Dame tu fe, abrázame.
Llevo repitiendo estas cuatro palabras hacia mis adentros
desde hace días. Quizá hayan pasado ya semanas. Por suerte, han dejado de
experimentar conmigo. Los tubos de mis brazos han sido apartados, y están
dejando que mis heridas cicatricen. Por suerte, cada vez me adapto mejor a mis
prótesis inferiores, y ahora puedo dar pasos desacompasados. Por todo se
comienza, supongo. Mi ombligo ya no rezuma pus, y comienzo a no echar de menos
mi órgano reproductivo. Quizá me esté acostumbrando.
Los sueros disminuyen.
Cada vez hacen menos uso de ellos. Sin embargo, nadie ha
sido capaz de explicarme qué demonios está pasando en mi cabeza. No tengo
cerebro, pero nadie me da una solución a por qué les entiendo, y a por qué
puedo pensar, soñar, sentir… y no morir.
Caos.
Mi cabeza se acostumbra a este tipo de situaciones como el
bibliotecario a que traigan los libros con retraso. Joder, no quiero volver a
los estados de sueño, ya no los necesito. Quisiera poder levantarme un día y
decirle al capullo del FBI: “¡Eh! ¡Déjame irme! ¡No quiero dormir más!” Pero
no, por mucho que mi cuerpo sienta la necesidad de huir, siempre estaré anclado
a esta habitación sin ventanas. Ahora sueño…
Despierto. Un restaurante… No, un centro comercial. ¡Aquí
pasaba yo mis horas muertas cuando era adolescente! Pantalones vaqueros, camisa
verde a rayas, peinado repipi y uñas de manicura perfectamente alineadas.
Cartera en los bolsillos, junto a las llaves, y en la otra pernera, mi teléfono
móvil. Y frente a mí… Ella.
Quiero salir de aquí.
Vaqueros azules cortados de forma meticulosa a la altura de
las rodillas, blusa azul celeste con tirantes, a juego con su diadema y con sus
pendientes. Ojos castaños, pelo castaño con mechones pelirrojos, y unas pecas
preciosas. No hay duda.
Me habla, y no presto demasiada atención, tratando de
recordar cómo he podido llegar a esa situación. Vino a buscarme a casa,
habíamos quedado para ver una película. Pero yo no estaba en casa, recién salía
de clase, así que vino a buscarme a la parada de bus. Al bajar, se me quedó
mirando esperando algún tipo de recompensa que no pude llegar a materializar
por un pensamiento superior. Primera cagada. Primera oportunidad perdida.
Quiero salir de aquí.
Mientras andamos, se agarra con sus dos manos a mi brazo, y
me dice lo contenta que estaba de haber quedado conmigo. Me susurra que lleva
toda la semana esperando este momento, y que le apetece ir al cine. Hagamos
realidad su deseo.
Mientras recuerdo esto, soy incapaz de prestar atención a lo
que me dice en la mesa de aquel restaurante. Soy capaz de asimilar palabras
cortas: instituto, naturales, matrices… Quiero pensar que habla de lo duro que
debe ser su curso, pero para mis adentros me repito que no me importa.
Nos encontramos dentro del cine, viendo una de esas
películas románticas anuladoras de todo rastro de personalidad feaciente.
Contemplo impasible como Kate Hudson se pasea medio desnuda por la pantalla
mientras Matt Damon lee uno de los titulares del New York Times. Mi mano
tiembla. Nuestros dedos se entrecruzan timidamente y siento como mi corazón da
un vuelco increible y vuelve a mi cavidad torácica. Me tiembla el cuerpo entero,
y ella posa su cabeza en mi hombro.
La nada.
En mi cabeza se posa la nada. Permanezco inquieto como una
lechuza en la noche, esperando el siguiente movimiento. Nuestras manos se
entrecruzan esta vez con firmeza, y mis carrillos se vuelven colorados por
momentos. Ella da un suspiro, e introduce en su boca otra palomita. Ahora Kate
se encuentra en una agencia de abogados, resolviendo un caso de divorcio, y
pasando del pobre Matt Damon que espera afuera empapado por la lluvia. Estoy
cayendo en las garras de este subproducto de Hollywood. Pero ya no hay marcha
atrás. Mi ética y mis principios se reducen a cero cuando oigo su aniñada risa.
Al oir eso, los escritos de Hegel, Nietzche o Engels se vuelven mierda.
Finalmente, nuestras miradas se entrecruzan, y el tiempo se para. Ya no importa
la película. No importan esos intelectuales muertos. No importa el hecho de que
esto sea un sueño inducido. No. Ahora, en este pequeño universo, sólo
importamos ella y yo.
Un momento fugaz que se vuelve eterno. Y de repente, la
nada.
Ella vuelve la vista a la película, y da un hondo suspiro.
Segunda cagada. Segunda oportunidad perdida. Tan fácil que parece en la
película, y lo complejo que se está volviendo en esta sala.
En mi cabeza resuena la famosa frase del escritor Alejandro
Dumas: La vida es fascinante, sólo hay que mirarla a través de las gafas
correctas. Y yo me he propuesto que, por muy corto que vaya a ser este sueño,
voy a ser feliz.
La película acabó.
Y llego al estado inicial del sueño. Ella habla y parlotea y
suelta palabras y dice cosas mientras recuerdo el recorrido hasta este preciso
instante. Contemplo los fallos cometidos. Sopeso mis acciones y vuelvo a
mirarla. Espera una respuesta, así que asiento y esbozo una tímida sonrisa.
Estoy muy tenso y no sé por qué. Roberto Iniesta lo decía: “me mira, me droga,
las fuerzas me abandonan”. Y es totalmente cierto. Nuestras manos vuelven a
entrecruzarse y vuelve a jugar con su pelo. Sopla de forma sensual un mechón
que queda colgando de su frente sin demasiado éxito. Yo me acerco, suelto una
de mis manos y aparto el mechón muy despacio. Ella cierra los ojos, y, por fin,
llega.
Ya no quiero salir de aquí.
Nuestras mejillas se vuelven del color de las manzanas
golden, acojo sus hombros con mi brazo mientras noto como los pelos rubios y
casi invisibles de su cuello se erizan con el contacto de mis labios. Poco a
poco. Despacio. Y ahora, para dejarme llevar, cierro los ojos.
Abro los ojos.
Un hombre embutido en una bata me mira interesado. Por
primera vez en mucho tiempo, no he soñado nada macabro, y está realmente
sorprendido de mis progrsos. ¿Cómo cojones sabe lo que ha pasado? Me llama
romántico. ¿Romántico yo? ¡Romántico el mamón que estudia historia, que tiene
un blog en el que escribe historias que nadie lee! Ese sí que es el romántico,
que nos aborda a todos con canciones y con poemas ridículos. Y luego tiene la
poca decencia de presumir de filósofo materializando pensamientos estúpidos que
podrían ser de un niño de 5 años. Ese es un romántico, no yo. Yo soy un
enfermo, una persona con la cabeza más perturbada que jamás pisará esta
habitación. Comete el error de soltarme.
Caos.
Mi cabeza se vuelve un caos. Intento volver la cabeza hacia
atrás, pero está enganchada de forma férrea. Comienzo a asustarme y a patalear,
haciendo que una de mis prótesis se descuelgue y comience a sangrar por el
lugar donde antes estaba alojada una rodilla. Grito de dolor… o de placer, ya
no los distingo. El hombre bateado toca con sus dedos mi herida, haciendo que
un calambre recorra mi cuerpo. Después se lame los dedos. ¿Qué clase de enfermo
es este tipo? Como si nada, se acerca a mi oido izquierdo, y me susurra al
oido:
-Dame tu fe, abrázame.
Entro en parada cardio respiratoria.