domingo, 8 de diciembre de 2013

Irina



El bebé había llorado de forma desconsolada durante toda la noche, y ni siquiera Irina conseguía calmarle. Su pequeña estaba pasando mucha hambre, pero no era la única, ni mucho menos. Irina no podía culparla: debía hacer todo lo posible por alimentarla. Sus pechos no daban la leche necesaria para saciar su hambre, y cada día que pasaba daba menos. Sus nervios no hacían más que quemar poco a poco los cartuchos que le quedaban dentro, e Irina era muy consciente de ello. Aún así, no podía perder la esperanza.
Mientras veía el humo que llegaba tras las explosiones, pensaba dónde demonios debía estar Serguei. Ya habían pasado cuatro días desde que le prometió que volvería, y desde que le dijo que no se moviera de allí. Pero cuatro días eran demasiado tiempo incluso para él, y en cierto modo Irina estaba muy intranquila, y tenía miedo por él. Igual lo habían atrapado, o igual no había tenido más opción que huir sin ellas. Esa opción la irritaba, pero siempre era mejor eso que morir. No, Irina se pasaba las noches negándose lo que podía ser inevitable. Serguei no podía morir.
Irina intentó de nuevo tratar de alimentar a su pequeña, y sacó un pecho por encima de su ropa. La pequeña, al ser acercada, comenzó a chupar con ansia y con desesperación, y rompió en un llanto mayor que el anterior al ver que no podía sacar nada. Irina comenzó a llorar también, y abrazó a su bebé contra su pecho, con la esperanza de que así se calmara su llanto. Pero no fue así.
Comenzó a acunar a la pequeña, que lentamente cesaba en su llanto. Irina se movía de lado a lado de su habitación, mientras las lágrimas corrían sus sonrosadas mejillas. Pensaba en qué podía hacer si al amanecer Serguei no aparecía. Sabía que ahí fuera podía tratar de competir con el hambre, con el miedo y con el desprecio de los demás. Pero si había algo con lo que no podía competir, era con el frío. Y sabía que su bebé no sería tan fuerte. La pequeña estaba tan muerta de hambre que había irritado los pezones de su madre, debido a los dientes que comenzaban a salir, y su madre sabía que no aguantaría más de seis horas en la intemperie. Ninguna de las dos disponía de ropa desde que se fueron de su hogar.
Hacía dos semanas desde que tuvieron que abandonar Irina, Serguei y el bebé su casa de Sujumi para tener que refugiarse en el distrito vecino de Samegrelo-Zemo Svaneti. Pero al llegar a la ciudad de Zugdidi, aquella familia vio como la ciudad estaba siendo cercada por el ejército invasor. Mientras caminaban entre las pilas de cadáveres calcinados y respiraban las nubes de ceniza que no dejaban ver el cielo, Serguei intentaba buscar un refugio para los tres, sin demasiado éxito. Tras mucho andar y buscar, decidió que lo mejor era refugiarse entre los escombros, donde el ejército no volvería a buscar. Fue así como encontraron la casa en la que comenzaron a vivir, con el miedo en el cuerpo. Cuando dormía, el más mínimo ruido les despertaba, y hacía que Serguei cogiera su fusil y apuntara a las escaleras que daban al piso inferior. La casa era una sola habitación habitable, ya que los pilares del techo hacían imposible pasar a otras habitaciones. La puerta de entrada a la casa estaba en el suelo, partida en dos, y las ventanas eran trozos de cristal que se distribuían por todo el suelo. Una de las paredes, además, estaba medio derruida, y hacía que entrara el frío por una apertura del tamaño de una pizarra. No había luz, ni agua. Lo único que parecía cumplir su función era el camastro en el que dormían los tres acurrucados.
Cuando el ejército invasor entró en Sujumi, Serguei y los suyos se vieron obligados a partir al este, a las zonas más alejadas de los conflictos bélicos. No pudieron llevarse ropa, ni comida, ni agua. Tuvieron que irse con lo puesto, corriendo para huir de los soldados. Al principio, todo el vecindario se unió para intentar protegerse entre si, pero una que vez el ejército tomó posiciones en los edificios, los abatidos comenzaron a multiplicarse exponencialmente. Serguei e Irina decidieron abandonar al grupo en cuanto cayeron los primeros, y desde entonces no supieron nada del resto del grupo.

Irina comenzó a cantar una nana a su pequeña, que parecía dormir más por agotamiento que por sueño. Irina solía mover a la pequeña cada poco tiempo, y obligarla a llorar. Ninguna de las dos descansaba de esa manera, pero así al menos Irina se aseguraba de que la pequeña no había perecido al frío. En sus muchos años como instructora de música, Irina había llegado a componer sus propias nanas, que se hicieron muy famosas en la ciudad. De hecho, las noches que Serguei llegaba tarde, tenía por costumbre escribir en su cuaderno negro nanas a las que llamaba “las nanas de los pesimistas”. Soñaba con poder ambientarlas con guitarras acústicas, trompetas y acordeones, y con poder venderlas. Esas no las enseñaba.
Cuando Serguei llegaba borracho a casa, no había quién le parara. Tras los golpes que le daba por no ser la esposa ideal, Serguei se tumbaba encima suya y trataba de moverse lo poco que podía sin vomitar. Irina pensaba que esa situación debía cambiar, pero no tenía ningún sitio al que ir. Y menos cuando se enteró de que estaba embarazada. Al enterarse de la noticia, Serguei sufrió un cambio radical. Dejó la bebida y se convirtió en el novio modelo. Escuchaba pacientemente los ensayos de Irina, y hasta encontró un empleo. La noticia del bebé le cambió por completo.
De eso hacía año y medio, y las cosas habían cambiado demasiado, y demasiado deprisa. Irina miraba la foto de Serguei y pensaba en lo afortunada que se sentía al haber traído al mundo a aquella criatura, que había cambiado a aquel demonio en el ser más angelical que conoció. Irina lloraba, por el miedo a perderlo todo, por el miedo a comenzar de nuevo, por el miedo a ver el cielo azul y quedarse ciega. Lo único que quería era que su pequeña dejara de llorar por el hambre, encontrar unas cuatro paredes y un techo sin roturas, y que Serguei volviera.
Al establecerse en aquel lugar, Serguei e Irina se prometieron que al menos uno de los dos trataría de sobrevivir con el bebé. Cuando oían el ruido de los carros de combate por las calles, Serguei se escondía con el bebé entre los escombros, e Irina se tumbaba en el camastro, aparentando soledad. Más de una vez los soldados la habían encontrado tendida, y ante las negativas de ella, la habían forzado hasta que Irina perdía el conocimiento. Serguei deseaba gritar y salir de su escondrijo para darles a esos cerdos su merecido, pero sabía que si lo hacía les condenaba a los tres. Y más si le encontraban. Desde que comenzaron los fusilamientos a las afueras de Zugdidi, la ciudad había quedado semidesierta, y sólo quedaban en ella huérfanos, enfermos y viudas. Todos los que podían huir o lo habían hecho, o habían sido fusilados. Los ancianos sufrieron la peor parte, dado que el ejército consideraba un desperdicio darles la clemencia de la bala en la sien. Les degollaban, proporcionándoles una muerte lenta y dolorosa. Si había parejas de ancianos, mataban primero a la mujer, para que el pobre hombre sufriera dos veces. Cuando encontraban una viuda o una joven, la violaban, y cuando encontraban a un niño…
Era por ello que no podían permitir que encontraran a la niña. Podían arriesgarse a perderse el uno al otro, pero la niña debía sobrevivir. Era el nexo de la pareja, lo que les había vuelto a enamorar. Era lo único bello que les quedaba, y no podían arriesgarse a perderlo. Por ello, cuando aquellos dos soldados subieron y encontraron a Serguei escondiéndose, lo llevaron sin miramientos agarrándole del brazo. Serguei le pidió a Irina que no se moviera, por el frío que cada vez era mayor; que le esperara, y le prometió que volvería pronto.
De eso hacía ya cuatro días. Y Serguei no había dado señales de vida. Era hora ya de tomar una decisión, por dura que fuera. E Irina lo vio claro: debía echar a andar, con la niña en sus brazos, y tratar de huir lo más lejos posible. Y si no, al menos morirían juntas. Antes de echar a andar, miró a su pequeña, y le susurró al oído los sentimientos más profundos que podía albergar en ese momento:
“-He intentado luchar por las dos, pero la noche es tan oscura… Pensé que él volvería, pero se ha olvidado de nosotras. Estoy tan desesperada por intentar evitar que tengas que vivir este infierno… Y por eso, cada vez que dejas de llorar, y cierras los ojos, mi alma se cae al suelo y sufro por pensar que es la última vez que oiré tu voz. No puedo perderte, no quiero perderte. ¡No quiero irme sin ti!”
Irina rompió a llorar, completamente en silencio para no despertar a la pequeña. A pesar de que no quería que durmiera, sabía que si no dormía, acabaría muriendo de cansancio. Quizá fue por eso por lo que no prestó atención a que alguien subía. Cuando aquel hombre se quedó quieto en el umbral, contempló a la tierna madre ahogando sus lágrimas, que miraba por la ventana. Al darse cuenta Irina de la presencia de aquella persona, se sobresaltó, pero se limitó a sonreír brevemente.
-Dimitri…
-No hay tiempo para charlas, debemos irnos. – Respondió el hombre al que había llamado Dimitri.
-Pero Serguei me dijo que le esperara…
-Serguei me pidió que viniera a buscarte. Vamos, debemos irnos lejos.
-¿A dónde? – Quiso saber Irina, que no dejaba su miedo apartado ante un conocido.
-A donde podamos. Te buscaré un lugar donde esconderte hasta que te pueda sacar de aquí, pero desde que encontraron a Serguei, este no es un lugar seguro.
-¿Dónde está Serguei? – Su sobresalto despertó a la pequeña, que comenzó a llorar.
Dimitri asió del brazo a Irina y comenzó a tirar de ella, haciéndola bajar. Al llegar a la calle, Irina pudo contemplar la pila de cadáveres humeantes que se encontraban sobre la nieve. La batalla no había sido clemente con nadie, y se podían apreciar cadáveres de niños muy pequeños debajo de los de soldados del ejército invasor. Al final, todos se reducían a masas de carne. La pobre Irina habría llorado, pero lo cierto era que tras todo lo sucedido anteriormente, a Irina no le quedaba más que indiferencia ante esa masa sanguinolenta. Ya sólo le quedaban lágrimas para los suyos.  Mientras bordeaba la pila de cadáveres, pudo contemplar cómo una mano trataba de agarrar su pie sin demasiada fuerza. Irina se apartó con un espasmo, mientras desde el fondo de la pila aquel brazo trataba de decir algo débilmente. Irina no podía ayudar a esa persona, y siguió a Dimitri cuando éste la llamó.
Bordearon por un callejón contiguo al edificio que anteriormente había sido su refugio. Esquivando las ratas y los enfermos que suplicaban comida, consiguieron llegar al otro lado, en el momento en el que pasaban los carros de combate. Dimitri paró inmediatamente a Irina y se escondió con ella tras unos cubos de basura. El hedor de la basura, las ratas y los enfermos era repugnante, pero debían mantener la calma si querían sobrevivir. Entre los cubos y la pared, Irina podía ver la calle por la que debían pasar a continuación. Allí, entre las filas de soldados, un joven de aproximadamente 16 años se arrastraba en dirección a Irina y Dimitri. El pobre tenía toda la pierna derecha aplastada, y la herida que tenía en la cabeza supuraba sangre y pus. El chico estaba condenado, pero aún así se aferraba a la poca vida que le quedaba desesperadamente. Pero el carro de combate dobló la esquina y se dispuso a atravesar la calle. El pobre joven no se dio cuenta de que el carro se acercaba, y seguía arrastrándose con tranquilidad. Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde: comenzó a gritar y a malgastar sus fuerzas intentando arrastrarse a mayor velocidad, y en un último instante, sus ojos se posaron en los de Irina, y pareció gritar auxilio. Un segundo después, la masa que antes componía su cabeza y su tórax formaba parte de la calle nevada. El carro prosiguió su marcha, al igual quelas tropas.
Irina ahogó un grito, y Dimitri la abrazó con fuerza. Irina no lloraba, pero tenía miedo. Dimitri sí que lloraba, pero más por rabia e impotencia que por miedo. Cuando creyó que estaban a salvo, Dimitri ayudó a Irina a levantarse y cruzaron la calle rápidamente. Tras atravesar otro callejón, Bajaron a un túnel. El túnel era oscuro, pero Dimitri agarró a Irina de la mano y la guió. Parecía como si hubiera travesado muy a menudo ese túnel, pensó Irina, aunque después se convenció de que si comenzaba a dudar de Dimitri, ya no le quedaría nadie en quien confiar salvo Serguei. Unos minutos más tarde, llegaron a una zona iluminada, que daba con el final del túnel en una pendiente. Tras subir durante un rato, Irina cayó de rodillas, exhausta.
Dimitri la asió del brazo y la susurró que no podía fallar ahora, quedando tan poco. Casi arrastrando de ella, Dimitri consiguió que ambos salieran a la superficie. Estaban a las afueras de la ciudad. Allí les esperaba un camión.
-¿Nos espera a nosotros? – Preguntó Irina esperanzada.
-No. La espera a ella. – Dijo Dimitri señalando a la pequeña. Irina aferró al bebé a su pecho, y comenzó a negar con la cabeza, pero Dimitri trató de tranquilizarla. – Escucha, necesito que confíes en mí. No va a pasarle nada al bebé, sólo le pondremos a salvo en un orfanato. Es más sencillo colar al bebé que a una mujer, pero lo conseguiré, te lo prometo.

Irina entró en trance. El cansancio, el hambre, el frío y la situación habían terminado por agotar las pocas energías que le quedaban. Pero no soltaba al bebé. Era de lo único que podía estar segura, de que no iba a abandonar a su bebé. Dimitri la ayudó a sentarse.
-¿Cómo puedes pedirme que renuncie a ella? ¿Cómo sé que nos reencontraremos? – Dijo Irina en un hilo de voz casi imperceptible.
-No puedo pedirte eso. Pero debes fiarte de mí. Serguei estaría de acuerdo conmigo, en que esto sería lo mejor para la pequeña.
-No, quiero oírlo de sus labios. ¿Dónde está Serguei? – La angustia hacía que recobrara el coraje, pero de nada servía.
-No tenemos tiempo, Irina. El ejército vendrá, y…
-¿¿¡¡DÓNDE ESTÁ SERGUEI!!??
Dimitri suspiró y dejó que una lágrima volviera a brotar de sus mejillas. Tras unos instantes, Dimitri levantó la vista, y señaló a la cornisa de un edificio. Allí había varios cuerpos, que colgaban de los mástiles que anteriormente portaban las banderas de una embajada. Allí estaba lo inevitable.
Irina rompió a llorar con una intensidad que asustó a Dimitri, por la dualidad de la propia mente humana. La mujer que hacía unos instantes estaba abatida por el sufrimiento, había recibido la puñalada definitiva, y nada podía encadenar su dolor. La niña se despertó al oír a su madre, y como si entendiera a su progenitora, rompió a llorar también. Las dos estuvieron largo tiempo llorando, hasta que Irina no pudo más, y comenzó a desgarrarse la piel de la cara. Poco a poco, la sangre caía sobre la nieve recién caída. No sobre la niña, a la que Dimitri había apartado previamente.
-¡Los mataré, los mataré a todos! ¡Te lo prometo! – Dijo Dimitri, tan asustado como la pequeña, ante la escena de sufrimiento que estaba presenciando.
-No. De eso me encargaré yo. Tú pondrás a mi pequeña a salvo. – Respondió Irina tras recobrar la calma. – Volaré sus campamentos. Mataré a sus descendientes. Les abriré el canal y haré que las televisiones de todo el planeta vean mi obra. Compondré odas a lo macabro. Y después, sólo después de que cumpla mi venganza, buscaré a mi hija, y la obligaré a mirar lo que le hicieron a su padre. Su corazón se endurecerá, y sentirá un odio infinito y duradero.
-¿Hacia quien? – Dimitri retrocedió al ver que Irina se levantaba.
-Hacia la raza humana.
Ambos oyeron el ruido del carro de combate acercándose. Irina miró a Dimitri con una mirada gélida, mientras la sangre cubría todo su rostro.
-Vete. Vete. Sólo dime adonde te la llevas.
-A España. – Respondió Dimitri, aterrorizado al ver que Irina pensaba realmente plantar cara al tanque.
Irina asintió, y Dimitri subió al camión con la pequeña. De detrás del camión, un desconocido se asomó con un lanza granadas, y tras tres intentos, consiguió dar al carro, que voló en mil pedazos. Irina vio impasible la explosión, mientras Dimitri se acercaba de nuevo a ella con una maleta.
-Toma. Aquí tienes un subfusil, munición y tres granadas. Intenta sobrevivir hasta que vuelva.
-Vete.
Dimitri subió al camión y le dijo al conductor que arrancara. Irina se giró para ver el camión alejarse, pero de repente se arrepintió, y comenzó a correr tras él, intentando darle caza, sin conseguirlo. Tras varios gritos, su voz se apagó, y cayó de rodillas sobre el gélido asfalto mientras intentaba gritar. En un último esfuerzo, volvió a llevarse las manos a las heridas del rostro, y la desesperación y el rencor se apoderaron de ella. La sangre volvió a brotar,  y tras unos segundos, ella desfalleció.
La nieve volvió a caer de forma tenue, en aquella gélida noche de enero, mientras el camión se alejaba por la carretera. Dimitri había enmudecido. La niña, también. Dimitri no era capaz de evadirse ni un solo momento de la imagen que acababa de ver. Finalmente, el compañero que conducía rompió el gélido silencio.
-Y… ¿Haremos con ella lo mismo que con los otros?
-Si. – Respondió Dimitri de forma seca. – Daremos en adopción a la cría. Pero en este caso nos preocuparemos de a quién se la damos.
-¿Tiene nombre?
-Nunca me lo llegó a decir la madre.
-Dimitri, sabes que sin un nombre no podemos hacer nada. Volveré a preguntártelo otra vez: ¿Tiene nombre?

-Si. Se llama Irene.

viernes, 25 de octubre de 2013

Café Plaza de los Sueños

El chico daba un sorbo a su café mientras miraba por la ventana. El calor del interior de aquel local en contraste con el frío del diciembre de Madrid provocaba la condensación en los cristales, que impedía ver con claridad el exterior de aquel bar. En el fondo, Roberto no se sentía tan ajeno a esa metáfora. Roberto siempre se culpó de muchos de los males que había a su alrededor y que le tocaban aunque fuera de manera tangencial. Siempre tuvo en sus acciones aquella sensación de duda que lo perseguía desde aquellos primeros años de la infancia, buscando la aprobación de sus padres o de sus profesores. Ahora ya no era un niño, y seguía con esa inseguridad que a su ver estaba arraigada de forma innata en su ser.
Dentro de aquel bar, se sentía dentro de su propio ser, con aquella barrera cristalina que podía interpretar a modo de la piel, con un sinfín de posibilidades en el exterior que se manifestaban borrosas y distorsionadas, y que por el miedo al error no podría nunca abrazar. La vida pasaba ante sus ojos y era incapaz de dar un paso que posiblemente podría llevarle a gratas satisfacciones, siempre con ese enemigo al que había dado la apariencia de un titán indestructible.
Aquella mañana había elegido llevar su bufanda de lana colocada de forma bohemia alrededor de su cuello, metida por dentro de su gabardina negra estilo clásico. Debajo llevaba una camisa a cuadros anudada hasta el cuello, con el objetivo inherente de evitar un posible resfriado. Sus mocasines no abrigaban mucho, pero siempre era imprescindible sacrificar algo de calor para mantener su estilo ya marcado y cotidiano. Lo único que desentonaba era el pantalón vaquero que había elegido, que no abrigaba demasiado, pero tampoco dejaba pasar ni un atisbo de frío. De vez en cuando echaba mano a su pañuelo de seda colocado de forma elegante en uno de los bolsillos delanteros de la gabardina, y limpiaba sus mucosidades con  elegancia supina.
Quizás hoy podría acercarse al Jardín Botánico a visitar a su amigo La Veu, pero antes debía ver a aquella persona que le traía por la calle de la amargura desde tiempos, para él, ya inmemoriales. Quizás podría por fin decir lo que pensaba sin trabarse, sin ponerse rojo como un tomate y sin retorcer su pañuelo de seda sin mirarla a los ojos. Cada vez que estaba con ella sentía tanta vergüenza…
Quizás lo que le sucedía era que, por mucho que se lo negase, seguía siendo aquel chico romántico que nunca aprendía. Tal vez se cansaba de ver las diferentes formas con las que la vida tiraba sus esperanzas contra un muro de frialdad y desapego, pero si era así, Roberto no se cansaba nunca de intentar sobrepasar ese muro. Tantas veces había sufrido las consecuencias de aquella temida palabra, que ya no tenía miedo de que alguien le dijera: no. Pero ello no evitaba que cuando se sentía enamorado se trabase y se asustase. Y eso era lo que terminaba por minarle la moral.
Era pensar en aquel posible encuentro, y se ponía muy nervioso. Era como si toda su hombría y todas sus agallas se sentaran en las mesas de alrededor y tomaran el mejor asiento posible para ver con emoción el ridículo que estaban a punto de presenciar. Debía apartar esos pensamientos que le desasosegaban y le entristecían, y debía obligarle a pensar en que esta vez, quizás, con suerte, y con algo de ímpetu, todo saldría bien. Pero realmente no tenía motivos para ello, y no quería darse falsas esperanzas a si mismo para que el golpe no fuera más duro que el esperado. El refrán tiene más razón de lo que creemos: piensa mal y acertarás. Pero Roberto se había pasado tanto tiempo pensando mal, que por una vez quería ser positivo, y pensar que por una vez el resultado sería diferente. Tenía ese derecho, al fin y al cabo no era más que un ser humano arrojado al mar de maldad que suponía la capital. Madrid te hace tan anónimo que el hecho de querer destacar hacía que la ciudad te pusiera en tu lugar, y eso a veces era mejor.
Sus temores se confirmaron cuando apareció ella. Sus pantalones vaqueros embutidos, sus botas de piel, su blusa celeste cubierta por aquel abrigo tan gordo, y su bufanda violeta hacían que su rostro pasara desapercibido, pero ese rostro jamás podría pasar desapercibido si no fuera porque ella se lo hubiera propuesto. Su melena anaranjada quedaba recogida en una coleta  simple pero recatada. Su sonrisa entrecortada al verle hizo que Roberto sintiera como el corazón le daba un vuelco, diera varios tirabuzones en el aire y se incorporara en su sitio con la fuerza de un tifón.
Mientras ella se sentaba al otro lado de la mesa, Roberto comenzaba a oír el crepitar de las gotas contra el suelo de nuevo. Realmente era un día muy triste y anodino. Al quitarse el abrigo y la bufanda, pudo ver de nuevo esas pecas que la hacían tan especial. A Roberto le costaba un mundo contenerse en el sitio, por lo que su tic comenzó a manifestarse sin temor. Su pierna derecha comenzaba a dar botes mientras, debajo de la mesa, retorcía con nerviosismo el mantel. Roberto no sabía cómo podía comenzar la conversación, y se sintió muy aliviado cuando María le ahorró ese mal trago.
-Bueno, ya estoy aquí, tú dirás…
No ayudaba cuando trataba de ser tan franca, pero esa era una de las muchas cosas que tanto le gustaban a Roberto. Roberto llamó al camarero y pidió dos cafés para ganar algo de tiempo, y medir sus próximas palabras. Era muy importante elegir el momento. El camarero tomó nota con parsimonia y marchó a la barra.
-¿Qué tal el día?
-Bien, dentro de lo que se puede decir. Este tiempo hace que toda la gente esté mustia, y las clases hoy no han ido muy bien…
-La verdad es que si. He llamado a Sergio esta tarde y todavía continúa algo tocado por lo de Silvia… Necesita una primavera como el comer.
-Creo que la necesitamos todos.
María se esforzó por sonreír, pero sus ojos dejaban ver que estaba muy cansada. Cansada de las clases, del ser humano en general y de los hombres en particular. Tampoco ella lo había pasado especialmente bien en relaciones, y Roberto no sabía si hacía bien intentando plantear otra. Decidió sacar el tema de otra manera.
-Anoche Silvia… Estaba algo triste cuando la dejé en casa.
-Ah, ¿quedaste con Silvia?
-¿Te molesta?
-Para nada. Y dime, ¿qué hicisteis a mis espaldas?
A Roberto se le heló el corazón.
-Fuimos al cine. La verdad es que tenía ganas de ver una película que acababan de estrenar. Se llamaba Primavera en vergel, de Kurosawa. Te lo habría pedido a ti, pero llevas días sin hablarme…
-Y por eso te llevas a mi amiga. Creo que lo que quieres es tratar de salir con ella, y a Sergio no le va a gustar.
Ya eres mía – Pensó Roberto.
-No es con ella con quien estoy intentando salir, boba.
María miró fijamente a Roberto, sin ceder un ápice de amabilidad o de inquietud. Era un témpano de hielo, y no mostraba ni una sola emoción. El ocre de sus ojos pareció extenderse hasta rodear a Roberto en la más absoluta oscuridad, para engullirle a un vacío que le resultaba tan ajeno y tan familiar que le hacía sentir como el hijo pródigo que volvía a casa tras haber fracasado en todo cuánto había emprendido en esta vida. Roberto comenzó a sentirse ajeno tras esa primera punzada de dolor que acompañaba la mirada de María. Se sentía como si fuera otra persona, que mirara la escena desde algún punto en los alrededores, y se sentía con la posibilidad de romper a reír en cualquier momento debido a lo irónico de la situación. Tras un instante que pareció eterno, en el que la tensión se podía cortar con el vuelo de las alas de una mosca, decidió volver a llevar a cabo la táctica inevitable e ineludible en su corta existencia: poner pies en polvorosa.
Fue por ello por lo que se levantó con parsimonia, esperando quizás que la voz de aquella pelirroja le detuviera. Al soltar el mantel, éste no recobró su forma, y se quedó arrugado y parcialmente desgarrado debido a la tensión anterior. Se estiró la gabardina, se colocó la bufanda, y dejó un billete de cinco euros en la mesa.
-No tiene importancia. – Dijo Roberto al despedirse de María. – Quizá vi cosas que no eran. El café corre de mi cuenta. Es muy amargo, pero a mí me gusta. Dos terrones serán suficientes.
-Quédate, y hablamos con calma. No te he dicho que no. – Dijo María, que parecía divertida con todo esto.
-Me quiero acercar al jardín botánico a ver a LaVeu, que desde que consiguió la cátedra no he tenido la oportunidad de verle.
-El catalán te ha esperado cuatro meses, y puede esperarte media hora más. Si te vas, a quién no volverás a ver es a mí. – La sonrisa de María se esfumó, o tal vez sólo la imaginó, cruel y astuta.
Roberto dudó un instante, antes de recordar que su hombría se alojaba al fondo del local, con el vestido que llevaba María, y que le hacía señas de despedida con la mano. Roberto nunca había sido valiente, pero jamás se había imaginado a sí mismo vestido de mujer. Aquella imagen le hizo  esbozar una sonrisa entrecortada, y retrocedió hasta sentarse de nuevo. Su pierna derecha volvió a marcar el ritmo de la canción que sonaba, mientras sus manos agarraban de nuevo el mantel. En ese momento, Hinder amenizaba el día con su balada, “Better than me”.
-Bueno, pues si no es un no, como dices, explícame la situación.
-Creo que por una vez deberíamos ser honestos el uno con el otro, ¿no es así? – La sonrisa de María apareció en una milésima de segundo, evaporada o ilusoria quizá. – Silvia…
-Olvídate de Silvia. No es nadie de quién tengas que preocuparte.
-Me gustaría creerlo, de verás te lo digo. – Su sonrisa, antes divertida, se tornó con un cariz oscuro en amargura, desidia y decepción a partes iguales. Una mujer necesita oír lo que su cabeza quiere para no sentirse infravalorada o engañada. Roberto lo aprendería con el tiempo.
-María, dime qué está pasando, porque no entiendo nada.
-¿Recuerdas aquella mañana en el Retiro, cuando nos encontramos por casualidad?
Roberto recordaba ese momento cada día de su vida. Habían pasado cinco meses, pero ese recuerdo continuaba en su mente tan vivo como en el momento en el que estaba sucediendo.
-Yo paseaba con mi hermano Pablo. – Dijo finalmente Roberto. – Tú corrías alrededor del estanque, y recuerdo que Silvia y Sergio iban contigo. Ellos continuaron corriendo y tú te paraste a saludar a Pablito. – al recordar, una sonrisa se filtró en su rostro, casi como un acto involuntario. Al fijarse, María tenía la misma cara. – Me pediste que te recomendara a algún poeta que no tuviera el arraigo en los círculos de literatos.
-Esa gente sabe tanto como lo que ignora, y alza a auténticos mediocres mientras que los auténticos talentos viven sin nada que comer.
-Recuerdo que tú ibas con un vestido de flores, y con unas sandalias. Llevabas una cinta amarilla que te recogía el pelo, y una flor de papel roja en uno de los tirantes del vestido.
-Jamás pensé que serías tan detallista, Roberto. No pensaba que te acordarías de eso.
Era cierto, Roberto siempre había sido muy detallista para recordar los grandes momentos. Cada vez que pensaba en alguna cita, o en algún momento importante, Roberto era capaz de recordar hasta el almuerzo que había tomado aquel día. En una ciudad como Madrid, en la que cada minuto se evapora sin que nadie pueda evitarlo, Roberto sentía la necesidad de hacerle homenaje a ese Dios artificioso que se divierte viendo como nos consumimos día a día. Y era muy cierto que recordaba aquel momento con una precisión de reloj, pero no era todo lo bello que cabía esperar.
-Me dijiste que Julián te había colocado esa flor. – Dijo finalmente Roberto. María no supo que decir, simplemente bajó la mirada y guardó silencio. – Dime si puedo yo fiarme de Julián. Silvia es una persona maravillosa, y la quiero como si fuera mi hermana. Precisamente por eso jamás se me pasaría por la cabeza hacer nada con ella. – Roberto se levantó de la mesa, mientras apuraba el café. - ¿Puedes decir lo mismo tú?
María contempló pausadamente a Roberto, sin ceder ni un ápice de pena o de remordimiento. Tanta frialdad podía escamar, pero a Roberto le parecía que era precisamente eso lo que le daba un aura de misterio y, en cierto modo, de solemnidad. Mientras daba un sorbo a su café, se apartó un mechón de su cabello rojizo, y al dejar la taza sobre el platito colocado sobre la mesa, dejó entrever una mueca debido a lo amargo del café. Pasó una servilleta por sus labios carnosos y después la hizo una bola, que a continuación depositó en el borde del platito, junto a la taza.
-Somos unos celosos. Los dos. – María posó la cabeza sobre su mano, dando una imagen angelical y a la vez traviesa. - ¿Y por qué deberíamos? Al fin y al cabo, yo no soy nada tuyo ni tú eres nada mío.  Tan sólo somos dos amigos, ¿no es así? Hasta donde yo sé, Julián es un poco gay. – Su sonrisa volvió a aparecer por un instante al ver la cara de sorpresa de Roberto. - ¿No te lo esperabas? La verdad es que cuando me lo dijo pensé que me estaba vacilando, ya sabes el humor que tiene. Pero si, tu gran enemigo no te presenta ninguna competencia.
-Eso explica lo pesado que ha sido estas semanas. No dejaba de hablar de ti, y pensé que quería que le dijera algo sobre ti para que se acercara un poco más, y no lo habría soportado.
-Los hombres sois realmente simples. – La pequeña carcajada de María denotaba malicia, y movía su mano lentamente por la mesa con el dedo índice formando un círculo en la tabla. – Lo que hacía era intentar sacarte información de lo que opinabas tú sobre mí. Como te digo, Julián no te supone ninguna amenaza, ni te la supondrá nunca. Aunque no fuera gay, jamás podríamos tener nada.
-¿Por qué?
-Es sencillo: no me gusta. Me gustas tú. Con tus estúpidos celos y con tus excentricidades.
Roberto enmudeció durante un momento. Su mirada parecía perdida en el rostro de María, mientras su cabeza, vacía como cuando era un crío, no le daba ninguna salida airosa a ese envite de María. Lo único que quería era lanzar la mesa lejos y lanzarse sobre ella, besarla hasta que se quedara sin saliva y amarla hasta que saliera el sol. Quizás eso habría sido lo mejor, porque en las cuestiones de corazón, siempre es mejor que el cerebro se esté quietecito mirando junto con las agallas y la hombría en las mesas de alrededor. Sin embargo, comenzó a cavilar qué iba a decir, mientras María comenzó a perder su vista decepcionada en los transeúntes que atravesaban la calle de Abada.
-¿Sabes? – dijo finalmente Roberto. – Pensé que esta historia sería una simple historia de amor, de esas de las que todo acaba mal, en la que nunca volveríamos a saber el uno del otro y en las que me pasaría meses pensando si me porté bien contigo o no.
-Ahora eso depende de ti. – La mirada de María era desafiante, y no sin motivo. Había sufrido tanto con anteriores relaciones que probablemente, igual que Roberto, tenía miedo de equivocarse de nuevo. Quizás necesitara esa inyección de moral que te da el saber que por una vez has tomado una decisión correcta.
-Navegué durante tanto tiempo en un mar de dudas y de incertidumbre que me olvidé de lo realmente importante. Siempre zozobraba, siempre me sentía aletargado ante los sueños que veía inalcanzables y ajenos a mi. Ahora puedo cumplir uno, y… no sé cómo debería sentirme. ¿Debería sentirme bien? ¿Debería sentir pena por la situación? Podría decir que sigo sumergido dentro de un tifón con forma de titán que está a punto de aplastarme y de hacerme aún más débil de lo que ya soy. Pero aún con todo, aún conservo una mínima esperanza. Quizás sea la de ese niño que después de veintitrés años sigo siendo. Un niño alocado y miedica que suplica con la mirada tus labios y que anhela tanto como el agua sentir tus abrazos y tus temblores inseguros. Quizá será que por mucho que pasen los años, y por muy maduros que nos creamos, en el fondo seguimos siendo en esencia las mismas personas durante toda nuestra vida, y quizás por eso tengo miedo a dar el paso y romper la incertidumbre. Y, después de tanto tiempo, por fin tengo a mi alcance todo lo que he querido desde que nos conocimos, y no puedo dejar de sentir pena por mí mismo. Quizás dejé escapar demasiado tiempo y por ello quizás he convertido este momento en algo aún más especial, pero en parte vacío.
Roberto miró con ternura a María, que le miraba de forma desconcertada e intrigada a su vez. No se atrevía a interrumpir a aquel  chico tan tímido que por una vez era capaz de entablar una conversación de más de tres frases seguidas sin trabarse o sin que los nervios le traicionasen.
-En el fondo sé que todos los quebraderos de cabeza han merecido la pena, que todas nuestras acciones han tenido y tienen algún tipo de sentido y que nos han llevado a esta conversación. Estoy contento, pero no dejo de darle vueltas a la cabeza.
-Ese ha sido siempre tu mayor defecto. – Dijo María mientras se inclinaba sobre la mesa y se acercaba a Roberto. – Y tu mayor virtud, mi filósofo.
Y ambos se fundieron en un beso infinito. En ese momento, el local se fundió en una espiral  de vacío inexistente, dejando claro que lo único importante estaba conectado en cierto modo. Roberto no olvidaría nunca ese momento. María lo recordaría cada noche que estuvieran juntos, y de hecho, cada martes 24 de diciembre se acercaban al Café Plaza de los Sueños para mantener vivo ese beso que les acompañó durante el resto de sus vidas.

Fin… de momento.

Es probable que a los lectores habituales del blog les choque muchísimo este tipo de temática en un blog con las historias anteriores. Simplemente  quería mantener el blog con vida, y con ello haceros saber que sigo escribiendo a pesar de que llevo unas semanas sin publicar nada. Que no cunda el pánico, estoy en diferentes proyectos, y al blog le dedico el tiempo justo que me dejan la universidad y los otros proyectos, pero Sin Nombre continúa, y pronto tendréis noticias.

viernes, 2 de agosto de 2013

In Medias Res II: J'ai Fait Une Promesse(parte VIII-Final)

Alberto había decidido esperar en la casa de Tobías, sin saber exactamente qué era lo que tenía que esperar, mientras su viejo amigo se acercaba a la llamada de la muerte. Sus ojos, congestionados por la angustia de la despedida, todavía le escocían de una manera lacerante. Cuando llegó a la casa, decidió buscar papel de cocina, para limpiar sus fosas nasales, y cuando lo consiguió, no pudo evitar sentir un cierto alivio comedido.
Mientras esperaba, comenzó a ojear de nuevo la Constitución de la Anarquía. Ahora estaba vacía. Ni una sóla palabra destacaba dentro del fondo blanco del papel. Alberto lo tiró al suelo con rabia. Aquello podía significar que había perdido todos sus miedos, pero jamás significaría que había perdido su condición de ser humano. Él podría seguir sintiendo rabia, repulsión, angustia y nerviosismo, pero sabía que también podría seguir sintiendo cariño, compasión y amor. Y se dijo a si mismo que lo potenciaría.
Alberto decidió en ese momento agacharse a recoger el libro, cuando vio unas palabras que brotaron de la nada: Ántimo vive. De su boca brotó una risa nerviosa, mientras se alejaba del libro. Su risa incontrolable dominaba la silenciosa habitación, y pronto comenzó a sentirse un eco que, si bien ficticio, no dejaba a Alberto pensar con claridad. Alberto señalaba al libro mientras se alejaba, pero en un momento dado, sus piernas tropezaron con el andrajoso sillón, y Alberto acabó sentado contemplando aquel dichoso libro en el sillón al que Tobías tenía tanto cariño. Su risa nerviosa parecía cobrar vida y mayor volumen a cada segundo que pasaba, y el miedo aumentaba dentro de Alberto, como una daga que se introduce lentamente en tu esófago y no te deja respirar con soltura.
-Ese sillón tiene una historia. ¿Lo sabías?
Alberto se dio la vuelta a la mayor velocidad que pudo, cuando contempló el cuerpo de Tobías. El cuerpo de Tobías le miraba fijamente, con la boca entreabierta, mientras un reguero de saliva caía sobre su ya sucia camisa. Toda la solemnidad que aquel viejo poeta intelectual transmitía con tan sólo chasquear unos dedos, se había esfumado por completo. Ahora tenía ante si a la sombra de lo que había sido su gran amigo. Un cuerpo que comenzaba a mostrar rasgos de no poder más, con una mente que debió haber muerto ciento cincuenta años atrás. Albertó pensó durante un momento en lo irónico que era que, después de todo lo que decía la gente que se creía única, lo físico o lo superficial hubiera sobrevivido a la mente más lúcida que había conocido jamás. Todos aquellos filósofos de bar se equivocaban.
<<Y lo peor es que no me preocupa>> - se dijo a sí mismo.
-Tu amigo Tobías adquirió ese sillón hace unos meses. Estaba ultimando su novela cuando llegó a sus manos aquel sillón tan destrozado. Es un objeto que ha sobrevivido a varios dueños, pero uno de ellos era singular sin duda…
Alberto se estaba empezando a cansar de que alquel monje hablara siempre en clave.
-Hubo una vez un hombre. Se llamaba Stefano, y vivía en Buenos Aires. Era un adicto a la heroína, que poco a poco fue reinsertándose en la sociedad. Sin duda, una historia de superación.
Alberto se preguntaba cómo era capaz de conocer conceptos tan modernos, y comenzó a sospechar que Tobías le estuviera tomando el pelo.
-Ese hombre sufrió la perdida de su amada. En dos ocasiones. Y cuando ya no pudo más, cuando su alma estaba a punto de romperse en mil pedazos, hubo una persona que le dio una salida, una nueva oportunidad. Y entonces Stefano lo dejó todo para trabajar con él. Y nunca más volvió a llamarse Stefano.
-¿Cómo sabes todo eso?
-Tobías lo sabía en parte. Pero la mayoría lo sé por mis propias fuentes. El cuerpo de inteligencia para el que trabaja me da este tipo de secretos.
-¿Y en qué me beneficia a mi saber todo esto?
-Oh, créeme, esa información te salvará la vida en un momento dado, cuando te lo indique. Ahora debes tener fe ciega en mí, como yo la tuve en el Dios equivocado.
Alberto dudó. Miró fijamente lo que quedaba de su amigo Tobías. Una mirada que seguía manteniendo el magnetismo del anterior dueño, pero que realmente distaba mucho de ser el que era. El reguero de saliva llegaba ya al suelo, y ese defecto le hacía parecer un enfermo con deficiencia mental. Sopesó las posibilidades. Pensó en denunciar a la policia el asesinato de su amigo, pero la policía no le creería, porque Tobías aún se movía, aunque no fuera Tobías realmente. Pensó en contarlo a su amigo Jorge, pero tampoco le creería. Así que finalmente aceptó, a pesar de que nunca podría confiar del todo en Ántimo.
-Lo que voy a revelarte ahora no debe salir de aquí, Alberto. – Dijo Ántimo desde el cuerpo de Tobías. – el rey y el presidente de España están muertos.
-Eso ya lo sé – Dijo Alberto con inquina.
-Todos los diputados han muerto a manos de ese asesino.
Aquello cogió de sorpresa a Alberto. Jamás pensó que un militar podría llegar tan lejos. Sabía que los aeropuertos habían prohibido las salidas de aviones, que los paises fronterizos habían cortado las comunicaciones con España, pero pensó que con esa actitud, quizá Bucher se daría por vencido. No era así.
-En Libia se ha visto a un hombre recubierto de metal disparar desde sus brazos a gente inocente, en un lugar donde antes había explotado un elemento explosivo.
-Una bomba. – Corrigió Alberto. – ¿Hablas de robots?
-Aún no estoy familiarizado del todo con la nomenclatura de este momento, pero pronto saldremos de dudas. Muchos paises están atacando a sus vecinos, y el presidente de las Américas…
-De los Estados Unidos.
-Ha declarado que si Bucher no para la masacre lanzará cuatro bombas sobre España. Creo que estamos lejos de su trayectoria, pero aún así debemos ser rápidos.Nos iremos a Valencia, donde nos esperan unos amigos míos. Pero deberemos ser cautos. Tú dejarás de llamarte Alberto, y no volverás a hablar de tu pasado. A nadie. Ahora vas a llamarte el Rey sin Reino.
-¿Qué clase de estupid…?
-El Rey sin Reino. Es un nombre en clave, pero nunca deberás dar tu verdadero nombre. Siempre deberán referirse a ti como alteza. Si, te tomarán por loco, pero precisamente eso nos salvará a los dos. Mi objetivo no es fácil, pero con los adeptos que se nos unan tendré la campaña más fácil. Sólo deberás hacer lo que te diga. Yo estaré en la sombra, porque la toma de este cuerpo… - titubeó. - no ha salido todo lo bien que hubiera esperado.
-Salta a la vista. – Dijo Alberto con algo de sorna. - ¿Qué pasó?
-Tardamos demasiado en terminar la trasposición de almas – dijo Ántimo solemne, como si Alberto debiera saber lo que aquello significaba. – No hay tiempo que perder si queremos empezar a trabajar. Te revelaré mi misión por el camino, pero ahora es mucho más fácil. Con todo lo que está ocurriendo, pasaremos algo más desapercibidos. No podremos parar la guerra, pero podremos parar el fin de la raza humana.
-Nos estamos autodestruyendo… - Dijo Alberto con una pena que ensombreció su rostro.
-No, amigo mío. – Dijo Ántimo, saltando casi como un resorte. – Llevamos años autodestruyéndonos. A nosotros mismos, a los que nos rodean, y a todos los que nos rodean. Nuestro instinto de supervivencia se convirtió pronto en una carrera por la supremacía sobre las otras especies animales, y esa carrera prontó se convirtió en un acto de soberbia constante, desde que Ellos nos dieron esto. – Ántimo se señaló la cabeza. – Nuestra capacidad de razocinio ha sido la mayor de nuestras condenas. Nos dimos cuenta, o eso quisimos ver, de que no sólo éramos mejores que el resto de seres vivos de este planeta, sino que además podíamos hacer con ellos lo que quisiéramos. Y así están las cosas, con miles de razas de animales y de plantas únicas extinguidas. Animales que nunca volverán a poblar estos lares. Pero no nos contentamos sólo con la caza indiscriminada o con la tala imparable de árboles. – Ántimo se arrodilló con un crujido sonoro de sus rodillas. – También creamos materiales nocivos para estos seres, con tal de autodestruirnos. Experimentamos con ciertos animales “débiles” para poder crear cosméticos que nos hagan más hermosos, sin querer darnos cuenta de que todos tenemos nuestra propia fecha de caducidad. Y eso podría aplicarse también a…
-La industria farmacéutica. – Acotó Alberto, como si pudiera leerle el pensamiento.
-Medicamentos que nos alargan un poco más nuestra vida, acabando con la de millones de animales. Otros que nos curan una gripe, manchada con las vidas de miles de plantas. No, amigo. El hecho de que ahora los seres humanos vayan a aniquilarse entre ellos es lo mejor que le podría pasar a La Tierra. Cuando no quede un solo hombre en pie, la Tierra podrá descansar.
-Pero, sin embargo, vamos a intentar salvarles. – Respondió dubitativo Alberto.
-Si, pero no a cualquiera. Y por supuesto no para volver aquí. Ellos ya cometieron el error una vez, con las dos extinciones anteriores.
-¿Dos?
-La primera fue la de sus primeras creaciones, aquello a lo que vosotros habéis denominado “dinosaurios”. La segunda fue la de ellos mismos. Pero, al igual que no todos los dinosaurios están muertos, y quedan algunos herederos en la Tierra, tampoco todos Ellos murieron, y vigilan decepcionados a sus herederos aquí. No van a dejar que os extingáis, y os guiarán como un hermano mayor. Pero tendremos tiempo de hablar de ello, y volver y volver. Tengo la sensación de que no eres el único que busca respuestas desesperadamente para entender esta maraña esotérica.Sólo debo pedirte paciencia, y que nos pongamos en marcha. Nos esperan en Valencia para comenzar con el plan.

Tobías.
Tobías se quedó en aquel lago.
No se volvió a saber nada de su alma. Pero al menos Ántimo se encargó de que sus últimos instantes fueran memorables.
Tras decirle que los seres que pueden usar toda la capacidad de su cerebro son desgraciados, comenzó la transhumanización de Ántimo al cuerpo de Tobías. El alma de Tobías moriría en ese momento, pero aquello no le importaba. Iba a encontrarse por fin con su difunta esposa y con su arrebatado hijo, y aquello le daba el calor y las fuerzas suficientes para continuar. Lo que sintió a continuación fue extraño: vio un rayo, del que salieron unas sombras extrañas, que no alcanzó a distinguir. Una silueta femenina llevaba un carcaj, otra silueta parecía tener la cabeza de un pájaro, y otra silueta llevaba algo parecido a un arpa, y recitaba versos ininteligibles. Pero Tobías estaba tranquilo. Ántimo le introdujo en un sueño profundo, en el que se vio recorriendo praderas interminables cogido de la mano de su esposa y de su hijo, y con su pequeña hija subida en sus hombros. Los cuatro caminaban con el ritmo acompasado y con una alegría que parecía innata hacia un castillo de cristal, resguardado por una muralla de nubes y unos soldados que por armadura llevaban un libro y por arma un bolígrafo. Desde allí se podía mirar hacia abajo y se podía ver la condena de su especie, amarrados a la televisión, negándose a si mismos lo que Ellos les habían otorgado: la capacidad de pensar.



Al entrar en aquel castillo, los manjares más exquisitos que pudo degustar en vida se aparecieron. Tobías sabía que aquel era su particular paraiso. En ese momento se dio cuenta de que ya no estaba vivo, pero eso no le importaba. Después de mucho tiempo, por fin era feliz, a pesar de que aquello era probablemente sólo un sueño.
Pero, ¿Por qué contentarnos con un paraiso predefinido para todos?
¿No podría existir la posibilidad de que, después de que todo acabe, cada uno tuviera su propio paraiso?¿Su propia realidad distorsionada a la enésima potencia? Simplemente, ¿Para que nuestra alma fuera finalmente feliz?
Mira a tu alrededor y cuestiónate si eres realmente feliz. Mira a tu alrededor y cuestiónate si no puedes hacer nada por cambiar el mundo que te rodea, aunque sólo sea un poco. Las grandes historias no empezaron nunca desde lo alto, y ahora es tu oportunidad de aportar tu granito de arena para salvarte. Para salvarnos a todos.
Porque cuando me enteré de lo que había pasado, ya era tarde para salvar a Tobías, pero no para honrar su memoria. Y lo hice. Lo alabé tanto como jamás pudieras imaginar, porque cuando su alma se durmió, allí pereció el último ser humano que merecía la pena que se salvara.
No le dio miedo la muerte, porque cuando se imaginó en aquel paraiso, se sintió como un Dios en aquel lugar. Y vio que era bueno. Sus remordimientos y su angustia desaparecieron cuando murieron, así que tómate la vida un poco menos en serio, y recapacita sobre tus acciones. Cambia lo que no te pegue del todo, y mantén a quienes te hacen bien.

Tobías murió allí, no así su obra, que seguirá en todos nosotros a través de este relato. Y mientras yo he honrado su memoria de esta manera, Alberto lo hará de otra, estoy casi seguro de ello. No quiere despedirse este bloggero anónimo sin reconocer que lo que realmente calmó a Tobías no fueron las promesas de una vida más allá, ni de la reunión con sus seres queridos, que él ya creía imposible aún con la muerte. No, lo que le tranquilizó fueron aquellas hipnóticas palabras por las que cayeron Nº8, Stefano, Ántimo y ahora Tobías: Dame tu fe, abrázame.

lunes, 1 de julio de 2013

Sin Nombre. Capítulo XI

7 de agosto. 30 días dentro del búnker.
Tan sólo quedaban diez días para que salieran de ese cuchitril. Tan sólo quedaban diez días para volver a ver la luz del sol, para volver a sentir la brisa en sus caras. Sólo diez días, y serían libres.
Aquella mañana(aunque deberíamos hablar de estos términos con muchas comillas, pues, como ya he dicho anteriormente, nuestros personajes habían perdido la noción del tiempo) Ramón decidió soltar a Carlos, con la condición de que no intentara nada raro hasta que hablara a solas con él. Carlos accedió, pero pidió que se amordazara a Bucher en el periodo que ellos hablaran, para que no intentara volver las cosas más complicadas. Bajo estos términos, la conversación tuvo lugar.
-Carlos, siento haberte tenido tanto tiempo amordazado, pero necesitábamos calma, y me sentí amenazado.
Así comenzaba a hablar Ramón, que buscaba con mucho cuidado cada palabra que tenía que decir. Trataba de ser breve pero a la vez claro, sin ser cortante. Siempre buscaba un tono conciliador, y trataba de mostrar frialdad pero cercanía a la vez, con gestos con los brazos o con medias sonrisas. Pero el ambiente no ayudaba. Aquello era casi una guerra civil, a pesar de los entrañables momentos que Laura hacía sentir a todos. Quizá ella era la llave de la cordura allí dentro. Mientras ella estuviera allí dentro, todos mantendrían la calma.
-Te agradezco el orden que has mantenido durante el tiempo que estuve incosciente. De verdad, agradezco que nada se fuera de las manos.
-No fui sólo yo. Amordacé al que creó los problemas, y el resto nos fuimos conociendo poco a poco.
-Sea como sea, gracias. Y quiero que sepas que no te juzgo acerca de lo de mentirme sobre lo de tu familia. Creo que aquí hay más gente que miente, empezando por mí mismo.
Carlos comenzó a mirar de forma extraña a Ramón. No se fiaba de él por mucho que le hubiera soltado, pero tampoco era el momento de montar una escena. Ese era el momento de escuchar.
-Antes de que digas nada – prosiguió Ramón. – No conocía de antes a Bucher, como ya dijiste. No es acerca de eso sobre lo que os estoy mintiendo.
-¿Y entonces qué es?
- Es simplemente que… Le conocía porque siempre he estado al tanto de las noticias del ejército. Siempre es mejor conocer a quien te proteje que a quien te quiere atacar. Así sabes lo que tienes que hacer. Siempre supe como enterarme de cierta información. Tengo mis contactos, y sé moverme. Además, siempre tuve un sexto sentido para oler los problemas, y siempre tuve un séptimo sentido para atraerlos a mí. No sabría explicarte porqué, pero sabía que él acabaría viniendo a mí, y algo me decía que tenía que estar preparado. Tal vez fuera el miedo de perder a Helena, tal vez fuera el miedo a que una bomba acabara con todo. Pero creé este búnker y ya no hay vuelta atrás. Mis cosas están aquí, pero… - A Ramón se le entrecortó la voz. Tal vez era la primera vez en mucho tiempo que mostraba alguno de sus sentimientos escondidos. Desde la aparatosa caida, había tratado de aislarse de todos los que se encontraban a su alrededor, y aquello lo conseguía mostrándose frío, distante y calculador. Prefería escuchar a tomar decisiones, y cuando lo hacía, pasaban a ser drásticas e irrevocables. – Pero ahora Helena está muerta, y Ángela, Ángela también…
Tal vez fuera un espejismo de todos los allí presentes, pero parecía que a Ramón se le sañía una lágrima de la mejilla. Tal vez fuera porque todos menos Bucher estaban esperando el mínimo motivo para romper a llorar, pero, aunque aquello fuera un espejismo, aunque sólo fuera una alucinación del calor y de los olores de allí dentro, tan sólo eso bastaba para que a Claudia se le hiciera un nudo en la garganta y no pudiera hablar. Carlos parecía mucho más tranquilo que anteriormente, porque por fin había descubierto que Ramón era un ser humano más,  que tenía sentimientos y miedos, y aquello le hizo ver la situación con otro cariz. Ahora, tal vez no estuviera sólo contra el general.
-Pero, no lo entiendo. – Se apresuró a decir Verónica, mientras miraba cómo Laurita dibujaba un girasol con el bolígrafo rojo. – Nunca me has hablado de Ángela…
Y tal vez fuera porque se dejó llevar, pero Ramón dejó ver su gesto de preocupación al darse cuenta del error que había cometido.
-No es nadie. – Dijo la dudosa voz de Ramón, llena de matices nerviosos y de pausas diminutas. – No es nadie. – Se limitó a repetir, de forma más segura y tajante.
-¿Algún tipo de amante? – Insistió Verónica, no sin un poco de sarna en el tono.
-Ángela fue una chica con la que salí hace tiempo. Pero creo que no es el momento de hablar de ello.
-Pues yo no veo mejor momento para ello. – Dijo Carlos, de pie, justo al lado de las armas, mientras miraba la suciedad que había en sus uñas. – Al fin y al cabo, yo soy un mentiroso, y lo he reconocido. Bucher ha colaborado, al menos nos ha dado algo de información. Pero, ¿Qué hay de ti? Sabemos que eres vecino de Verónica y de Claudia, y nada más.
Ramón miró al resto de asistentes a la conversación, y pidió que se sentaran alrededor de la mesita contigua al sofá.

-Cada vez que me acuerdo de ella, mi cabeza no deja de repetir las últimas palabras que me dijo: “sólo tú me haces sonreir”.
Así empezaba Ramón a contar su particular historia de cómo llegó hasta aquí.
-Cuando era joven tuve que mudarme a Argentina con mis padres. En aquellos momentos Argentina era receptora de muchos europeos. En especial eran italianos, pero también se trasladó una gran masa de gallegos. Yo era muy joven para acordarme, por lo que no me acuerdo de nada de mi primera etapa en España. Recuerdo mi adolescencia. No hacía nada más que meterme en líos, con un gran amigo, y en más de una ocasión tuvimos que vérnoslas con la policía. En cuanto a las chicas, no me iba mal. Un par de besos con una, un magreo tonto algún viernes cuando ella salía de la academia, y quizás algún sábado algo rápido en alguna discoteca. Fue ahí cuando me di cuenta de lo mucho que os gustan a las chicas los rebeldes. – Verónica se limitó a sonreir, mientras Claudia dejaba ver su mejor cara de póker. – Una chica era capaz de saltarse sus clases de tango y de italiano con tal de que la diera una vuelta en mi moto. Lo tenía todo hecho, y entonces…
Verónica, Claudia y Carlos escuchaban con atención, en ocasiones divertidos, en ocasiones nostálgicos. Laurita pintaba en un rincón, y Bucher… Bucher se limitaba a escuchar por resignación.
-Fue en ese momento – prosiguió Ramón – cuando mi amigo volvió a España, y yo me quedé sólo. Las chicas se iban, continuaban su vida y comenzaban a estudiar para ser algo en la vida. Yo tenía mi chupa de cuero, mi moto y mis discos de Tequila. Y comencé a frecuentar sitios que no debía, y a juntarme con gente que no me aportaba nada. Cuando me quise dar cuenta, era un adicto a la heroína.
Aquello pareció sorprenderles a todos, porque hasta Bucher tenía los ojos como platos.
-Entonces conocí a Helena. Salí con ella durante un año y medio. Teníamos grandes planes. Íbamos a mudarnos a un ático para vivir juntos. Pero yo… yo… - La voz de Ramón se entrecortaba, se le veía congestionado por la angustia, y sus ojos desbordaban preocupación. – Yo debía dejar la heroína. Y me negué a ello. Renuncié a Helena por esa puta droga. La noche que me dejó me tomé una dosis doble. No sé si quería matarme, o darla una lección a ella. Lo único que quería era volar. Y… La vi. Vi a Ángela. Un vestido a modo de camisón rosado, con una flor en el hombro izquierdo, una diadema lila a medio caer y el rimel corrido por toda su cara. Traté de acercarme a ella, pero me resbalé y caí. Ella rapidamente se acercó a mí, y al ver la marca de la jeringuilla en mi brazo no pudo hacer otra cosa que romper a llorar. Yo traté de ponerme de pie, y la dije que una preciosidad como ella no podía llorar de esa manera. Y me ayudó a ir a su casa.

-Cuando desperté a la mañana siguiente en aquel sillón de cuero, allí estaba ella, tan preciosa como siempre. No había podido cambiarse. Se pasó la noche entera mirando cómo dormía. Me dijo que había temido por mi vida, porque en un momento dejé de respirar. Aquello me llenó de vergüenza, y me dije a mi mismo que dejaría esa puta droga si con ello conseguía tener a Ángela a mi lado. Cuando desperté, me abrazó con todas sus fuerzas, y lloramos durante horas. Ella lloraba por su novio. Horas antes había muerto en un accidente de tráfico mientras iba a buscarla. Y yo lloraba por Helena. Pronto, esas horas pasaron a ser horas, y nos convertimos en un apoyo imprescindible para salir de la depresión en la que estábamos. Pronto nos volvimos grandes amigos, y fue cuando me enteré de que Helena se había ido a España por un asunto de trabajo. A los pocos meses, Ángela me confesó que estaba enamorada de mí desde que me vio despertar aquella mañana. Y me prometí a mi mismo que cambiaría por ella. Sólo por hacerla feliz, sólo por verla sonreir.
Claudia miraba a Ramón con dulzura, con una sonrisa capaz de camelar a cualquier niño con sólo mirarla. Verónica mientras miraba algo más reservada a Ramón. Se estaba encontrando con que su vecino era una persona completamente diferente de lo que se había imaginado. Un ex adicto a la heroína. ¿Por qué no se lo había dicho antes?
-íbamos a las colinas a ver las estrellas, y ella me recordaba cada día qué constelación era cada una. – Continuó Ramón. – Íbamos al cine, la recogía del trabajo cuando salía, incluso comencé a trabajar como profesor allí. Para mí, cada día que pasaba era un día de San Valentín. De hecho, no celebrábamos San Valentín. Teníamos nuestro propio día: San’Palagao, el 13 de junio. Fue una fecha al azar que elegimos cuando llevábamos dos años juntos, pero se convirtió en una tradición.Fue por esas fechas cuando me di cuenta de que Helena había comenzado a salir con mi mejor amigo, y dejé de hablarles. Me sentí traicionado, y no pude soportarlo. Los años pasaron, y sin que me diera cuenta, estábamos celebrando nuestro sexto aniversario. Pero… Ese puto cáncer se la llevó por delante. Se la llevó y no pude hacer nada por evitarlo. Esa enfermedad se llevó toda mi vida, y con ella mis ganas de vivir. Lloré, grité, supliqué a ese Dios que siempre está ahí pero que nunca escucha que me la devolviera, o que me llevara con ella, porque nadie merece sufrir la pérdida de la persona a la que más ama. Volví a recaer en la heroína, y comencé a pensar en el suicidio. Ángela ya no estaba, y si ella no estaba, no me merecía la pena seguir. Fue entonces cuando Helena me hizo una visita, y me dijo que se había prometido con mi mejor amigo. Y les regalé un libro de Nostradamus. Conocía a mi amigo y sabía perfectamente lo que le gustaban las profecías y las conspiraciones. Y esperé con ansiasn que ese libro les jodiera la vida a los dos. Ese libro ahora está en mis manos. Pero cumplí la última voluntad de Ángela, asistí a la boda de Helena y mi amigo, y quedé en paz conmigo mismo.
Carlos escuchaba atentamente, y frunció el ceño al ver que algo no le cuadraba.
-Pero Ramón, ¿Helena no es tu esposa?
Ramón meditó durante unos instantes, y al ver lo inevitable, lo soltó.
-Helena estaba enamorada de otra persona, pero apenas notó el cambio.

Fue entonces cuando Verónica se dio cuenta de que se habían acabado las provisiones.

lunes, 24 de junio de 2013

In medias res II J'ai fait une promesse(parte VII)

Al día siguiente, tuve la oportunidad de que Tobías me concediera una entrevista en su casa. Se le notaba cansado y aturdido, pero en ese momento lo achaqué a las emociones que debía estar viviendo. Supongo que el hecho de que te publiquen una novela debe ser algo digno de celebración, y más cuando has estado toda tu vida persiguiendo ese sueño. A pesar de su avanzada edad, Tobías me parecía esa clase de hombre vivaz que no se dejaba amedrentar por las tesituras del momento. No dejaba que las noticias le afectaran lo más mínimo, aunque en ello pudiera influir el hecho de que no veía la tele. Al menos eso fue lo que me dijo cuando le pregunté por las críticas. Tobías no era un hombre que se tomara demasiado bien las críticas, y mucho menos aquellas que le acusaban de haberse comercializado al pasarse de la poesía a la narrativa. Tobías le dedicó a esa gente unas palabras que no llegué a plasmar en el artículo final por respeto a su memoria, a pesar de que aquello me habría encumbrado. Dijo que la gente que le acusaba de aquellas falacias debería buscarse algo a lo que llamar trabajo de verdad, en vez de gastarse el dinero que ganaban de forma viperina en pañuelos multicolores y en pipas para fumar. Tobías debió enfrentarse a muchos críticos a lo largo de su vida, y, a pesar de que había estereotipado al gremio, sabía de qué palo cojeaban, y los toreaba con una habilidad envidiable.
-Bien, Tobías, para acabar, me gustaría que dedicaras unas palabras a nuestros lectores.
Tobías meditó durante unos instantes, en una imagen que me pareció entrañable. Un hombre en el término de su vida, luchando por mantenerse en la ola de la vida, dando consejos a gente mucho más joven que él y que ya pedía una segunda entrega a su novela. Por supuesto, ese caso nunca se daría, pero es cierto que su novela dejaba ganas de más. Y dejaba con ganas de más poque era él mismo el protagonista, en una obra que rozaba la autobiografía. Los ejemplares se estaban vendiendo como las barras de pan, y era increíble cómo Tobías era capaz de mantener su talante y su humildad. El consejo que dio a sus jóvenes no se me olvidará jamás, por mucho que envejezca, y por mucho que pase por situaciones comprometidas. Era algo… honesto.
-Le diría a todos los lectores de tu semanario que persigan siempre sus sueños, y que jamás se dejen asustar o amedrentar por la gente que les diga que no podrán cumplirlos. Porque sólo tú eres capaz de ponerte tus límites, y tus límites serán siempre ficticios y te impedirán disfrutar de la vida. Mi personaje lo hizo, y, a pesar de que no acaba bien, no se arrepiente de lo que hace, porque decide vivir. Decide vivir la aventura de la vida, y desde aquí os animo a ello.
Para cuando publiqué la entrevista, Alberto ya me había contado la situación.

Aquella misma tarde, Tobías se dirigió al lago. Se sentó en una roca y esperó pacientemente, mientras los jilgueros se posaban en sus brazos y los ciervos acariciaban sus dedos. Las hojas se mecían de forma acompasada, creando una melodía deliciosa de paz y tranquilidad. La luz del atardecer creaba líneas rosadas y violáceas al contactar con las nubes, siempre esponjosas y solemnes. La luna ya se vislumbraba, con toda la plenitud que puede mostrar cuando está llena, y la brisa traía el olor de la tierra mojada contigua al lago. Tobías cogió una piedra y la contemplo. Pensó en lo que debía sentirse al ser una forma inerte de vida, pero recordó que para poder sentir, debes estar vivo. Y lo más importante, debes ser. A su mente vinieron los primeros compases de su canción favorita. Miles Davis siempre le había parecido un genio, y Boplicity era su canción favorita. Siempre que podía, invertía unos minutos en escucharla. Aquello lo calmaba, y realmente echaba en falta aquella canción en ese momento. De pronto, vino a su mente la conversación que había tenido con Alberto por la mañana tras mi marcha.
Tobías se preparaba para marchar al lago, donde le esperaba Ántimo para acabar con todo. Llevaba puestas las mejores galas que puede permitirse un labrador que vive de sus escritos y de su granja, por lo que sus ropas eran más bien humildes. Una camisa gris a cuadros color crema tenue, un pantalón que parecía un chino, pero no llegaba a ser tal, con un cinturón recién estrenado para la ocasión, y unos zapatos a juego con el pantalón. Durante horas había pensado en su ropa. No quería parecer costumbrista, pero se dijo que una vez muerto, a todo el mundo le iba a dar igual cómo fuera vestido. Cuando se disponía a salir por la terraza, vio el coche de Alberto aproximarse por la hera, por lo que se detuvo para despedirse de su amigo.
Alberto tenía otros planes. Después del encuentro con Ántimo, no se había separado de Tobías, y se había convertido en una prolongación de su sombra, saliendo sólo en ocasiones puntuales como aquella. Tenía miedo de que Tobías cometiera lo que a su juicio era una locura. Para Tobías, sin embargo, aquella “locura” era lo inevitable. Por ello las discusiones podían prolongarse durante horas sin solución alguna. Tobías tenía claro que si de él iba a depender la permanencia del ser humano, no iba a interponerse, y se quitaría de inmediato. Si sólo necesitaban un cuerpo, no iba a ser él el que lo negase.
Alberto bajó con el coche casi en marcha, se deslizó por encima del capó y agarró del brazo derecho a Tobías, que lo miraba divertido y sorprendido a la vez, con una sonrisa en la cara entrañable, y contagiosa. Alberto respiró para coger aire, y comenzó la discusión.
-¿No pretenderás ir al lago? – Dijo con una preocupación que iría in crescendo a medida que avanzara la conversación.
-Ántimo está esperándome en el lago. Me dio tiempo para que pensara, y dijo que me esperaría a las ocho de la tarde. Y he decidido que debo ir. No voy a suponer un estorbo para nadie.
-Pero, ¿por qué tienes que ser tú?
-Es sencillo: ahora mismo yo soy una figura mediática, y Ántimo sabe que a él le harán más caso con mi cuerpo que con el tuyo.
-Pero es que sigo sin saber cuales son sus planes, y tú… - Alberto no pudo hablar. Se le hizo un nudo en la garganta. Los pensamientos no le llegaban, y era como si se hubiera roto la conexión con la torre central. Finalmente, recurrió a lo primero que se le ocurrió – Y tú estás incumpliendo tu contrato. ¡La editorial te denunciará!
-Ántimo encontrará la forma de pagar la multa que me pongan. Sed buenos y acomodadle en mi casa, y mostradle las novedades de la era de la información.
-¿Información? ¡Voy a darte información! ¡El rey ha muerto! ¡Le han disparado en la cabeza!
Tobías se quedó petrificado. ¿El rey? ¿Quién podía atentar contra el propio rey de España? ¿ETA? No podía ser, los medios decían que ya no suponían una amenaza. ¿Quién?
-Y ha explotado el avión presidencial.
Eso ya era demasiado. No había ni rey, ni presidente. Sus mayores miedos estaban empezando a hacerse realidad, y La Constitución de la Anarquía comenzaba a tomar forma. Por lo menos, su visión de ella. Pero aquello no hacía más que refutar su teoría: la humanidad le necesitaba, y si debía morir para que gente como su hija no pasara penurias, lo iba a hacer sin dudarlo ni un solo segundo. Pero ahora, el germen de la curiosidad estaba carcomiendo su estado de ánimo, y comenzó a pensar en la posibilidad de aplazar el encuentro con Ántimo para saber quienes eran los culpables.

Alberto le contó todo: el rey se encontraba inaugurando un hospital en Palma de Mallorca, y nada más cortar la cinta, un disparo le atravesó la cabeza, sembrando el caos en aquel acto. Inmediatamente se desplegó un cordón de seguridad como nunca antes se vio en España, y a los asistentes se les metió en el hospital para que estuvieran a salvo. Alberto le contó que no habían sido capaces de encontrar al posible culpable, pero que se había encontrado un rifle de francotirador ruso. Alberto no se atrevía a decir que el terrorista fuera ruso, dado el gran tráfico de armas que hay en el planeta. Pero Tobías se había quedado petrificado. En alguna conferencia había coincidido con el rey y había podido intercambiar algunas palabras, llenas de respeto y cordialidad.
-Pero eso no es todo. – Alberto le sacó de su letargo. – Nada más enterarse de lo ocurrido, el presidente ha volado a Palma para dar el pésame, y…
-¿Y? – Preguntó nervioso Tobías.
-Cuando el avión se disponía a aterrizar, una serie de bombas han destruido por completo el avión presidencial. No se conserva nada de la tripulación. Tan sólo un diente.
Tobías en ese momento habría querido gritar. ¿Qué estaba pasando? ¿Se estaba volviendo todo el mundo loco?
-Y ahora mismo… - Alberto contempló a Tobías, que se apoyaba en el capó del coche, y tras ayudarle a sentarse, continuó. Un general ha tomado el congreso de los diputados, y está matando a todos los diputados uno a uno.
Alberto rapidamente encendió la radio del coche. Aquello era demencial. Julia Otero trataba de calmar los ánimos en una mesa de debate improvisada, mientras trataba de calmar a la población. Las informaciones que le llegaban no eran esperanzadoras: los aeropuertos estaban colapsados, hasta el de Castellón, y las aerolíneas se habían negado a volar hasta que se aclarara la situación. Tanto Francia como Gibraltar habían cerrado sus fronteras, y en otra cadena, Iñaki Gabilondo comentaba lo poco sorprendente que sería si Portugal, Italia y Marruecos hacían lo propio. A cada nueva ola de información, los corazones de ambos daban un vuelco sideral, saliendo de sus cajas torácicas para instalarse de nuevo, un poco más hoscos y vulnerables.
-Tobías, tengo un amigo. Se llama Jorge Ramírez. Estudió periodismo, pero en su último año lo dejó para enfrentarse junto con su novia a un cáncer que se la llevó a la tumba. Tenía sólo 23 años, y Jorge ya no se repuso de aquello. Tú perdiste a tu esposa con muchos años más, y parece que no lo has superado aún. De hecho, parece increíble que quieras reunirte tan pronto con ella.
Tobías miró a Alberto, sorprendido por las palabras que acababa de decir, y se incorporó.
-¿Qué intentas decirme, editorzucho de tres al cuarto?
-Intento decirte que no sólo tú lo estás pasando mal. ¡Estamos al borde de una guerra civil! ¡Y tú sigues anclado en la muerte de una mujer que te abandonó hace años! ¡No sólo no has superado su pérdida, sino que te aislas de la realidad en este bosque de mierda! ¡Tu hija está preocupada por ti! ¡Eve te necesita, inútil! ¡Y todo el amor que no le has dado al no poder soportar la pérdida de tu hijo, vas a devolvérselo matándote por las palabras de un sacerdote que murió hace doscientos años! Y no sólo pierdes el poco tiempo que te queda de vida, ¡Has escrito un libro en el que pareces querer borrar a tu esposa! ¡Porque eres demasiado débil para sentir el dolor de la perdida de nuevo!
Tobías asestó un puñetazo a Alberto en el entrecejo, de manera que éste cayó de espaldas, haciéndose varios rasguños en los brazos y en la nuca. Al levantarse, vio a un Tobías congestionado por la ira, con unos ojos que emanaban lágrimas de sangre, y con un cuerpo que supuraba sudor dorado. Tal vez era su imaginación, tal vez Ántimo estaba haciendo de las suyas, pero esa imagen era demasiado solemne como para ponerla en duda.
-Nunca me juzgues, Alberto. – Tobías era un manojo de emociones, a pesar del puñetazo que había propinado. – Tú no sabes NADA sobre mi vida. Y no pienso dejar que un desagradecido como tú me de lecciones de moral. Tengo más años que tú, soy mucho más sabio y tengo mucha más experiencia que tú. Tú no sabes lo que es perder a un ser querido, porque nunca has experimentado lo que es sentirse querido. Has jugado con la confianza que te he dado intentando dañarme. Bien, lo has conseguido. Espero que estés orgulloso de lo que has conseguido.
-Tobías, yo no…
-Todo lo que está ocurriendo me da la razón. El mundo necesita un mártir, porque somos tan estúpidos que nos dejamos engatusar por la televisión, y no hemos visto venir nada de lo que ha pasado. La nación se desmorona, pero eso dejará pronto de ser problema mío…
La voz de Iñaki Gabilondo pronto cortaba la locución de Tobías. Y todo se tornaba mucho más negro.
-Nos informan desde un blog de internet que Alemania ha decidido declarar la guerra a Austria, a esperas de una rendición diplomática sin ningún tipo de condición. Esta violación de las condiciones de la ONU se suma a la realizada por Corea del Norte al declarar la Guerra a Corea del Sur y Japón, y a la de Gran Bretaña invadiendo Irlanda del Norte. Por su parte, ya tenemos el nombre del militar que ha levantado en armas a todo el ejército contra la clase política. Se trata de Nicolás Figueras Bucher, cargo máximo del ejército de tierra, que cuenta con el apoyo de marina y aire. Ahora mismo lleva en su cuenta de asesinatos la cúpula dirigente del PSOE, así como el líder de la oposición, don Mariano Rajoy Brey, además de los diputados Gaspar Llamazares, Cayo Lara, Rosa Díez y José Antonio Durán y Lleida. Seguiremos informando.
-Jorge Ramírez, - dijo Alberto repuesto del golpe – se dedicó tras la muerte de su novia a hackear páginas gubernamentales y de bancos. Actúa de forma anónima, pero tiene un blog en el que expone toda la información que saca a los gobiernos. Como wikileaks, pero a la española, más cutre y pequeño. Toda la información que han dado, la sabía Jorge hace dos horas. Es increíble ese muchacho. Y siguió adelante, Tobías. Y sé que tú podrás. No quiero herirte, quiero que recapacites. Porque eres mi amigo, y hay gente que no soportará tu pérdida. Y, ya que vamos a morir todos, o eso parece viendo que el planeta quiere matarse entre si, por lo menos vamos a morir juntos. Porque Eve te necesita, te necesita más que nada en este mundo. Tiene una niña, y un marido que la ama, pero que nunca está en casa. Se siente sóla, y tú podrías llenar el hueco que dejaste vacío hace mucho. Si, es tarde para ejercer de padre, pero… no es tarde para ejercer de abuelo con tu nieta, y no es tarde para ejercer de amigo con tu hija.

En aquella roca, todo parecía tan fácil… Era inevitable que las lágrimas brotasen, viendo a todo a lo que iba a renunciar. A una nieta, a su hija, a un suculento contrato, a ver cómo la humanidad trataba de autodestruirse por medio de excusas baratas… Pero nadie comprendía su punto de vista. Nadie era capaz de darse cuenta de que si Ántimo estaba en lo cierto, sólo él podría ayudarles. Tobías no hacía todo eso por miedo, lo hacía porque quería demasiado a su hija, y la única forma de recompensar su frialdad con ella era tratando de evitar su muerte. Si Ántimo podía evitar su muerte, aunque fuera haciéndose pasar por él mismo, no habría nada que le hiciera cambiar de opinión. Por lo que se abrazó a Alberto, lloraron juntos, se llamaron estúpidos durante horas, y después decidió marchar al lago.
Lo cierto es que nunca fue tan difícil. Iba a renunciar a tantas cosas, que la agonía se había instalado en su garganta como una espina de pescado que no salía, y podía notar como su glotis se cerraba cada vez más dificultando el paso de oxígeno, y disminuyendo la secreción de saliva. La cabeza parecía estallarle de todo el dolor que sentía, y sus ojos, aquellos que desde hacía años parecían siempre cansados, ahora eran lagos, lagos en los que su mente bailaba con la nostalgia al ritmo de los recuerdos de su borrosa mente. Tobías se maldijo una y otra vez, mientras se autocompadecía de todo lo que había sufrido en la vida y por todo el daño que había hecho. La muerte de su hijo le impidió querer a su hija, y ésta se sintió siempre una sombra de su hermano. Y a la muerte de su esposa, jamás pudo querer a nadie más, y se aisló hasta de su propia hija. Ahora se arrepentía de todo lo que había perdido por no saber olvidar, por no saber perdonarse a si mismo. Las arrugas de sus manos parecían multiplicarse por momentos, como si el castigo mental al que se estaba sometiendo le hiciera envejecer un año por lágrima vertida. Podía sentir como su alma se rompía en mil pedazos, y se recomponía, para volver a romperse de nuevo una y otra y otra vez. Y llegaron las 20:00.
Una suave brisa acunó a Tobías encima de la roca, señal de lo que iba a ocurrir.
-Tobías, ¿Estás preparado?
-Lo estoy, Ántimo. Pero quería pedirte una cosa antes de hacerlo.
-Te lo debo. Dime. – Su voz era cálida y envolvente.
-Dile a mi hija que la quiero, y por favor, trata de que no la pase nada malo.
-Te aseguro que así será. ¿Algo más?
-¿Podrías responderme a una última pregunta?
-Por supuesto.
-¿Cómo son aquellos que pueden disponer del 100% de su cerebro?
Ántimo reflexionó durante unos instantes, que se hicieron eternos ante los ojos de Tobías.
-Son los seres más desdichados del universo.


miércoles, 15 de mayo de 2013

In Medias Res II: J'ai Fait Une Promesse(parte VI)


-Dame tu fe, abrázame.
Una voz de ultratumba resonó en toda la sala, mientras la leña que se encontraba en la chimenea volvía a encenderse. El editor comenzó a acercarse al fuego, para calentarse, pero Tobías se mantuvo en su lugar. Tobías comenzó a sonreir de forma sarcástica, mientras los últimos rescoldos de la voz desaparecían. Alberto buscaba por todos lados la voz, sin encontrar un objetivo aparente. Su rostro estaba desencajado en una expresión de pánico digna del mejor cuadro de Zdzislaw Beksinski.
-Hoy los dos comprenderéis vuestra misión.
La voz de ultratumba volvió a resonar en toda la sala, mientras un ruido ensordecedor hacía crujir las vigas de madera de la casa. Unas virutas comenzaban a caer del techo poco a poco, mientras que los ceniceros y los jarrones terminaban por caer de las mesas.
-¿Mi misión? – Preguntó asustado Alberto, que no se separaba de la chimenea.
-Alberto, el miedo que tienes pronto se esfumará. Tan sólo tienes que creer.
-¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién eres?
-En su momento fui un siervo fiel de aquel al que vosotros llamáis Dios. Pero cuando salí de mi ceguera, era demasiado tarde para enmendar nuestro error.
-¿Nuestro?
-La raza humana ha vivido entregada a Dioses que siempre consideraron perfectos. Y no lo eran. El miedo a que los sacerdotes lo perdieran todo cuando Ellos nos abandonaron provocó la idolatría a seres falsos.
-¿Quiénes son ellos?
Tobías permanecía inmóvil, escuchando atentamente lo que Ántimo tenía que decir. A él todo esto le comenzaba a resultar extrañamente familiar.
-Para entender lo que os debo decir debéis olvidar todas las teorías que os han enseñado. Debéis olvidar el creacionismo, y debéis olvidar el evolucionismo. Del lugar de donde vienen la razón está un nivel por encima de la ontología que hemos tratado durante todo este tiempo. Hubo un tiempo en el que Ellos gobernaban la Tierra, convirtiéndonos en aquello que siempre desearon ser. Su civilización acabó abocada a la destrucción por la frivolidad y por la frialdad que mostraron… Y su planeta fue destruido.
-¿Su planeta? ¿Estás hablando de extraterrestres?
-¿Todavía creéis que nosotros, unos simples humanos, somos los únicos habitantes con uso de razón en todo el universo? Ese es el gran problema de la raza humana, y por la cual será destruida. Nuestro egoismo hedonista nos condenó a todos. En el momento en el que osamos probar el fruto prohibido nuestra soberbia hacia nuestros padres se convirtió en nuestra espada de Damocles. El momento en el que bajaron aquellos soldados del caballo de madera, afloró en nosotros la necesidad del engaño y del fraude. El momento en el que dimos más valor a lo material que a lo espiritual condenamos a nuestros hijos. Ellos están defraudados por el comportamiento de su creación. Y por ello acabarán con todo. El miedo que sientes ahora se esfumará, pero antes debes comprender algo.
De la nada, el fuego de la chimenea se elevó por el aire, y formó en el techo unos números:
21122012
Ántimo decidió en ese momento colocarse delante de un espejo, del cual brotó su reflejo. Tan angustiado como la última vez que vivió. Tan asustado como en aquel exorcismo. Tan demacrado por las vejaciones. El iris de sus ojos era de un color gris mortecino del cual no emanaba nada confiable. Las arrugas marcadas en su rostro, unidas a las manchas que deja la senectud, hacían una imagen inquieta y grotesca. Sin duda, algo importante tenía que mover a Ántimo para haber vuelto.
-Su mundo – Continuó Ántimo mientras Alberto se acercaba al espejo – fue destruido de una forma cruel. Ni siquiera ellos eran independientes a otros seres. Y su rebelión y traición provocó todo esto. Su planeta fue destruido en mil pedazos, que aún hoy son observables. Todo lo que tenían se esfumó, y sólo sobrevivieron unos cuentos. Ellos no querían morir, por lo que probaron lo que aquí hemos llamado siempre el elixir de la eterna juventud. Pero una vida sin sentimientos y sin amor es una vida vacía, y por ello se arrepienten aún hoy en día de haber probado ese elixir. Por ello depositaron a sus hijos en La Tierra, y les enseñaron a valerse por sí mismos. Querían saber qué era lo que pasaba si se partía de cero, si no había conciencia del pasado. Y afloraron los instintos animales.
-No lo entiendo. – Ántimo posó su mirada en Alberto, cada vez más congestionada por el terror que le suponían aquellas palabras. Se negaba a creer en todo aquello como una solución viable.
-¿Crees que Adán y Eva existieron realmente? No estoy aquí para cuestionar eso, pero sé que ahí empezó todo. Y todo debe acabar ahí. Ellos llegaron a un planeta que tenían pensado colonizar, pero tras la destrucción del suyo, se vieron obligados a reemprender su civilización en este. Y nosotros, egocéntricos, la llamamos La Tierra. Ilusos…
Tobías se levantó, finalmente, no sin la ayuda del brazo de aquel rasgado sillón. Se acercó a Alberto, y se agarró a su brazo, con firmeza, pero a la vez con debilidad. Alberto le agarró del brazo con la otra mano, y le sirvió de punto de apoyo durante unos minutos, que para él se hicieron eternos. Pero, poco a poco, la oscuridad de la habitación comenzó a disiparse. De forma tenue, la luz iba entrando en la habitación, conforme las ideas ganaban fuerza en su cabeza. Conforme los nuevos conocimientos se iban asentando y ganando credibilidad en sus concepciones más primitivas y arraigadas. Sólo en ese momento, cuando aceptara esa teoría como cierta, la luz se iría. Al ver Ántimo a Tobías, su rostro fue sometido a un cambio radical. Parecía rejuvenecer, tanto que las manchas y las arrugas de la edad desaparecieron de inmediato. El pelo volvió a aflorar de la cabeza de aquél arzobispo muerto hace mucho, y su boca esbozó una mueca que parecía una sonrisa.
-Tobías, pensé que te quedarías ahí toda la vida.
-Ganas no me faltaban, Ántimo, ganas no me han faltado…
La voz de Ántimo seguía siendo tan potente como antes, a pesar de ese cambio radical en el rostro. Algo no iba bien.
Pero no iba a pararse ahora en ello. Álberto quería muchas más respuestas de las que había recibido. De golpe y porrazo, toda su existencia resultaba vana y falsa. Era reticente a aceptar aquello como se lo contaba Ántimo, pero si dudaba de él, ¿Por qué no de todos los teólogos, historiadores, filósofos, arqueólogos y políticos que había leido durante tantas y tantas ediciones? Su pensamiento iba más allá: ¿Por qué no tomar a sus propios padres como mentirosos? Si aquella teoría era cierta, toda la humanidad había vivido engañada durante miles de años, y lo peor es que era por culpa suya.
-Durante mucho tiempo, Ellos convivieron con nosotros. Vieron el desarrollo de unos homínidos, y sin intervenir de forma exagerada en ellos, comenzaron a mostrarles el camino. Les enseñaron a ser bípedos, a hacer lascas, a manipular la madera, y la piedra. Aquellos homínidos sólo eran animales, pero Ellos comenzaron a domesticarles, para hacerles a su imagen y semejanza. Aquellos homínidos tardaron en aprender, pero con el tiempo, su capacidad de comprensión y su agudeza se desarrollron de forma más rápida. Ellos les mostraron el fuego, y aquello supuso una auténtica revolución.
-Eso no puede ser. – Inquirió Alberto, impaciente.
-¿Tienes pruebas de lo contrario?
-No hay restos de Ellos que confirmen tu teoría. – Alberto esbozó una sonrisa triunfante, pensando que su argumento era completamente irrefutable, pero no era así.
-Estás rodeado de ellos.
La cara de Alberto volvió a cambiar a un tono que dejaba entrever la oscuridad y la confusión en la que se encontraba. ¡Aquello era imposible!
-El homo Sapiens desciende del homo erectus. Debería haber un eslabón en medio, que justificara el salto cuantitativo entre una especie y otra. – Sugirió Tobías, a pesar de que conocía muy bien la respuesta. Una respuesta que aterraría a cualquier prehistoriador.
-Y tampoco hay restos, ¿Verdad? – El tono de Ántimo dejaba entrever el desafío al que estaba sometiendo a Alberto.
-De ser así, ¿Eso justifica la locura que estás defendiendo?
-Ellos usaron sus conocimientos para convertirnos en lo que somos. Nos diferenciaron de los animales. Pero hubo un error. Alguien nos dotó de algo que no debía.
-¿El qué?
-La razón y los sentimientos.
-No lo entiendo. ¡Ellos eran fríos y neutros! ¡No querían convertirnos en algo como ellos, sino mejorarse con otra especie!
-Y con ello nos volvieron a condenar. Ningún ser humano debería pasar por el desengaño amoroso, o por el dolor que supone perder a un ser querido. – Tobías lo dijo con la solemnidad que le ofrecía su ya envejecido cuerpo. – Y sin embargo, lo sufrimos. Aquel que lo hizo, nos dio la capacidad de ser felices, pero también nos dio la carga de sufrir pena. Y nuestro cuerpo es débil, y nuestra mente está imperfecta, y dormida.
-El ser humano tan sólo usa un 5% de su capacidad derebral. – Dijo Ántimo. – Y el resto está dormido. Y está dormido aposta. Es por ello que no me crees.
La oscuridad de la habitación desapareció de golpe. Las persianas parecían no haberse bajado nunca, y de los cristales volvió a aparecer la luz del sol del mediodía. Todo parecía en su sitio. Los jarrones estaban igual que hace una hora, como si no se hubieran caido. El fuego de la chimenea había desaparecido. Aquel sillón seguía tan magullado como siempre. Y sobre la mesa se situaba La Constitución de la Anarquía. Cuando Tobías y Alberto miraron al espejo, Ántimo ya no estaba. Pero ellos notaban su presencia en la sala.

Con la ayuda de Alberto, Tobías volvió a sentarse en ese sillón, mientras Alberto hizo lo propio en el sofá contiguo, sin perder de vista aquel condenado libro. De pronto, aquel libro dejo de darles tanto miedo.
-Ese libro es la prueba de todo lo que os he dicho. – Ántimo volvía a hablar, pero esta vez, su voz no inspiraba pavor, sino confianza y paz. – Represena todos los miedos que están en vuestra mente. Cuando Ellos vinieron a por mí, liberaron mi mente, y pude usar toda mi capacidad, al igual que Ellos. Por ello escribí este libro, porque una vez fui humano, y porque conozco los miedos y las limitaciones de un solo hombre. Ese libro es el miedo del humilde, y la fuerza del orgulloso. Aquel que sea ambicioso, verá lo plasmado, verá sus miedos, y los usará en su beneficio. Porque ese libro te dice cómo debes vencer a ese miedo. Por ello se llama La Constitución de la Anarquía. Hace que liberes la mente de tus miedos, te vuelve completamente libre. No entendáis por anarquía lo que os han enseñado, porque la propia naturaleza del ser humano hace que eso sea imposible. Pensad que la anarquía sólo puede residir en la mente, y en el corazón. Ese libro te hace libre intelectualmente, y por eso da tanto miedo. Son tus miedos los que te impulsan a vencerles, y con esa victoria te vuelves poderoso, y te hace caer en la soberbia. El hombre no puede permitirse leer ese libro, porque significaría el fin de la raza humana.
-Si… Imaginad a todos los hombres con su soberbia y su orgullo siempre a la luz. Sería imposible la convivencia. – Dijo Alberto, mientras abría una página al azar. Pero ahora, ese libro estaba en blanco. Ya no había nada. - ¿Cómo puede ser esto?
-Porque ese libro nunca contuvo nada. Sólo lo que tu mente quería que vieses. Por eso estamos aquí. Tobías lo descubrió y vio en ello una amenaza. Tú pensaste igual. Y ahora no lo veis como tal, sino como el siguiente paso de la evolución humana. El problema es que nuestro uso de razón nos hace egocéntricos. Nos creemos más que nadie, y eso hace que ese libro sea un arma en contra de los demás. Por ello, ese libro no puede caer en manos inciertas.
-¿Entonces, por qué nos lo has dado? – Preguntó Alberto, inocente como un niño.
-Porque vuestro fin está cerca, sea como sea, y sólo así podréis intentar hacer algo por salvar al resto.
-¿Y si nos negamos?
-Negáos si os atrevéis, y Ellos vendrán a por vosotros. Ellos ya están aquí, en La Tierra. Ellos me han traido aquí. Estoy cumpliendo una misión, y ellos están cumpliendo otra ahora mismo. Hay un hombre con el que están experimentando. Están haciendo cosas atroces con él. Por ejemplo, han manipulado su mente, haciéndole totalmente dependiente a una máquina. Pero además, han sustituido sus extremidades por armas. Él será el arma de mañana, y Ellos estarán ahora mismo con él, para hacerle reaccionar.
-Pero si tienen su mente manipulada, ¿Cómo van a hacerle entrar en razón?
-Ellos forman parte de la misión.
Tanto Tobías como Alberto se miraron con el gesto más sorprendido que pudieron esbozar. Era una pregunta obligada.
-¿Cómo pueden permitir dejar que un hombre sufra de esa manera? – Tobías fue el que se atrevió.
-Todos necesitamos un mártir. Vosotros asesinásteis al suyo hace 2000 años.
-¿Jesucristo era uno de Ellos? – Gritó Alberto.
-En cierto modo. Si y no. Era el siguiente paso en la evolución humana, pero no era uno de ellos. Pero da igual, esa oportunidad la perdimos, ya está muerto. El caso es que ese hombre será nuestra arma contra aquellos que le hacen daño. Es la Misión Sin Nombre. Y esta conversación forma parte de ella.
-Nosotros custodiaremos el libro, pero… ¿Qué ganamos con ello? – Alberto se arrepintió al instante de hacer la pregunta.
-Es por esto por lo que estáis condenados. Uno de vosotros morirá mañana. El otro será el líder de la revolución que salvará al ser humano. Y se salvará por sus acciones. Nos tenéis de vuestra parte.
-Ántimo necesita un cuerpo, y yo me he ofrecido voluntario.

Tobías se echó a llorar.