-Triste mortal, acurrucado en tus
propios sentimientos, agotado por la fatiga de una vida llena de humillaciones
y degradaciones a tu propia moral. ¿Esperabas encontrar las respuestas que
buscaste durante tu miserable vida?¿Esperabas encontrar algún tipo de
revelación que te hiciera comprender el mundo que te rodea? Lo siento mucho.
Este no es el libro que buscas. Este libro no va a ayudarte a retomar tu vida.
Este libro no va a darte las respuestas para comprender por qué el mundo se ha
desarrollado de esta manera y no de otra. Este libro es mucho más que todo eso.
Este libro va a mostrarte una nueva forma de ver la humanidad, la naturaleza, y
hasta tu propia vida. La constitución de la anarquía es la metáfora del sabio,
pero también puede ser la oportunidad de oro del ignorante. Este libro puede
ser interpretado como la máxima expresión de la ambición y de la libertad, a
pesar de que ambas palabras puedan ser antónimas. Sin embargo, este libro no
busca expresar eso. Busca dar a conocer al lector lo que puede ocurrir el día
de mañana, si el contenido de este libro cae en malas manos. Léelo. Y si no lo
vas a leer, dáselo a alguien que si esté
pensando en ayudarse a sí mismo de una manera ajena a lo espiritual.
El poeta se echó los dedos pulgar
y corazón de la mano derecha al puente de la nariz y ejerció una presión media
mientras trataba de asimilar lo que acababa de leer. Las arrugas de su poblada
frente parecían alisarse conforme se marcaban las venas que pasaban por allí,
símbolo de la extrema concentración a la que se sometía el poeta en aquellos
instantes. El caos que comenzaba a poblar su cabeza hacía tiempo que se había
marchado. Por desgracia, esa ausencia parecía haberse convertido en vacaciones.
Ahí estaba, sentado en la silla de su escritorio, con la mano cubriéndole el
rostro, mientras imágenes bélicas venían a su anciana cabeza y perturbaban sus
pensamientos tan livianos. Ese dichoso libro había venido para acabar con la
paz que se había instalado en aquella casa hacía ya mucho tiempo. Y no pensaba
permitirlo.
Volvió a leer aquel párrafo, y
hubo algo que le llamó la atención: “Y si no lo vas a leer, dáselo a alguien
que si esté pensando en ayudarse a sí
mismo”. Definitivamente, si alguien de fiar se presentaba ante él como una
posibilidad para deshacerse de ese maldito libro, no lo dudaría ni un solo
instante. Sólo debía esperar. Y mientras esperaba, podría seguir leyendo el
libro, por si por algún casual cambiaba de idea, algo que le aterraba.
Permanció en esa posición
pensativa mucho tiempo, hasta que un día alguien llamó a la puerta. Aquel
anciano poeta mantuvo la esperanza de que aquella incómoda visita se fuera por
donde había venido, pero no fue así. Aquella persona llamó a la puerta de forma
insistente durante minutos. El anciano decidió ir a ver de quién se trataba, y
cuando abrió la puerta, sus temores se deshicieron durante unos instantes. Era
su editor.
-Tobías, amigo mío… He venido a
verte, no dabas señales de vida y tenemos cuantiosos contratos que firmar…
-Pasa, hablemos tranquilamente.
No he tenido unos días muy buenos… Pero ya he completado la novela.
-Te noto cansado… Como si no hubieras
dormido en días. ¿Qué ocurre? Me tienes preocupado.
-No es… nada. Simplemente he
estado mucho tiempo despierto terminando la novela. Pasa.
El editor entró en la morada del
poeta, y se acomodó en uno de los sillones que colindaban con la chimenea. Tras
azuzar un poco el fuego, llegó el poeta con unas tazas de café. Aquel hombre de
negocioa miró a Tobías, agotado, extenuado y sin asear. Abrió con parsimonia su
carpeta, mientras examinaba una y otra vez a su viejo amigo. Rebuscaba en su
carpeta como si tuviera un ojo más, y finalmente encontró lo que buscaba.
Extrajo de su portapapeles una pila pequeña de hojas y, tras dejar a un lado la
carpeta, se dispuso a buscar los contratos. El poeta tampoco quitaba ojo al
editor, pero se preocupaba más de tratar que no se notara su cansancio que de
intentar sacar conclusiones a las acciones de aquel hombre.
-Bien, Tobías, vamos a hablar un
poco de tu novela.Quedamos en que tú le pondrías un nombre con gancho, algo
comercial que llamara a los adolescentes. Te escucho.
-J’ai fait une promesse.
-Interesante, muy interesante…
Creo que si los de marketing no tiran tu propuesta abajo, este será el nombre
definitivo. Me gusta mucho que sea en francés, la lengua del amor…
-La lengua del amor no existe.
Sólo existen palabras vacías para expresar de forma vaga una idea. Sólo debes
ser tú del que te sirvas para expresar tus sentimientos. Tan romántico puede
ser un alemán como un francés.
Aquel editor se sorprendió ante
la tajante respuesta de Tobías. Sin embargo, prefirió no darle respuesta, y le
dijo que, antes de firmar nada, debía ver el resultado de su trabajo. El poeta
se levantó y fue a su escritorio, y vino con una pila de papeles, llenos de
anotaciones, de poemas, y, coronando aquella pila, una memoria en la que se
encontraba la novela.
-Aún me queda decidir qué poemas
entrarán en el contenido final.
-Por eso no te preocupes. Los que
se queden fuera serán editados en otro libro posterior. Voy a ver…
El editor se quedó mirando
algunos, pero se detuvo principalmente en uno que le llamó la atención
demasiado. Tobías cerró los ojos un instante, mientras el editor recitaba en
alto aquel poema:
Corazón fiero
Miro a Parsimonia a los ojos, ¿Quiere
Recompensarme por todo lo que he hecho?
Mi esperanza es como una flor que muere.
Ojos cansados, dolor en mi pecho,
Flores muriendo, corazón sin calma,
Mi idea de ella muere sobre un lecho.
Pero no esperaré a que muera mi alma
Si he de enamorarme, lo haré sin miedo
Como aquel que toda la noche empalma.
Y si no recuerdo, será que puedo
Comenzar de nuevo, empezar de cero
Encontrar otra chica en el viñedo
Tumbada, viendo mi corazón fiero.
El editor miró a Tobías, que
abrió los ojos al finalizar el poema. Esbozó una sonrisa de agradecimiento,
mientras le extendía al anciano una pluma y el contrato. El poeta quería
mostrarse satisfecho, quería mostrar agradecimiento a la editorial por volver a
confiar en él y haberle prometido un libro más. Pero no podía. La constitución
de la anarquía le estaba comiendo la moral poco a poco. Ese dichoso libro
acabaría por matarle, lo sabía.
Y lo peor era que el editor también lo sabía.
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