoco era el momento de montar una escena. Ese era el momento de escuchar.
-Antes de que digas nada – prosiguió Ramón. – No conocía de antes a Bucher, como ya dijiste. No es acerca de eso sobre lo que os estoy mintiendo.
-¿Y entonces qué es?
- Es simplemente que… Le conocía porque siempre he estado al tanto de las noticias del ejército. Siempre es mejor conocer a quien te proteje que a quien te quiere atacar. Así sabes lo que tienes que hacer. Siempre supe como enterarme de cierta información. Tengo mis contactos, y sé moverme. Además, siempre tuve un sexto sentido para oler los problemas, y siempre tuve un séptimo sentido para atraerlos a mí. No sabría explicarte porqué, pero sabía que él acabaría viniendo a mí, y algo me decía que tenía que estar preparado. Tal vez fuera el miedo de perder a Helena, tal vez fuera el miedo a que una bomba acabara con todo. Pero creé este búnker y ya no hay vuelta atrás. Mis cosas están aquí, pero… - A Ramón se le entrecortó la voz. Tal vez era la primera vez en mucho tiempo que mostraba alguno de sus sentimientos escondidos. Desde la aparatosa caida, había tratado de aislarse de todos los que se encontraban a su alrededor, y aquello lo conseguía mostrándose frío, distante y calculador. Prefería escuchar a tomar decisiones, y cuando lo hacía, pasaban a ser drásticas e irrevocables. – Pero ahora Helena está muerta, y Ángela, Ángela también…
Tal vez fuera un espejismo de todos los allí presentes, pero parecía que a Ramón se le sañía una lágrima de la mejilla. Tal vez fuera porque todos menos Bucher estaban esperando el mínimo motivo para romper a llorar, pero, aunque aquello fuera un espejismo, aunque sólo fuera una alucinación del calor y de los olores de allí dentro, tan sólo eso bastaba para que a Claudia se le hiciera un nudo en la garganta y no pudiera hablar. Carlos parecía mucho más tranquilo que anteriormente, porque por fin había descubierto que Ramón era un ser humano más,  que tenía sentimientos y miedos, y aquello le hizo ver la situación con otro cariz. Ahora, tal vez no estuviera sólo contra el general.
-Pero, no lo entiendo. – Se apresuró a decir Verónica, mientras miraba cómo Laurita dibujaba un girasol con el bolígrafo rojo. – Nunca me has hablado de Ángela…
Y tal vez fuera porque se dejó llevar, pero Ramón dejó ver su gesto de preocupación al darse cuenta del error que había cometido.
-No es nadie. – Dijo la dudosa voz de Ramón, llena de matices nerviosos y de pausas diminutas. – No es nadie. – Se limitó a repetir, de forma más segura y tajante.
-¿Algún tipo de amante? – Insistió Verónica, no sin un poco de sarna en el tono.
-Ángela fue una chica con la que salí hace tiempo. Pero creo que no es el momento de hablar de ello.
-Pues yo no veo mejor momento para ello. – Dijo Carlos, de pie, justo al lado de las armas, mientras miraba la suciedad que había en sus uñas. – Al fin y al cabo, yo soy un mentiroso, y lo he reconocido. Bucher ha colaborado, al menos nos ha dado algo de información. Pero, ¿Qué hay de ti? Sabemos que eres vecino de Verónica y de Claudia, y nada más.
Ramón miró al resto de asistentes a la conversación, y pidió que se sentaran alrededor de la mesita contigua al sofá.

-Cada vez que me acuerdo de ella, mi cabeza no deja de repetir las últimas palabras que me dijo: “sólo tú me haces sonreir”.
Así empezaba Ramón a contar su particular historia de cómo llegó hasta aquí.
-Cuando era joven tuve que mudarme a Argentina con mis padres. En aquellos momentos Argentina era receptora de muchos europeos. En especial eran italianos, pero también se trasladó una gran masa de gallegos. Yo era muy joven para acordarme, por lo que no me acuerdo de nada de mi primera etapa en España. Recuerdo mi adolescencia. No hacía nada más que meterme en líos, con un gran amigo, y en más de una ocasión tuvimos que vérnoslas con la policía. En cuanto a las chicas, no me iba mal. Un par de besos con una, un magreo tonto algún viernes cuando ella salía de la academia, y quizás algún sábado algo rápido en alguna discoteca. Fue ahí cuando me di cuenta de lo mucho que os gustan a las chicas los rebeldes. – Verónica se limitó a sonreir, mientras Claudia dejaba ver su mejor cara de póker. – Una chica era capaz de saltarse sus clases de tango y de italiano con tal de que la diera una vuelta en mi moto. Lo tenía todo hecho, y entonces…
Verónica, Claudia y Carlos escuchaban con atención, en ocasiones divertidos, en ocasiones nostálgicos. Laurita pintaba en un rincón, y Bucher… Bucher se limitaba a escuchar por resignación.
-Fue en ese momento – prosiguió Ramón – cuando mi amigo volvió a España, y yo me quedé sólo. Las chicas se iban, continuaban su vida y comenzaban a estudiar para ser algo en la vida. Yo tenía mi chupa de cuero, mi moto y mis discos de Tequila. Y comencé a frecuentar sitios que no debía, y a juntarme con gente que no me aportaba nada. Cuando me quise dar cuenta, era un adicto a la heroína.
Aquello pareció sorprenderles a todos, porque hasta Bucher tenía los ojos como platos.
-Entonces conocí a Helena. Salí con ella durante un año y medio. Teníamos grandes planes. Íbamos a mudarnos a un ático para vivir juntos. Pero yo… yo… - La voz de Ramón se entrecortaba, se le veía congestionado por la angustia, y sus ojos desbordaban preocupación. – Yo debía dejar la heroína. Y me negué a ello. Renuncié a Helena por esa puta droga. La noche que me dejó me tomé una dosis doble. No sé si quería matarme, o darla una lección a ella. Lo único que quería era volar. Y… La vi. Vi a Ángela. Un vestido a modo de camisón rosado, con una flor en el hombro izquierdo, una diadema lila a medio caer y el rimel corrido por toda su cara. Traté de acercarme a ella, pero me resbalé y caí. Ella rapidamente se acercó a mí, y al ver la marca de la jeringuilla en mi brazo no pudo hacer otra cosa que romper a llorar. Yo traté de ponerme de pie, y la dije que una preciosidad como ella no podía llorar de esa manera. Y me ayudó a ir a su casa.

-Cuando desperté a la mañana siguiente en aquel sillón de cuero, allí estaba ella, tan preciosa como siempre. No había podido cambiarse. Se pasó la noche entera mirando cómo dormía. Me dijo que había temido por mi vida, porque en un momento dejé de respirar. Aquello me llenó de vergüenza, y me dije a mi mismo que dejaría esa puta droga si con ello conseguía tener a Ángela a mi lado. Cuando desperté, me abrazó con todas sus fuerzas, y lloramos durante horas. Ella lloraba por su novio. Horas antes había muerto en un accidente de tráfico mientras iba a buscarla. Y yo lloraba por Helena. Pronto, esas horas pasaron a ser horas, y nos convertimos en un apoyo imprescindible para salir de la depresión en la que estábamos. Pronto nos volvimos grandes amigos, y fue cuando me enteré de que Helena se había ido a España por un asunto de trabajo. A los pocos meses, Ángela me confesó que estaba enamorada de mí desde que me vio despertar aquella mañana. Y me prometí a mi mismo que cambiaría por ella. Sólo por hacerla feliz, sólo por verla sonreir.
Claudia miraba a Ramón con dulzura, con una sonrisa capaz de camelar a cualquier niño con sólo mirarla. Verónica mientras miraba algo más reservada a Ramón. Se estaba encontrando con que su vecino era una persona completamente diferente de lo que se había imaginado. Un ex adicto a la heroína. ¿Por qué no se lo había dicho antes?
-íbamos a las colinas a ver las estrellas, y ella me recordaba cada día qué constelación era cada una. – Continuó Ramón. – Íbamos al cine, la recogía del trabajo cuando salía, incluso comencé a trabajar como profesor allí. Para mí, cada día que pasaba era un día de San Valentín. De hecho, no celebrábamos San Valentín. Teníamos nuestro propio día: San’Palagao, el 13 de junio. Fue una fecha al azar que elegimos cuando llevábamos dos años juntos, pero se convirtió en una tradición.Fue por esas fechas cuando me di cuenta de que Helena había comenzado a salir con mi mejor amigo, y dejé de hablarles. Me sentí traicionado, y no pude soportarlo. Los años pasaron, y sin que me diera cuenta, estábamos celebrando nuestro sexto aniversario. Pero… Ese puto cáncer se la llevó por delante. Se la llevó y no pude hacer nada por evitarlo. Esa enfermedad se llevó toda mi vida, y con ella mis ganas de vivir. Lloré, grité, supliqué a ese Dios que siempre está ahí pero que nunca escucha que me la devolviera, o que me llevara con ella, porque nadie merece sufrir la pérdida de la persona a la que más ama. Volví a recaer en la heroína, y comencé a pensar en el suicidio. Ángela ya no estaba, y si ella no estaba, no me merecía la pena seguir. Fue entonces cuando Helena me hizo una visita, y me dijo que se había prometido con mi mejor amigo. Y les regalé un libro de Nostradamus. Conocía a mi amigo y sabía perfectamente lo que le gustaban las profecías y las conspiraciones. Y esperé con ansiasn que ese libro les jodiera la vida a los dos. Ese libro ahora está en mis manos. Pero cumplí la última voluntad de Ángela, asistí a la boda de Helena y mi amigo, y quedé en paz conmigo mismo.
Carlos escuchaba atentamente, y frunció el ceño al ver que algo no le cuadraba.
-Pero Ramón, ¿Helena no es tu esposa?
Ramón meditó durante unos instantes, y al ver lo inevitable, lo soltó.
-Helena estaba enamorada de otra persona, pero apenas notó el cambio.

Fue entonces cuando Verónica se dio cuenta de que se habían acabado las provisiones.