domingo, 16 de septiembre de 2012

Preludio III: Día de San Valentín(parte V)


16 de febrero. Hospital Italiano, Buenos Aires.

Stefano despertaba. El lugar le sonaba familiar de una forma un tanto extraña. En sus 33 años de existencia, nunca había sido ingresado, ni aún en su 1º época de adicción a la heroína. Sus ojos descansaban levemente, entrecerrados divisando el halo de luz que entraba entre las cortinas, que se encontraban entrecerradas. Un televisor apagado, un jarrón lleno de amapolas que reposaba sobre un estante, y en una silla… un hombre. Un hombre al cual Stefano conocía, y que no dejaba de mirarle de forma decepcionada.

-Ramón… ¿Qué haces aquí?
-Stefano, amigo mío… Llegamos a tu casa, y te vimos lleno de sangre, con los ojos fuera de sí, y con mucha fiebre. Te llevamos lo más rápido que pudimos al hospital, y sólo así salvamos tu vida.
-Gracias… supongo.
-¿Supones?
-Quizá mi destino era haberme quedado ahí tirado. No merezco seguir aquí, después de haber leido esa carta.
-Esa carta… No la debiste leer entera.
-¿Importa acaso? Leí lo más importante, su última voluntad, y he fallado a lo que más he amado en esta miserable vida.
-Aún estás a tiempo. De salir, de cumplir su voluntad…
-Déjame la carta. Quiero leerla.
-No la vas a leer, en cualquier caso, la leeré yo. “Ahora quiero que te dirijas a la bahía y esparzas mis cen…”
-No, desde el principio, por favor.

Ramón miró a los ojos de su amigo. A pesar de todo lo que había pasado entre ellos, Ramón sentía que Stefano le había perdonado, y que quizá, sólo quizá, podría volver a retomar la amistad, una amistad que perdieron hace 6 años. Pero Stefano estaba destrozado, tanto por dentro como por fuera. Quizá era el momento de tragarse el orgullo, a pesar de que el momento pasó hace mucho tiempo. Quizá era hora de reescribir la historia, de vivir el presente, de pasar página, o de cambiar directamente de libro. Por ello, lo hizo. Comenzó  leer esa dichosa carta.

“Querido Stefano:

Supongo que si lees esto es que ha ocurrido lo inevitable. Lo siento mucho. Te he fallado, no he sido lo suficientemente fuerte para permanecer a tu lado, aún a sabiendas de lo mucho que me querías. Siempre estuviste a mi lado, no importó lo lejos que tuviéramos que ir, o lo complicado de nuestras rutinas, porque siempre tuviste una sonrisa para mi. Escribo esto porque sé que no me queda mucho tiempo, y que preferirás darme un último beso antes que oir de nuevo mis lamentos. No mereces sufrir lo que has sufrido por mi culpa. Y por ello deseo con todas mis fuerzas que rehagas tu vida, que no me olvides, pero que consigas hacer que mi recuerdo no te duela. Los dos sabemos lo que es perder a un ser querido, y los dos nos hemos recuperado. Quiero que, por favor, no recaigas, que seas fuerte, y que te enamores otra vez. Será difícil, lo sé, pero necesito creer que podrás hacerlo, que estarás bien… sin mí.

Tengo miedo. Mañana puede ser el último día que nos veamos, y la angustia de saber que yo me voy y que esta vez no puedes venir sin mí me consume aún más rápido. Quiero que, antes de que me pongan la anestesia, me acuerde de todos los rasgos de tu preciosa cara. Tus ojos, siempre pensativos. Tu sonrisa entrecortada y llena de vergüenza y de inseguridad, tu forma de decirme al oido que no me soltarías nunca y que, pasara lo que pasara, siempre estarías ahí… Llora lo que tengas que llorar. Que nadie te diga que sigas hacia adelante si tú no quieres. Tienes todo el tiempo del mundo para recuperarte. Y cuando lo hagas, piensa en mí no como aquella chica que te hizo perder la mitad de tu vida, sino como aquella chica que te dio todo el amor que había en ella.

Ahora quiero que te dirijas a la bahía. Esparce ahí mis cenizas mientras cantas nuestra canción, y permanece ahí unos minutos. Me gustaría que cada día a las 12 del mediodía te acercaras. Probablemente habrá alguien esperándote. Quiero que le conozcas. Responderá al nombre de Jean Marville. Lo sé, no entiendes nada de todo esto. Pero, si has seguido leyendo, es porque tanto tú como yo sabríamos que ibas a recaer. Quiero que sepas que no te juzgo, y que no me siento decepcionada por ello. Pero también sé que no vas a seguir tu vida, y él te ofrecerá la posibilidad de tener la cabeza ocupada. Llevará una gabardina negra y un sombrero, y probablemente una pipa de fumar. Cuando veas a alguien así, para iniciar contacto, sólo dile 4 palabras:

Dame tu fe, abrázame.”

-No tengo sus cenizas, Ramón. Le dije al doctor encargado de su operación que se deshiciera de ellas.
-No te preocupes. Hablé con él. Ángela le pidió que a pesar de todo las guardara, porque leerías la carta. Una chica muy lista.
-Demasiado. A veces me asombraba su perspicacia en ciertos asuntos. Era capaz de saber exactamente lo que me pasaba con tan sólo un movimiento de mi ceja. Cuando me den el alta, saldré de aquí, y cumpliré su última voluntad. Y después, acabaré con todo esto.
-Ramón, no…
-Es mi decisión. Vuestra vida debe seguir, pero la mía se detiene aquí. Veré qué me ofrece el señor Marville, y si no me convence, acabaré con todo esto. Ramón, mírame. Los dos sabemos que esto no acaba aquí. No llores. Quiero que salgas a la sala de espera, y abraces muy fuerte a Helena. Quiero que hagas de ella la mujer más feliz de la Tierra, porque se lo merece. Y quiero que no la abandones jamás. Prométeme que no vas a renunciar a aquello a lo que renuncié yo por mi forma de ser. Prométeme que te casarás con ella. Prométeme que envejeceréis juntos, al igual que Ángela y yo lo habríamos hecho. Prométeme que cumplirás todos estos sueños por mí. Y por último, prométeme que mi recuerdo te servirá. No quiero que me recuerdes como el modelo de cómo no deben hacerse las cosas, sino como aquel hombre desquiciado que por su cabeza nerviosa lo perdió todo, hasta bailar al borde de la locura.
-Supongo que es definitivo…
-No se lo cuentes a Helena, por favor. No lo soportará. Haz todo lo posible para que no intente contactar conmigo.

Ramón se acercó a Stefano, que le tendía la mano.

-Te perdono, amigo mío.

Ramón rompía en un llanto desconsolado. Se arrodillaba al borde de la cama y, con las manos en el rostro, se maldecía a sí mismo por lo imbécil que había sido. Había renunciado a un amigo por una chica, la chica por la que su amigo estuvo colado 3 años. Renunció a una amistad de la infancia, y ahora su amigo se iba a suicidar. La vida puede llegar a ser muy injusta a veces. Stefano se incorporó en la cama, y agarró del brazo a Ramón, y en un gesto de la máxima ternura, abrazó a su viejo amigo. Reminiscencias de un pasado que ahora se hacía presente. Los dos chiquillos que paseaban por la cañada en aquellas tardes, aquellos niños que se separaron tan pronto por el Corralito, aquellos niños que, a pesar de todo, se reencontraron en dos ocasiones… Ramón no debajaba de llorar, parecía que su cara se derritiría poco a poco con el pasar de los minutos, mientras las amapolas dejaban caer sobre la repisa los primeros pétalos, metáfora de una vida que se marchita… Una vida marchita…

No hay comentarios:

Publicar un comentario