-Y mis sentimientos no se irán,
seguirán ahí por siempre. Aunque no pueda expresarlos, es una realidad. Aunque
no quiera expresarlos, siguen ahí dentro. Y por mucho que me avergüence al ver
tu rostro, por mucho que mi voz se entrecorte a cada sílaba expulsada por mi
garganta, por mucho que mis lágrimas caigan desacompasadas y descontroladas
haciendo cursos por mis mejillas, sé que, en el fondo de mi corazón, siempre
guardaré un sitio para ti. Porque te amo, porque te amé, y porque te seguiré
amando hasta el ocaso de mis días. Y esto es así desde que vi por primera vez
tu rostro pasar por delante de mí, desde que nos presentó tu amigo, desde que
me olvidé de mis miedos. Y sé que por mucho que me lo proponga, jamás podré
olvidarte, porque formas parte de mi historia, de la historia que cada día
trato de hacer un pelín más grande. Tu recuerdo me ayuda a seguir adelante, tu
recuerdo me da las fuerzas que muchas veces me faltan. Porque cada vez que
sueño, cada vez que me quedo dormido, veo tu cara, veo tu sonrisa, y ansío
tocarla con la yema de mis dedos. Y sé que, a pesar de todo lo que tenga que
decirte, debo dejarte marchar, y tratar de pasar página. Pasaré la página de un
libro que tiene las páginas pegadas por el agua de mis lágrimas. Sé que será
difícil, pero… ¡Qué demonios! Lo intentaré, y lo conseguiré, aunque ello me
cueste la vida. Porque si hay alguien que merezca ser feliz, esa eres tú. Así
que me iré, por donde la esperanza dibuja calaveras apegada a la desidia y al
abandono. Trataré de alejarme por caminos sombríos, y volver de vez en cuando,
para verte feliz. Para ver a mi niña feliz. Sé feliz, ahora que yo no puedo.
El poeta finalizó así su primera
obra no lírica, y comenzó a revisar ese último párrafo una y otra vez.
Finalmente, encendió su pipa, y comenzó a reflexionar consigo mismo en su
mecedora, a la entrada de su acogedora y a la vez humilde morada. Las vistas
desde ese lugar eran espléndidas, dignas de la fotografía más hermosa que jamás
podrías visualizar. La capilla sixtina se retorcería de envidia al ver la
belleza que la naturaleza es capaz de mostrarnos a veces. Este mundo es
hermoso, maravilloso, si eres capaz de abandonar tu mente y abstraerte dentro
del complejo de la naturaleza. Los jilgueros se posaban en los brazos de la
mecedora, y el anciano poeta desmenuzaba trozos de pan duro a sus pies, para
que los animalitos comieran y le hicieran compañía. El apesadumbrado hombre
mostraba su sonrisa ante tal escena, que tantas rimas le había inspirado, y que
tantos quebraderos de cabeza le habían ahorrado. Acercó su minicadena, apoyada
sobre la mesa de nogal, y la encendió, haciendo sonar una maravillosa canción a
violines, piano y violonchelos. Mientras contemplaba a los jilgueros
alimentarse, procedió a su metidación.
En esta ocasión debía elegir el
nombre de su primera y probablemente última novela corta. Revisó mentalmente el
argumento de su obra. Un joven, acostumbrado a los paseos por el campo y a la
vida tranquila, decidió abandonar esa vida y adentrarse en el ajetreado mundo
de la ciudad. Allí conoció a una hermosa chica, que cautivó su corazón desde el
primer momento. Pero las cosas no siempre salen como quieres, y un malentendido
acabó con todo ello. Él volvió al campo, y pasó semanas encerrado en su villa
sin querer ver a nadie. Hasta que un día, ella le encontró, y le comentó que
ahora salía con un nuevo chico. Él lo comprendió y dijo las palabras con las
que abría este relato. El experimentado poeta debía dar un nombre a la obra, y
comenzó a barajar nombres, y a jugar con el lenguaje que este precioso idioma
nos brinda. Y, finalmente, lo encontró: “J’ai fait une promesse: Te hice una
promesa”. Además, la novela iría acompañada con unos poemas a modo de broche
final y a modo de ilustración de la historia. Pero no se sentía demasiado
inspirado en ese momento como para abordar la ardua tarea de elaborar un poema
del mismo calibre que la historia, por lo que decidió vagar por el bosque
durante unos minutos, a modo de refrescar su alborotada cabeza de ideas y de
estrofas.
La noche comenzaba a acomodarse
en las lomas de las montañas. Poco a poco la luna iba desplazando a Lorenzo,
con su ejército de estrellas y de oscuridad. El sueño de una vida pasajera
comenzaba a cobrar sentido en la mente del poeta. Una vida efímera, pero vivida
con toda la intensidad que los campos y los bosques permitían. Conforme
atravesaba el camino, miles de recuerdos venían a su mente: la primera vez que
besó y que fue besado, bajo la copa de un abedul; la primera vez que hizo el
amor, bañado con su amada en el lago; los incontables paseos con su hija de la
mano atravesando la acequia…
Ahora vivía solo en aquella
humilde casa rodeada de árboles. Desde que su esposa falleció, aquel hogar se
había quedado huérfano del calor familiar y de la melodía de sus risas. Tras
algunos años, el poeta había aprendido a sobrellevar la pérdida de su amada,
pero este suceso quedaría siempre reflejado en su obra. Desde ese suceso, sus
versos se habían llenado de un aura de melancolía y tenebrismo dignos de
Caravaggio. Por ello, decidió que igual era necesario abrirse a nuevos
horizontes, o por lo menos aparcar, aunque de forma parcial, su principal
labor. Así que decidió emprender la elaboración de una novela corta, para
depurar su alma rota, y para, de paso, abrirse en el mercado juvenil que ansía
con todo su espíritu leer a autores que expresen lo que ellos sienten.
Tras unos instantes, se acomodó
al borde del lago, sentándose en una roca. Y, contemplando el agua cristalina,
comenzó a ver los distintos peces moverse dentro del agua. Realmente aquel
poeta era muy afortunado de tener al alcance de la mano todas aquellas escenas
de pureza. Largas noches de sosiego había invertido contemplando estos
paisajes, alegrías del alma, para el poeta que busca la palabra exacta.
La noche se hizo notar finalmente
en el horizonte, y las estrellas se instalaban por todo el firmamento. El ruido
de los grillos era la única compañía que tenía nuestro poeta, siempre inmerso
en sus pensamientos sin una voz que los calle. Un único pensamiento, que rondaba
su mente hasta hacerla destruirse en mil añicos: “Que cuando duermo, sigo
soñando contigo”. Después de tanto tiempo, aún era incapaz de aguantar sus
lágrimas ante una pérdida tan dolorosa. La pérdida de un amor que había
permanecido junto a él en los buenos y en los malos momentos. Tras unos
instantes en los que dejó que las lágrimas revasaran sus globos oculares,
decidió proseguir su marcha por el bosque, para seguir recordando grandes
momentos en su ya anciana vida.
La luna y las estrellas eran la
única iluminación que el poeta necesitaba para caminar entre los árboles y los
matojos. A su alrededor, los conejos brincaban y jugaban entre ellos, los búhos
detenían su caza para observarle pasar, y los ciervos detenían su marcha para
dejarse acariciar por aquel poeta labriego. El anciano caballero de la barba
mesada era realmente una parte más de todo aquel paisaje, pues los animales le
asimilaban como uno más entre ellos. No le temían, no se sentían amenazados en
su presencia y, aún mejor, habían llegado a quererle como a uno de los suyos. Quizá
fue la brisa, quizá el cariño de aquellos seres, pero lo cierto era que aquel
hombre se sentía reconfortado con todo ello. Quizá fue todo aquello lo que
provocó que aquella musa de vestido azul y rizos dorados se acercara
sigilosamente y se instalara en lo más profundo de su espíritu. Así que sacó la
libreta que llevaba guardada en su bolsillo, su pluma, y procedió a escribir
las palabras que emanaba su alborotada pero ordenada cabeza:
Me dicen
Me dicen que esta noche a las
estrellas se las ve sin prisa
Me dicen que esta noche la luna
mostrará su sonrisa
La sonrisa de esa niña que
enamora y que te da la vida
La sonrisa de esa niña que te
mira y que jamás te olvida…
Me dice Esperanza que te ha visto
cerca de los ramales
Arrancando de ese vestido celeste
todos los retales
Tumbada en la albahaca esperando
a que llegue tu fiel amante
Floreciente lucecilla en tus
ojos, que ahora están distantes.
Y en mis sueños apareces, me
seduces, y me muerdes
Y rompes mis silencios, me dices
que me quieres, será
Que no quieres estar sola y crees
que la derrota no verás
Mientras juegues conmigo, seré tu
esclavo, hasta que despierte.
Tras anotar estos versos, decidió
que ya era hora de ir volviendo a su morada para entregarse al sueño profundo,
así que desandó el camino que había llevado a cabo.
Tras unos instantes, se fijó en
un halo que reflejaba la luz que la luna proyectaba sobre ese lugar. Así que el
poeta se acercó lentamente pero sin pausa ninguna. Tranquilamente se posó a los
pies de aquel reflejo leve, y se agachó no sin dificultad a recoger aquel
objeto. Al tenerlo en sus manos, se extrañó. Se trataba de un libro, con una
portada y contraportada completamente negras, y con unas letras bordadas en
dorado, que daban el reflejo que había visualizado el poeta.
Quizás no fue el hecho de haber
encontrado ese destrozado libro. Quizás no fue el hecho de haber decidido
pasear en aquel momento por el robledal. Pero lo que estaba claro, tanto para
ustedes como para mí, era que la etapa final de aquel poeta no sería la que
tenía planeada, desde que se encontró con La Constitución de la Anarquía.
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