-No entiendo lo que me pasa,
Andrés. Hay veces que sólo con pensar en ella me sonrojo y sonrío como un
estúpido, y hay otras que sólo con pensar en que está lejos de mí me deprimo y
suspiro.
-Tengo la sensacíon, amigo mío,
de que te estás enamorando.
-Eso no puede ser… Aún no conozco
esa sensación. Jamás he llegado a querer a una mujer como si fuera mía, y me
aterra la idea de empezar a depender de otra persona.
-Bien, veamos… ¿Cuándo piensas en
ella sientes como cada pelo de tu piel se eriza?
-Si…
-¿Y cuando estás con ella
comienzas a sudorar?¿Te pones nervioso y no controlas el habla?
-Si…
-¿Y cada vez que te toca la mano
sientes el deseo de apartarla, pero a la vez sientes el deseo de agarrarla
fuerte?
-Si…
-Tobías, amigo mío… Te has
enamorado. Pero no te preocupes, eso no es malo. De hecho, es la mejor
sensación del mundo. Ahora vas a verte mucho más guapo, vas a creerte con la
suficiente fuerza como para poder con todo lo que te echen encima, y vas a
sentir la necesidad de demostrarlo, porque ella está a tu lado. Porque la
necesitas. Y, aunque no te lo creas, probablemente ella te necesite a ti.
-Pero, ¿Y si ella no siente lo
mismo por mi?
-¡Has aceptado tu enamoramiento!
Pensé que me lo pondrías más difícil. Ella probablemente se esté negando ahora
mismo ese sentimiento. Todas lo hacen. Lo que tú debes hacer es mostrarte
inaccesible, hacerte el duro, para que ella se fije más en ti.
-¿Voy a lograr ese efecto
haciendo todo lo contrario a lo que en teoría debo hacer? No tiene sentido…
-Amigo mío, qué poco entiendes de
mujeres…
-Lo único que alcanzo a entender
es que a cada minuto que paso sin ella muero un poco más por dentro…
El poeta revisaba su libro con la
paciencia que un padre tiene al enseñar a su hijo. Su obra estaba comenzando a
dar los primeros pasos, comenzaba a dar sus primeras palabras, y pronto
abandonaría los pañales para comenzar a desenvolverse en el mundo de los libros
publicados. El anciano sabía que debía cuidar el más mínimo detalle para poder
publicarlo. Esta sería su obra cumbre. Esta sería la obra que le daría el
reconocimiento que necesitaba. Tan sólo necesitaba unos poemas más…
Un joven labrador de campo que
emigraba a la ciudad, y se encontraba con emociones nuevas, sentimientos
nuevos, y enfrentamientos nuevos contra su propia cabeza. Si, ya se había
escrito sobre esta temática, pero aquel poeta se guardaba un as bajo la manga:
cuando la gente leyera la obra, no estarían leyendo a un personaje ficticio.
Estarían leyendo la obra de su vida, la obra de su pasado. Una novela que le
servía de autobiografía. Una obra que sería como el final de su propio cuento
de hadas. El cuento de hadas que fue su primer amor.
Sólo de recordar, aquel poeta se
entristecía y se ruborizaba a cada palabra que escribía sobre su idealizada
querida. Cada recuerdo, emborronado por el paso del tiempo. Cada caricia,
acicalada con palabras vacías que sonaban bien y con lágrimas que aún hoy
seguían cayendo. No renunciaría a ello ni aunque cien soles cayeran sobre su ya
demacrada espalda. Porque es un dolor que lleva sintiendo desde hace años, pero
es un dolor al que se ha acostumbrado, y, más importante aún: es un dolor al
que ama y respeta como una personificación de su propia idealización femenina.
El poeta respiraba de manera
honda, impregnándose del olor a incienso que tenía en su escritorio. Esa vela
se consumía poco a poco, al igual que su vida. Al igual que su juventud, que su
alegría, que su vitalidad. Cerró los ojos aquel labrador, y repasó mentalmente
el contenido que faltaba en su obra. Y, de repente, por la ventana, como el
alba que pide permiso, la musa celeste, Inspiración, se asomó por los recodos
de su imaginación. El poeta se apresuró a coger su pluma, y comenzó a escribir:
Lejos
Esta es mi vida, aquello que te entregué.
Todos los sentimientos que te regalé.
Y estos mis sueños, que envolví para hacerte feliz.
Y esta alegría, una careta con la que mentí.
Y ahora estoy aquí
Lejos de ti
Ese esfuerzo que no valoré
Tu estás allí
Pasando de mí
Ese muro que no escalé
Estamos aquí
Cerca del fin
Ignorancia de la inmadurez
Y ahora no sé que demonios hacer, ni aunque tu mirada me
calme.
Y este es mi mundo, a medio construir.
Esta sonrisa, que nunca enseñé, ahora veré
Que mientras todos dormían la suerte
Yo labraba cada amanecer que esgrimí.
Y ahora estoy aquí
Lejos de ti
Ese esfuerzo que no valoré
Tu estás allí
Pasando de mí
Ese muro que no escalé
Estamos aquí
Cerca del fin
Ignorancia de la inmadurez
Y ahora no sé que demonios hacer, ni aunque tu mirada me
calme.
Y ahora tengo miedo de no verte
Y me aterra que el viento se lleve
Los pocos recuerdos de mi mente
Y que aún no sea demasiado fuerte.
Y ahora estoy aquí
Lejos de ti
Ese esfuerzo que no valoré
Tu estás allí
Pasando de mí
Ese muro que no escalé
Estamos aquí
Cerca del fin
Ignorancia de la inmadurez
Y ahora no sé que demonios hacer, ni aunque tu mirada me
calme.
Otro
triunfo de la mente del poeta. De forma breve, repasó los versos y los fue
removiendo poco a poco, jugando con esta rica lengua que nos brindan. Tras
ello, hizo la composición definitiva, y cerró su rimadero. Ya era suficiente
por hoy, pensó. Y alzó la vista.
Ahí estaba.
Ahí estaba ese libro que se había encontrado en el bosque. Practicamente
destruido, ilegible y maloliente. No había dado mucha importancia al hecho de
que ese libro estuviera en el bosque perdido, pero lo cierto es que guardaba la
esperanza de deshacerse de él sin darse cuenta. Y, sin embargo, ahí seguía, sobre
el escritorio, como una losa que no puedes levantar, como una vergüenza que no
te atreves a confesar, como ese secreto que jamás le contarías a nadie. Ese
libro significaba para el poeta todo lo malo que existía, y no se explicaba por
qué era así. Sólo sabía que en su mente ese libro era la personificación del
mal, a sabiendas de que no había abierto el libro ni había visualizado su
contenido. Nada.
Lentamente
lo fue cogiendo y lo acercó al atril donde colocaba sus novelas. Estaba
decidido. Era el momento de hojear de una vez lo que contenía ese dichoso
tratado. “La constitución de la anarquía”, rezaba en letras doradas. No existía
el autor. No había fecha de edición. No había ISBN. Nada. Sólo una portada, una
contraportada a modo de rosas marchitas y muchas, muchas hojas a medio
descolgarse. La constitución de la anarquía, qué nombre más estúpido… ¿Se
trataba de una constitución realmente? ¿Se trataba de un tratado en el que
hablaba de los componentes necesarios para la anarquía? ¿Era un nombre metafórico
acaso? No lo sabía, pero tenía claro que, si no leía con atención no lo
averiguaría nunca.
El poeta
abrió definitivamente el libro, con decisión y con inquina. Lo que comenzó a
leer no sería capaz de asimilarlo jamás. Realmente todas sus predicciones sobre
ese libro comenzaban a hacerse realidad en su mente: aquel libro no era humano.
Y lo que es peor: aquel libro no era algo que fuera capaz de entender por
completo. A cada lectura extraía conclusiones nuevas. El poeta, cansado de leer
el primer párrafo, lo leyó en alto, esperando que la musa celeste se apareciera
de nuevo. Aquel párrafo decía lo siguiente:
No hay comentarios:
Publicar un comentario