miércoles, 15 de mayo de 2013

In Medias Res II: J'ai Fait Une Promesse(parte VI)


-Dame tu fe, abrázame.
Una voz de ultratumba resonó en toda la sala, mientras la leña que se encontraba en la chimenea volvía a encenderse. El editor comenzó a acercarse al fuego, para calentarse, pero Tobías se mantuvo en su lugar. Tobías comenzó a sonreir de forma sarcástica, mientras los últimos rescoldos de la voz desaparecían. Alberto buscaba por todos lados la voz, sin encontrar un objetivo aparente. Su rostro estaba desencajado en una expresión de pánico digna del mejor cuadro de Zdzislaw Beksinski.
-Hoy los dos comprenderéis vuestra misión.
La voz de ultratumba volvió a resonar en toda la sala, mientras un ruido ensordecedor hacía crujir las vigas de madera de la casa. Unas virutas comenzaban a caer del techo poco a poco, mientras que los ceniceros y los jarrones terminaban por caer de las mesas.
-¿Mi misión? – Preguntó asustado Alberto, que no se separaba de la chimenea.
-Alberto, el miedo que tienes pronto se esfumará. Tan sólo tienes que creer.
-¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién eres?
-En su momento fui un siervo fiel de aquel al que vosotros llamáis Dios. Pero cuando salí de mi ceguera, era demasiado tarde para enmendar nuestro error.
-¿Nuestro?
-La raza humana ha vivido entregada a Dioses que siempre consideraron perfectos. Y no lo eran. El miedo a que los sacerdotes lo perdieran todo cuando Ellos nos abandonaron provocó la idolatría a seres falsos.
-¿Quiénes son ellos?
Tobías permanecía inmóvil, escuchando atentamente lo que Ántimo tenía que decir. A él todo esto le comenzaba a resultar extrañamente familiar.
-Para entender lo que os debo decir debéis olvidar todas las teorías que os han enseñado. Debéis olvidar el creacionismo, y debéis olvidar el evolucionismo. Del lugar de donde vienen la razón está un nivel por encima de la ontología que hemos tratado durante todo este tiempo. Hubo un tiempo en el que Ellos gobernaban la Tierra, convirtiéndonos en aquello que siempre desearon ser. Su civilización acabó abocada a la destrucción por la frivolidad y por la frialdad que mostraron… Y su planeta fue destruido.
-¿Su planeta? ¿Estás hablando de extraterrestres?
-¿Todavía creéis que nosotros, unos simples humanos, somos los únicos habitantes con uso de razón en todo el universo? Ese es el gran problema de la raza humana, y por la cual será destruida. Nuestro egoismo hedonista nos condenó a todos. En el momento en el que osamos probar el fruto prohibido nuestra soberbia hacia nuestros padres se convirtió en nuestra espada de Damocles. El momento en el que bajaron aquellos soldados del caballo de madera, afloró en nosotros la necesidad del engaño y del fraude. El momento en el que dimos más valor a lo material que a lo espiritual condenamos a nuestros hijos. Ellos están defraudados por el comportamiento de su creación. Y por ello acabarán con todo. El miedo que sientes ahora se esfumará, pero antes debes comprender algo.
De la nada, el fuego de la chimenea se elevó por el aire, y formó en el techo unos números:
21122012
Ántimo decidió en ese momento colocarse delante de un espejo, del cual brotó su reflejo. Tan angustiado como la última vez que vivió. Tan asustado como en aquel exorcismo. Tan demacrado por las vejaciones. El iris de sus ojos era de un color gris mortecino del cual no emanaba nada confiable. Las arrugas marcadas en su rostro, unidas a las manchas que deja la senectud, hacían una imagen inquieta y grotesca. Sin duda, algo importante tenía que mover a Ántimo para haber vuelto.
-Su mundo – Continuó Ántimo mientras Alberto se acercaba al espejo – fue destruido de una forma cruel. Ni siquiera ellos eran independientes a otros seres. Y su rebelión y traición provocó todo esto. Su planeta fue destruido en mil pedazos, que aún hoy son observables. Todo lo que tenían se esfumó, y sólo sobrevivieron unos cuentos. Ellos no querían morir, por lo que probaron lo que aquí hemos llamado siempre el elixir de la eterna juventud. Pero una vida sin sentimientos y sin amor es una vida vacía, y por ello se arrepienten aún hoy en día de haber probado ese elixir. Por ello depositaron a sus hijos en La Tierra, y les enseñaron a valerse por sí mismos. Querían saber qué era lo que pasaba si se partía de cero, si no había conciencia del pasado. Y afloraron los instintos animales.
-No lo entiendo. – Ántimo posó su mirada en Alberto, cada vez más congestionada por el terror que le suponían aquellas palabras. Se negaba a creer en todo aquello como una solución viable.
-¿Crees que Adán y Eva existieron realmente? No estoy aquí para cuestionar eso, pero sé que ahí empezó todo. Y todo debe acabar ahí. Ellos llegaron a un planeta que tenían pensado colonizar, pero tras la destrucción del suyo, se vieron obligados a reemprender su civilización en este. Y nosotros, egocéntricos, la llamamos La Tierra. Ilusos…
Tobías se levantó, finalmente, no sin la ayuda del brazo de aquel rasgado sillón. Se acercó a Alberto, y se agarró a su brazo, con firmeza, pero a la vez con debilidad. Alberto le agarró del brazo con la otra mano, y le sirvió de punto de apoyo durante unos minutos, que para él se hicieron eternos. Pero, poco a poco, la oscuridad de la habitación comenzó a disiparse. De forma tenue, la luz iba entrando en la habitación, conforme las ideas ganaban fuerza en su cabeza. Conforme los nuevos conocimientos se iban asentando y ganando credibilidad en sus concepciones más primitivas y arraigadas. Sólo en ese momento, cuando aceptara esa teoría como cierta, la luz se iría. Al ver Ántimo a Tobías, su rostro fue sometido a un cambio radical. Parecía rejuvenecer, tanto que las manchas y las arrugas de la edad desaparecieron de inmediato. El pelo volvió a aflorar de la cabeza de aquél arzobispo muerto hace mucho, y su boca esbozó una mueca que parecía una sonrisa.
-Tobías, pensé que te quedarías ahí toda la vida.
-Ganas no me faltaban, Ántimo, ganas no me han faltado…
La voz de Ántimo seguía siendo tan potente como antes, a pesar de ese cambio radical en el rostro. Algo no iba bien.
Pero no iba a pararse ahora en ello. Álberto quería muchas más respuestas de las que había recibido. De golpe y porrazo, toda su existencia resultaba vana y falsa. Era reticente a aceptar aquello como se lo contaba Ántimo, pero si dudaba de él, ¿Por qué no de todos los teólogos, historiadores, filósofos, arqueólogos y políticos que había leido durante tantas y tantas ediciones? Su pensamiento iba más allá: ¿Por qué no tomar a sus propios padres como mentirosos? Si aquella teoría era cierta, toda la humanidad había vivido engañada durante miles de años, y lo peor es que era por culpa suya.
-Durante mucho tiempo, Ellos convivieron con nosotros. Vieron el desarrollo de unos homínidos, y sin intervenir de forma exagerada en ellos, comenzaron a mostrarles el camino. Les enseñaron a ser bípedos, a hacer lascas, a manipular la madera, y la piedra. Aquellos homínidos sólo eran animales, pero Ellos comenzaron a domesticarles, para hacerles a su imagen y semejanza. Aquellos homínidos tardaron en aprender, pero con el tiempo, su capacidad de comprensión y su agudeza se desarrollron de forma más rápida. Ellos les mostraron el fuego, y aquello supuso una auténtica revolución.
-Eso no puede ser. – Inquirió Alberto, impaciente.
-¿Tienes pruebas de lo contrario?
-No hay restos de Ellos que confirmen tu teoría. – Alberto esbozó una sonrisa triunfante, pensando que su argumento era completamente irrefutable, pero no era así.
-Estás rodeado de ellos.
La cara de Alberto volvió a cambiar a un tono que dejaba entrever la oscuridad y la confusión en la que se encontraba. ¡Aquello era imposible!
-El homo Sapiens desciende del homo erectus. Debería haber un eslabón en medio, que justificara el salto cuantitativo entre una especie y otra. – Sugirió Tobías, a pesar de que conocía muy bien la respuesta. Una respuesta que aterraría a cualquier prehistoriador.
-Y tampoco hay restos, ¿Verdad? – El tono de Ántimo dejaba entrever el desafío al que estaba sometiendo a Alberto.
-De ser así, ¿Eso justifica la locura que estás defendiendo?
-Ellos usaron sus conocimientos para convertirnos en lo que somos. Nos diferenciaron de los animales. Pero hubo un error. Alguien nos dotó de algo que no debía.
-¿El qué?
-La razón y los sentimientos.
-No lo entiendo. ¡Ellos eran fríos y neutros! ¡No querían convertirnos en algo como ellos, sino mejorarse con otra especie!
-Y con ello nos volvieron a condenar. Ningún ser humano debería pasar por el desengaño amoroso, o por el dolor que supone perder a un ser querido. – Tobías lo dijo con la solemnidad que le ofrecía su ya envejecido cuerpo. – Y sin embargo, lo sufrimos. Aquel que lo hizo, nos dio la capacidad de ser felices, pero también nos dio la carga de sufrir pena. Y nuestro cuerpo es débil, y nuestra mente está imperfecta, y dormida.
-El ser humano tan sólo usa un 5% de su capacidad derebral. – Dijo Ántimo. – Y el resto está dormido. Y está dormido aposta. Es por ello que no me crees.
La oscuridad de la habitación desapareció de golpe. Las persianas parecían no haberse bajado nunca, y de los cristales volvió a aparecer la luz del sol del mediodía. Todo parecía en su sitio. Los jarrones estaban igual que hace una hora, como si no se hubieran caido. El fuego de la chimenea había desaparecido. Aquel sillón seguía tan magullado como siempre. Y sobre la mesa se situaba La Constitución de la Anarquía. Cuando Tobías y Alberto miraron al espejo, Ántimo ya no estaba. Pero ellos notaban su presencia en la sala.

Con la ayuda de Alberto, Tobías volvió a sentarse en ese sillón, mientras Alberto hizo lo propio en el sofá contiguo, sin perder de vista aquel condenado libro. De pronto, aquel libro dejo de darles tanto miedo.
-Ese libro es la prueba de todo lo que os he dicho. – Ántimo volvía a hablar, pero esta vez, su voz no inspiraba pavor, sino confianza y paz. – Represena todos los miedos que están en vuestra mente. Cuando Ellos vinieron a por mí, liberaron mi mente, y pude usar toda mi capacidad, al igual que Ellos. Por ello escribí este libro, porque una vez fui humano, y porque conozco los miedos y las limitaciones de un solo hombre. Ese libro es el miedo del humilde, y la fuerza del orgulloso. Aquel que sea ambicioso, verá lo plasmado, verá sus miedos, y los usará en su beneficio. Porque ese libro te dice cómo debes vencer a ese miedo. Por ello se llama La Constitución de la Anarquía. Hace que liberes la mente de tus miedos, te vuelve completamente libre. No entendáis por anarquía lo que os han enseñado, porque la propia naturaleza del ser humano hace que eso sea imposible. Pensad que la anarquía sólo puede residir en la mente, y en el corazón. Ese libro te hace libre intelectualmente, y por eso da tanto miedo. Son tus miedos los que te impulsan a vencerles, y con esa victoria te vuelves poderoso, y te hace caer en la soberbia. El hombre no puede permitirse leer ese libro, porque significaría el fin de la raza humana.
-Si… Imaginad a todos los hombres con su soberbia y su orgullo siempre a la luz. Sería imposible la convivencia. – Dijo Alberto, mientras abría una página al azar. Pero ahora, ese libro estaba en blanco. Ya no había nada. - ¿Cómo puede ser esto?
-Porque ese libro nunca contuvo nada. Sólo lo que tu mente quería que vieses. Por eso estamos aquí. Tobías lo descubrió y vio en ello una amenaza. Tú pensaste igual. Y ahora no lo veis como tal, sino como el siguiente paso de la evolución humana. El problema es que nuestro uso de razón nos hace egocéntricos. Nos creemos más que nadie, y eso hace que ese libro sea un arma en contra de los demás. Por ello, ese libro no puede caer en manos inciertas.
-¿Entonces, por qué nos lo has dado? – Preguntó Alberto, inocente como un niño.
-Porque vuestro fin está cerca, sea como sea, y sólo así podréis intentar hacer algo por salvar al resto.
-¿Y si nos negamos?
-Negáos si os atrevéis, y Ellos vendrán a por vosotros. Ellos ya están aquí, en La Tierra. Ellos me han traido aquí. Estoy cumpliendo una misión, y ellos están cumpliendo otra ahora mismo. Hay un hombre con el que están experimentando. Están haciendo cosas atroces con él. Por ejemplo, han manipulado su mente, haciéndole totalmente dependiente a una máquina. Pero además, han sustituido sus extremidades por armas. Él será el arma de mañana, y Ellos estarán ahora mismo con él, para hacerle reaccionar.
-Pero si tienen su mente manipulada, ¿Cómo van a hacerle entrar en razón?
-Ellos forman parte de la misión.
Tanto Tobías como Alberto se miraron con el gesto más sorprendido que pudieron esbozar. Era una pregunta obligada.
-¿Cómo pueden permitir dejar que un hombre sufra de esa manera? – Tobías fue el que se atrevió.
-Todos necesitamos un mártir. Vosotros asesinásteis al suyo hace 2000 años.
-¿Jesucristo era uno de Ellos? – Gritó Alberto.
-En cierto modo. Si y no. Era el siguiente paso en la evolución humana, pero no era uno de ellos. Pero da igual, esa oportunidad la perdimos, ya está muerto. El caso es que ese hombre será nuestra arma contra aquellos que le hacen daño. Es la Misión Sin Nombre. Y esta conversación forma parte de ella.
-Nosotros custodiaremos el libro, pero… ¿Qué ganamos con ello? – Alberto se arrepintió al instante de hacer la pregunta.
-Es por esto por lo que estáis condenados. Uno de vosotros morirá mañana. El otro será el líder de la revolución que salvará al ser humano. Y se salvará por sus acciones. Nos tenéis de vuestra parte.
-Ántimo necesita un cuerpo, y yo me he ofrecido voluntario.

Tobías se echó a llorar.

miércoles, 8 de mayo de 2013

In Medias Res II: J'ai Fait Une Promesse(parte V)


Tobias despertó a la mañana siguiente.
Tumbado en su cama, sólo podía divisar el gotelé del techo, acorde con el color de sus armarios de madera de nogal. El blanco estaba presente también en las cortinas, unas cortinas que dejaban pasar levemente algunos rayos de luz que se depositaban de forma tenue sobre el hombre que se encontraba sentado en una silla. Era Alberto. Él le estaba mirando, y Tobías le miraba a él. Pero durante largo tiempo, ninguno de los dos se atrevió a pronunciar una palabra.
Pasaron los minutos, sin que nada perturbara aquella calma. A traves de la ventana se oía el crujir del viento contra el cristal, y el movimiento de las ramas desnudas al son del aire. Cuando una nube se colocaba en la trayectoria del sol, todo el ambiente se oscurecía. No era una sensación de inquietud, como la que había vivido la noche anterior, sino de calma, como si una paz se instalara en aquella casa de nuevo. Pero cuando la nube retomaba su curso, el sol volvía con sus destellos de madrugada.
Tobías se incorporó poco a poco en la cama, y continúo con su reconocimiento superficial. Tal vez trataba de poner su cabeza en orden, o de recomponer las piezas de un puzzle del cual tan sólo él tenía el boceto. Veía sus dos alpargatas, llenas de barro. Sus pantalones de pana, sucios como sus zapatillas, apoyados en una mecedora, y su camisa, rasgada y con manchas de sangre, tirada en el suelo. Definitivamente, esa camisa se encontraba en un estado inservible. Pero, ¿Qué había pasado?
-Antes de que hagas la pregunta inevitable, quiero informarte de varias cosas, y después te haré una serie de preguntas. – Dijo el editor con un tono pausado, que transmitía cercania y sosiego. – A primera hora de la mañana he mandado a Madrid tu novela con veinte poemas. Allí evaluarán los mejores y los incluirán en forma de anexo.
A pesar de lo extraño de la noche anterior, parecía que el mundo seguía girando, como si realmente no hubiera sucedido nada en el bosque. Ni siquiera Tobías era capaz de concentrarse en recordar, y, en esta ocasión, prestó una atención poco común en él en las palabras de Alberto. Igual era mejor no remover lo ocurrido, a pesar de que, tarde o temprano, el tema acabaría saliendo.
-Por otro lado, debo decir que hace unos minutos llamó tu hija. Dice que llevas días sin hablar con ella, y está preocupada. Por favor, cuando estés mejor, habla con ella. Dijo que pronto se pasaría a verte, cuando estrenasen tu novela. Pero tienes que llamarla. Te quiere, y no sabe nada de lo que está pasando.
En la cabeza del poeta esas palabras resonaban como algo ajeno a él. Si, es verdad, tenía una hija, que estaba viviendo en París. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que hablaron? Tal vez semanas. Ya no lo recordaba. Con el paso de los años, había conseguido relativizar aquel artefacto tan humano como es el tiempo y usarlo a su antojo. Él era el dueño de su tiempo, y no al revés.
-He hecho algo de compra. Me daba palo tirar de tu comida artesanal y he decidido acercarme a una tienda y comprar algo. Espero que no te importe, pero realmente estaba hambriento. Me he tomado la libertad de hacer un caldo de pollo. Nos vendrá bien a los dos.
¿Cuándo fue la última vez que había comido? Tobías veía todo lo que le decía Alberto con cierta distancia, pero realmente reflexionaba sobre lo que le decía. Lo único que pasaba era que no se implicaba en ello como un problema suyo.
-Y creo que eso era todo lo que te tenía que comentar… Son las diez y media de la mañana, creo que ya va siendo hora de que te levantes y de que hablemos sobre lo que pasó anoche.
Tarde o temprano, el tema acabaría saliendo.

Alberto ayudó a Tobias a incorporarse en el borde de la cama. A pesar de rondar casi los cincuenta años, Alberto gozaba de una espalda vigorosa, por lo que no le supuso ningún problema levantar a Tobias a pulso. Tobias no entendía nada, pero no se atrevía a articular palabra. Cuando se levantó de la cama se vio varios cortes en las piernas, pero no les dio mayor importancia. Debió hacérselos cuando cayó ante aquella dama.
Poco a poco, Tobías bajó las escaleras, con ayuda de la barandilla y de Alberto, que no se separaba de él en ningún momento. Cuando le acomodó en aquel sillón destrozado, fue a la cocina y le trajo el desayuno. Era algo humilde y para nada especial: unas galletas María y un vaso de leche caliente. Tobías se preguntó de forma breve si esa leche era de la despensa, donde guardaba la leche que ordeñaba a sus vacas, o se trataba de leche comprada en un supermercado. Decidió no darle demasiada importancia y desayunó sin mirar a Alberto, concentrado en la masticación y en sus propias meditaciones interiores. En la mesa, acompañando el plato de galletas y el vaso ya vacío de leche, se encontraba el Marca y la pipa que solía fumar. Decidió que no tenía el cuerpo para humo, y recordó que hacía ya tiempo que el fútbol dejó de interesarle, por lo que intentó levantarse, a lo que Alberto se opuso en rotundo, agarrándole el brazo y volviéndole a sentar. Realmente Tobías comenzó a sentirse incómodo con tantas atenciones. Él, que había vivido sólo los últimos años.
-No he querido decírtelo antes. – Inició Alberto con tono preocupado una conversación que parecía abocada a no tener fin. – Pero ayer cuando te fuiste, volví a leer aquel dichoso manifiesto. Reuní todas las fuerzas que había en mí, y leí durante una hora entera aquel libro, con las esperanzas de que volvieras. Aquel libro es tenebroso, es oscuro, y muy complicado de entender. De hecho, aún sigo sin saber si la lectura que hice de él era la correcta. A cada lectura que le daba al párrafo, este parecía cambiar de forma en su contenido.
Tobías conocía todas aquellas sensaciones. Las había vivido con más intensidad de la que reflejaba el editor con sus palabras. El poeta sintió un escalofrío que le recorrió desde la coronilla hasta los pies, y comenzó a sentir un calor sofocante por todo el cuerpo. Volvía a tener miedo. Pero, en esta ocasión, la habitación no pareció transformarse. La oscuridad no hizo acto de presencia, como la noche anterior, ni los objetos parecían engrandecerse con el paso de los segundos. Ahora parecía que tenía controlada la situación. Por lo menos, sus emociones estaban tranquilas.
-La primera ve que lo leí, me incitaba a arrasar sucursales bancarias. Había que acabar con el capitalismo desde los cimientos, y más tarde liderar una revolución que llegara a las altas esferas. Al rato, ese párrafo me habló de una lucha de clases que lleva disputándose desde que el hombre tiene conciencia de animal social. Más tarde, ese mismo párrafo comenzó a hablarme de eliminar las impurezas del ser humano a través de la palabra, y después…
Tobias continuó mirando al frente, con la mirada perdida, mientras escuchaba aquellas palabras. ¿Qué era lo que atormentaba tanto a Alberto? Ese libro estaba maldito, pero no era eso lo que debía asustarle.
-Y después me habló de derribar a la clase política, de devolverle al pueblo lo que es del pueblo, de arrasar con todo, y de volver a crear una sociedad utópica desde los cimientos. Ese libro se estaba proponiendo volverme loco. Parecía cambiar de parecer conmigo a cada pensamiento que llegaba a mi cabeza. Ese libro parecía tener vida propia. ¿La Constitución de la Anarquía? Es el libro de los locos. Nunca sacaremos nada en claro de él, así que lo mejor será que nos deshagamos de él.
En ese preciso instante el ambiente comenzó a tornarse hostil. La nube volvió a posarse delante del sol, provocando el oscurecimiento de toda la casa. No era una penumbra común a una simple nube tapando al sol, era algo más. De la nada, se hizo de noche, y la temperatura comenzó a descender de forma alarmante. Alberto se cayó al suelo, y al intentar apoyarse en una mesita, el jarrón que había encima se precipitó contra el suelo. Las persianas se bajaron sin que nadie las ayudara, y, con una violencia inusitada, el fuego de la chimenea se apagó. Ya no quedaba nada que pudiera producir una sensación de apego. En aquel lugar, todo era externo y frío, y la oscuridad se convertía en la dueña de la habitación. Alberto gritaba a Tobías para que le dijera donde estaba, para acercarse a él y no sentirse tan sólo, pero como respuesta obtenía el silencio. Aquel editor estaba tan aterrado que comenzó a sollozar de forma leve, mientras en su cabeza pedía misericordia. Tobías, sin embargo, seguía sentado en aquel andrajoso sillón, ajeno a lo que había pasado. No reaccionó cuando la luz se fue sin previo aviso. No reaccionó tampoco cuando se apagó el fuego de la chimenea, ni cuando las persianas se bajaron. Ni tan siquiera cuando Alberto se resbaló. Él seguía impasible ante lo ocurrido. Finalmente, decidió hablar.
-Alberto, no estamos sólos en esta sala.
Nadie dijo nada en los siguientes segundos. Alberto se había quedado petrificado al oir aquellas palabras. ¿Cómo que había alguien más allí dentro? Minutos antes todo estaba en una calma absoluta, solo interrumpida por sus pasos impacientes, y ahora alguien más estaba jugando con ellos. Igual debió haber tomado más en serio las palabras de Tobías la noche anterior.
-¿A qué te refieres? – Preguntó Tobías con más miedo a la respuesta que a la propia pregunta.
-La pasada noche me adentré en el bosque, y llegué al lago donde había pasado tantos momentos felices. Allí había una mujer. Poco a poco comencé a levantar la vista hacia su rostro. Desde sus pies hasta el último pelo de su cabello emanaba una belleza que jamás había vislumbrado. Su aroma a lavanda parecía que brotaba de cada poro de su perfecta piel. Quizá no sea capaz de describirlo a la perfección, pero lo cierto es que aquella mujer era perfecta. Sus piernas perfectamente simétricas se estrechaban en los gemelos hasta las rodillas, y después se ensanchaban conforme ganaban altura. No había vello, y, cuando me atreví a tocarlas, pude ver que eran completamente reales. Su piel parecía una ilusión. Las jóvenes más hermosas envidiarían aquella imagen de belleza. Su cintura se ensanchaba lo justo, y se estrechaban para llegar lentamente a sus pechos, voluptuosos y generosos. Sus hombros, perfectamente alineados, daban lugar a unos brazos perfectos, con unas manos que me tocaron, y que me hicieron sentir el cielo. Me transmitieron paz, me transmitieron calma. Y… cuando levanté la mirada a su rostro…
-Rápido, Tobías, ¿Quién era aquella mujer?
-Era mi esposa.
Tobías no continuó hablando. Mantenía la calma, pero algo dentro de él le indicaba que debía esperar la reacción de su compañero, antes de seguir hablando. Por suerte, esa espera no se prolongó demasiado.



-¿Tu esposa?
-Suena increible, ¿verdad? Allí estaba ella, tan hermosa como la primera vez que la vi. Volví a sentir lo que era el amor, lo que era esa necesidad de abrazar a aquella persona. Intenté hacerlo, y en mi mente aquella escena se reproducía como si de un sueño se tratase. Pero lo cierto era que ella se había alejado. Su semblante sonriente continuaba mirándome, pero no quería tener contacto conmigo.
-Lo siento mucho, Tobías. – Dijo Alberto, completamente sorprendido por lo que decía Tobías.
-Sé que esta vez me crees. Por ello cuento todo esto. Alberto, esta novela no la escribí por la fama. No la escribí por el dinero. La escribí porque el mundo debía conocer la historia de amor que ha rodeado mi vida siempre. Cuando el deseo y la pasión se hacen uno, y el amor se vuelve en tu acompañante durante toda tu vida, necesitas que el mundo sepa que la felicidad es posible. Necesitas hacer saber a todos que has conseguido evadirte de la economía, y de lo cotidiano. Quise a aquella mujer como jamás quise a nadie. Cuando iba a dormir, soñaba con ella, a pesar de que ella dormía a mi lado. Dejé todos mis vicios por ella, e hice cuanto ella me pidió. Soñaba con que nos bañábamos en el lago, como la primera vez que hicimos el amor, y con que en el cielo una lluvia de estrellas sobrevolaba nuestras cabezas. Supernovas que alineadas formaban nuestros nombres enmarcados en un corazón, y a la Sinfonía de Londres tocando nuestra pieza favorita, de Schubert. Cada noche soñaba con ello. Y cuando ella se fue, decidí que el tiempo se volatilizara en mis manos. Decidí abandonar la vida real, y dejar que mis sueños se apoderaran de mí. Comencé a vivir dentro de mis sueños, porque nada me apegaba a la vida real. Ni tan siquiera mi hija. Eve… Puse ese nombre a mi hija por su madre, que se llamaba igual. Pero no he sido capaz de quererla ni la mitad de lo que quise a mi hijo, y nunca me lo perdonaré. – La voz de Tobías comenzó a temblar, haciéndose su hilo de voz cada vez más fino. – Cuando mi mujer se fue, revivía esos sueños despierto. Corría al lago, pero nunca había nadie allí. Mi mente jugaba conmigo, y me movía entre la melancolía y la desesperación. No escribí esa novela por la fama o el dinero. Lo hice porque tenía algo pendiente. Le prometí a mi esposa que la escribiría. Y ahora que lo he hecho, ya no tengo nada que me apegue a este mundo. Por fin podré reunirme con ella.
-¡NO! – Alberto gritó, con el rostro bañado en lágrimas, mientras buscaba algo en lo que apoyarse para levantarse. – ¡No puedes morir! ¡Tu hija te necesita! ¡Yo me quedaré con ese maldito libro si lo deseas, pero no te dejes morir!
-Ahora he entendido que ese libro no era lo que nos debía preocupar, Alberto. Ese libro es un simple instrumento de los que están por llegar.
-¿A qué terefieres?
-Anoche había alguien más allí. Y hoy está con nosotros aquí. Me ha hecho comprender que no puedo culpar a Dios de lo que ocurre. ¡Porque todo lo hace el destino! La vida, la muerte, ningún Dios es capaz de gobernar sobre ello. Tan sólo el tiempo, que es el arma más cruel que existe. Él está esperando su momento, porque es ajeno al tiempo. Pero nosotros no, y debemos actuar rápido.
-No te entiendo, háblame claro.
-Hace casi 200 años hubo un hombre que leyó aquel libro. En aquel entonces, encontró a un hombre con un yugo, y a una mujer con ocho brazos. Alberto, estas apariciones están pasando de forma muy rápida. Hace unos meses dos jóvenes fueron “encerrados” dentro de una roca que tenía grabados los geoglifos de Nazca. Un ex agente secreto de la Segunda Guerra Mundial fue hallado muerto a los pies de la roca, y un joven desapareció. Actualmente está pasando en otro lugar, de forma simultánea. Alberto, este hombre que está con nosotros fue sometido a un exorcismo. Nadie le creyó. Y aquella gente que le juzgó pereció a los pocos días. Él no murió, simplemente se deshizo de su aspecto material. Por eso no podemos verle. Por eso no se va a manifestar de forma corpórea delante nuestra. Pero Alberto, ese hombre existe. Y nos está escuchando. Sé que no me creerás, y por ello pediré que se manifieste.
-No, te creo, no hace falta nada de esto. Pídele que de su mensaje y se vaya.
-Ántimo, sé que puedes oirme. Dame tu fe, abrázame.
No se produjo ningún ruido. Nada parecía indicar que hubiera una tercera persona ahí. Tan sólo la respiración de Tobías y de Alberto interrumpía la calma. Pasaron los segundos, que para Alberto se hicieron insoportablemente largos, y, cuando el reloj marcó las doce en punto, una voz tenebrosa brotó del aire. Esa voz emanaba sufrimiento, ira y caos. Parecía como si el fantasma de la Historia cobrara vida en aquella habitación. Aquella voz sólo dijo cuatro palabras.
-Dame tu fe, abrázame




miércoles, 1 de mayo de 2013

In Medias Res II: J'ai Fait Une Promesse(parte IV)

-Bien, con esto hemos finalizado todo lo concerniente a los aspectos de marketing y de distribución de la novela. En lo que a ti respecta, tendrás un 60% de los beneficios, unido a un plus de un 5% añadido a ese 60 por cada premio que gane la editorial por tu trabajo. Un 20% será para mí y un 15% en el caso de haber premios. Y el otro 20% restante será de la editorial y de sus trabajadores.
El editor miró a aquel cansado anciano, que asentía mientras miraba la fría chimenea. No era tiempo de encender un fuego, pero tampoco lo era para abrir las ventanas y dejar que el viento se acomodara en su apacible hogar. El cielo comenzaba a llorar sobre el bosque, y la brisa primaveral de aquel 2010 parecía quejarse ante las lágrimas vertidas, por lo que, a modo de manifestación, comenzó a encabritarse y a ganar fuerzas poco a poco. Lorenzo pronto se iría a dormir, y con ello, la noche se instalaría, con sus amigas las estrellas.
-Tobías, creo que no me estás escuchando…
Tobias se había quedado absorto en sus pensamientos metafóricos sobre la vida. Sentado en su sofá de cuero recién adquirido, pero a la vez rasgado por el paso del tiempo, veía cómo en la lejanía el cielo y el viento libraban una encarnizada batalla para molestar a aquel anciano. El sonido de la lluvia le tranquilizaba, pero el viento…
Si había algo que inquietaba a aquel apacible poeta desde pequeño era el viento. Desde joven, había visto en su morada como su padre se enfrentaba en múltiples ocasiones a la naturaleza, ya fuera para arreglar el tejado, conseguir más leña, o simplemente cerrar la puerta del cercado para que no escaparan las gallinas. En aquella zona el viento soplaba de una forma feroz, y con ello, llegaba la nostalgia de un pasado que se tornaba ya lejano. Tobías era capaz de contemplar con perfecta nitidez su infancia. Se veía a sí mismo sentado en la mesa de la cocina, viendo como su madre terminaba de preparar el estofado, con aquel olor capaz de levantar con hambre a un difunto. Veía a su hermosa madre romper con su mano varias hojas de laurel, y rociarlas sobre la base del estofado, para darle un toque aromático. Veía a su padre, fumando siempre tabaco de pipa, mientras leía a clásicos como Espronceda o Bécquer. Fue su padre quién le inculcó aquellos valores que defendía con tanto orgullo, como el apoyo mutuo, la fraternidad o el amor por las cosas, aunque fueran nimias. Siempre lo recordaba, pero con aquel sonido del viento, podía sentir a sus padres sentados a su alrededor. A su madre, haciendo calceta mientras recitaba Lope de Vega, y a su padre, siempre dispuesto a corregir a su amada a la más mínima equivocación, y preparado para coger el testigo si su querida esposa tenía la garganta seca. Fueron ellos los que le transmitieron ese amor por la literatura, y será a ellos a los que siempre estará agradecido. En cierto modo, le habían aislado de ciertas penurias del mundo exterior.
De alguna manera, la nostalgia le hacía sentirse aún más viejo de lo que ya era. Recordaba su infancia, su tranquila adolescencia, sus múltiples viajes por los círculos literarios más selectos, sus viajes románticos callejeando por las calles de múltiples ciudades, reviviendo el espíritu del 98. Podía ver en una esquina a Manuel Machado, y a la siguiente esquina se encontraría a Unamuno. Revivir aquellos viajes le devolvían cierta alegría de la que perdía cada vez que pensaba en ella. Siempre la quiso casi tanto como a su extensa biblioteca. De hecho, con el paso de los años, de los momentos, y más aún con el fallecimiento de sus padres, terminó asimilando que sus libros no le animarían en momentos así, y que sólo tenía a su amada esposa. En el momento en el que se dio cuenta, se volvió en el marido modelo. Dejó la bebida por ella, rompió su carné de socio del Celta de Vigo, y terminó vendiendo muchos de sus poemas a revistas literarias, lo que le hizo ganar mucha fama en muy poco tiempo. Aún así, él prefería el amor de su esposa a cualquier contrato de pacotilla. Y, cuando era capaz de abandonar sus pensamientos y centrarse en el presente, mantenía aquella postura.
Revivía cada momento, en el bosque o en su casa. Todo le traía bellos momentos. Todo le recordaba algo. Y, desde que había encontrado ese dichoso libro, en sus sueños se inmiscuía, de una manera u otra, aquel pensamiento. No podía pensar en su hija emigrada a Paris, sin ver en su camiseta aquellas dichosas letras doradas. No podía recordar los paseos por el lago con su esposa sin ver a los pies de un arbol aquel andrajoso libro. Poco a poco, la situación comenzaba a superarle. Poco a poco, en su cabeza se insalaban imágenes muy familiares, pero que había eliminado de su cabeza como un acto reflejo: cuerpos mutilados, pilas de niños muertos, mujeres huyendo sin ninguna dirección aparente, llorando, gritando el nombre de su hijo, y buscando por todos lados sin ninguna dirección concreta, rocas que se agolpaban sobre aquel pueblo. La iglesia derruida por el terremoto, y la ladera llena de rocas por la avalancha. Su mujer, desmayada por la confusión del momento, y su hijo, desaparecido. El fuego lo quemaba todo, incluido a su hijo. Y el gritaba, gritaba con todas sus fuerzas, y veía a su hijo calcinarse, y cuando vio que no podía hacer nada, lloró. Lloró como no lo hizo en su vida, mientras intentaba entrar en el fuego, y se creaba las llagas en las manos. Unas llagas que le acompañarían el resto de su vida. Y, en ese recuerdo aparecía, justo al lado de su hijo. La constitución de la anarquía.
-¡Tobías!
El poeta se había abstraido de todo lo que le rodeaba de una manera que no había recreado nunca. El editor contemplaba a su viejo amigo, con las lágrimas goteando por varios puntos de su barba, con los ojos llenos de lágrimas. Los puños estaban cerrados con una fuerza inverosímil, y los dientes estaban apretados de una manera extraña, pues rechinaban como si se tratara de una puerta oxidada.
-Tobías, ¿Qué te ocurre?
-Mi hijo…
-Bien, quédate aquí. Voy a prepararte una tila, con ello te tranquilizarás. – Dijo el editor tranquilizado, comprendiendo lo que pasaba. – Y antes de que digas nada, no me iré hasta que no te tranquilices y te duermas.
-Esto no es como otras veces, Alberto. Esto no es un simple ataque de nervios, esto es mucho más fuerte. Ese libro…
-¿Qué libro?
Tobías no respondió. Se limitó a mirar al suelo mientras seguían cayendo las lágrimas sobre la alfombra. Alberto se vio conmovido por aquella escena, y una tímida lágrima brotó de su mejilla izquierda. Aquel hombre estaba indefenso.
-Perdí a mis padres cuando ya era mayor… Pero aún así les necesitaba.
-Nunca somos conscientes del apoyo que son nuestros padres hasta que los perdemos. Nunca nos damos cuenta de todo lo que hacen por nosotros hasta que ya no están.
-Y dos meses después, aquel corrimiento de tierras, que sepultó todo el pueblo en aquel maldito 1976… Las rocas descendieron por la ladera de la montaña, arrasando todo lo que quedó a su alrrededor. Eran las fiestas patronales, y todo el pueblo estaba en la plaza… Fue una catástrofe.
-Fue terrible por lo que tengo entendido.
-¿Sabes cuanto tardaron en declarar la defunción de mi hijo?¡15 horas! ¡Mi hijo murió calcinado ante mis ojos, y tardaron quince horas en dejarme enterrarle!
-Una tragedia, sin duda.
-El fuego se desató de forma muy rápida. La iglesia se derrumbó en segundos por ese dichoso terremoto. Mi vecina Pristila creía muertas a sus dos hijas. ¡No me iré sin mis hijas! Gritaba. ¡No me iré con la vida partida! Estuvo días buscando entre los escombros, y un buen día entró en lo que antes era el ayuntamiento. La pobre mujer entró a buscar a sus hijas, y el techo se derrumbó sobre ella.
-Eso es terrible, Tobías.
-Lo irónico fue que sus hijas aparecieron sanas y salvas a los pocos días de morir su madre. Pero lo peor no es eso, Alberto. Mis pensamientos vienen y se van, y siempre serán bien recibidos, porque forman mi identidad. Sin ellos, yo no soy nadie. Lo peor de esto, Alberto, es que se están contaminando mis recuerdos, y mis sueños. Todo por un libro…
-¿De qué libro se trata, Tobías?
-Se llama La constitución de la anarquía. Ven, te lo enseñaré.

Tobías y Alberto leían con detenimiento el caos que suponía aquel libro. En su presencia, todo se tornaba oscuro y caótico. Todo se volvía incierto, y uraño. No era la representación del mal, pero al menos ellos lo entendían así. Un libro que no daba respuestas, pero que creaba las dudas existenciales más simples que se puedan concebir. ¿Por qué? Y lo peor, ¿Quién era capaz de escribir semejante idea?
-Tobias. – dijo el editor, con la cara reflejando su más absoluta preocupación, a la par que temor. – No puedes dejar que esto caiga en manos equivocadas. Imagina lo que puede hacer un político con esto. Imagina las locuras que pueden suceder si esto llega a quién no debe. Tobías, debes guardarlo, o deshacerte de él.
-Lo he intentado quemar en repetidas ocasiones, y no le hace ni el más mínimo rasguño. Ni el fuego, ni el agua, ni los golpes. Es más, parece que a cada golpe, el libro parece recomponerse. Esto no es real, Alberto. Debe ser algún tipo de locura mágica, o de otro planeta.
-¿De otro planeta? – Dijo Alberto con sarcasmo, mientras reía de forma insípida. – A tu edad, ¿Y aún creyendo en extraterrestres? Debes estar bromeando.
-No es ninguna broma, Alberto. – Dijo Tobías entre lágrimas. – Tengo la sensación de que este libro me observa, creo que este libro tiene vida realmente. Desde que este libro llegó a mis manos, mis sueños y mis pensamientos se tornan cada vez más oscuros, y a cada página que leo lo que me rodea se vuelve más extraño. Tengo miedo, Alberto. Tengo mucho miedo. Y lo peor es que el libro lo sabe.
El silencio se hizo en aquella sala. Ninguno de los dos se miraba, y ninguno de los dos miraba al libro. Evitaban cualquier tipo de contacto entre ellos y con la mesa. El miedo se había apoderado de Tobías, que respiraba de forma arrítmica, y de Alberto, que no veía la hora de salir de aquella casa.
-Creo que deberías descansar. Esto es una locura hasta para mí. Mañana volveré, pero… ¿Tobías?

Tobías se había marchado sin hacer ruido. Había algo que le aterrorizaba aún más que ese libro, y lo había visualizado desde la ventana. Mientras evitaba el contacto visual con el libro, había posicionado su mirada en  los robles. De la nada, se formó una silueta morada. Una silueta morada con una forma femenina, y que con sus dos destellos a modo de ojos, miraban directamente a Tobías, hasta que comenzó a adentrarse en el bosque. Al ver esa situación, bajó rapidamente las escaleras de su casa, y sin cerrar la puerta, corrió todo lo que su anciano cuerpo le permitía en la dirección que la morada silueta había huido. Veía entre los árboles algunas reminiscencias moradas, que le daban el camino a seguir. Los árboles parecían hostiles. La luna daba una luz deficiente que reflejaba caras monstruosas y a la vez inexistentes en la corteza de los árboles. El viento movía las ramas, que parecían querer golpear a aquel anciano labriego. La lluvia caía cada vez con más intensidad, haciendo creer a aquel poeta que la Madre Naturaleza a la que tanto había amado y respetado, se volvía en su contra, y le castigaba por un crimen que no había cometido. Finalmente, llegó al lago.
Tras tumbarse en el suelo, con la intención de retomar el aire, y de tranquilizarse, vio a aquella silueta sentada sobre una roca en la orilla. Tobías comenzó a arrastrarse, mientras esbozaba gemidos de dolor y de esfuerzo debido a su ya avanzada edad. La silueta volvía a mirarle, y se levantaba de la roca. Poco a poco se acercaba a Tobías, paso a paso, con una parsimonia inaudita, mientras Tobías cesaba en su esfuerzo. Finalmente, la silueta llegó a Tobías, y este, a los pies de la silueta, trató de incorporarse para visualizar la cara de aquella silueta que le había atormentado tan tarde.
Y no se lo pudo creer. No pudo decir nada. Sólo lloraba.
No se lo pudo creer. Aquella silueta femenina era...