miércoles, 1 de mayo de 2013

In Medias Res II: J'ai Fait Une Promesse(parte IV)

-Bien, con esto hemos finalizado todo lo concerniente a los aspectos de marketing y de distribución de la novela. En lo que a ti respecta, tendrás un 60% de los beneficios, unido a un plus de un 5% añadido a ese 60 por cada premio que gane la editorial por tu trabajo. Un 20% será para mí y un 15% en el caso de haber premios. Y el otro 20% restante será de la editorial y de sus trabajadores.
El editor miró a aquel cansado anciano, que asentía mientras miraba la fría chimenea. No era tiempo de encender un fuego, pero tampoco lo era para abrir las ventanas y dejar que el viento se acomodara en su apacible hogar. El cielo comenzaba a llorar sobre el bosque, y la brisa primaveral de aquel 2010 parecía quejarse ante las lágrimas vertidas, por lo que, a modo de manifestación, comenzó a encabritarse y a ganar fuerzas poco a poco. Lorenzo pronto se iría a dormir, y con ello, la noche se instalaría, con sus amigas las estrellas.
-Tobías, creo que no me estás escuchando…
Tobias se había quedado absorto en sus pensamientos metafóricos sobre la vida. Sentado en su sofá de cuero recién adquirido, pero a la vez rasgado por el paso del tiempo, veía cómo en la lejanía el cielo y el viento libraban una encarnizada batalla para molestar a aquel anciano. El sonido de la lluvia le tranquilizaba, pero el viento…
Si había algo que inquietaba a aquel apacible poeta desde pequeño era el viento. Desde joven, había visto en su morada como su padre se enfrentaba en múltiples ocasiones a la naturaleza, ya fuera para arreglar el tejado, conseguir más leña, o simplemente cerrar la puerta del cercado para que no escaparan las gallinas. En aquella zona el viento soplaba de una forma feroz, y con ello, llegaba la nostalgia de un pasado que se tornaba ya lejano. Tobías era capaz de contemplar con perfecta nitidez su infancia. Se veía a sí mismo sentado en la mesa de la cocina, viendo como su madre terminaba de preparar el estofado, con aquel olor capaz de levantar con hambre a un difunto. Veía a su hermosa madre romper con su mano varias hojas de laurel, y rociarlas sobre la base del estofado, para darle un toque aromático. Veía a su padre, fumando siempre tabaco de pipa, mientras leía a clásicos como Espronceda o Bécquer. Fue su padre quién le inculcó aquellos valores que defendía con tanto orgullo, como el apoyo mutuo, la fraternidad o el amor por las cosas, aunque fueran nimias. Siempre lo recordaba, pero con aquel sonido del viento, podía sentir a sus padres sentados a su alrededor. A su madre, haciendo calceta mientras recitaba Lope de Vega, y a su padre, siempre dispuesto a corregir a su amada a la más mínima equivocación, y preparado para coger el testigo si su querida esposa tenía la garganta seca. Fueron ellos los que le transmitieron ese amor por la literatura, y será a ellos a los que siempre estará agradecido. En cierto modo, le habían aislado de ciertas penurias del mundo exterior.
De alguna manera, la nostalgia le hacía sentirse aún más viejo de lo que ya era. Recordaba su infancia, su tranquila adolescencia, sus múltiples viajes por los círculos literarios más selectos, sus viajes románticos callejeando por las calles de múltiples ciudades, reviviendo el espíritu del 98. Podía ver en una esquina a Manuel Machado, y a la siguiente esquina se encontraría a Unamuno. Revivir aquellos viajes le devolvían cierta alegría de la que perdía cada vez que pensaba en ella. Siempre la quiso casi tanto como a su extensa biblioteca. De hecho, con el paso de los años, de los momentos, y más aún con el fallecimiento de sus padres, terminó asimilando que sus libros no le animarían en momentos así, y que sólo tenía a su amada esposa. En el momento en el que se dio cuenta, se volvió en el marido modelo. Dejó la bebida por ella, rompió su carné de socio del Celta de Vigo, y terminó vendiendo muchos de sus poemas a revistas literarias, lo que le hizo ganar mucha fama en muy poco tiempo. Aún así, él prefería el amor de su esposa a cualquier contrato de pacotilla. Y, cuando era capaz de abandonar sus pensamientos y centrarse en el presente, mantenía aquella postura.
Revivía cada momento, en el bosque o en su casa. Todo le traía bellos momentos. Todo le recordaba algo. Y, desde que había encontrado ese dichoso libro, en sus sueños se inmiscuía, de una manera u otra, aquel pensamiento. No podía pensar en su hija emigrada a Paris, sin ver en su camiseta aquellas dichosas letras doradas. No podía recordar los paseos por el lago con su esposa sin ver a los pies de un arbol aquel andrajoso libro. Poco a poco, la situación comenzaba a superarle. Poco a poco, en su cabeza se insalaban imágenes muy familiares, pero que había eliminado de su cabeza como un acto reflejo: cuerpos mutilados, pilas de niños muertos, mujeres huyendo sin ninguna dirección aparente, llorando, gritando el nombre de su hijo, y buscando por todos lados sin ninguna dirección concreta, rocas que se agolpaban sobre aquel pueblo. La iglesia derruida por el terremoto, y la ladera llena de rocas por la avalancha. Su mujer, desmayada por la confusión del momento, y su hijo, desaparecido. El fuego lo quemaba todo, incluido a su hijo. Y el gritaba, gritaba con todas sus fuerzas, y veía a su hijo calcinarse, y cuando vio que no podía hacer nada, lloró. Lloró como no lo hizo en su vida, mientras intentaba entrar en el fuego, y se creaba las llagas en las manos. Unas llagas que le acompañarían el resto de su vida. Y, en ese recuerdo aparecía, justo al lado de su hijo. La constitución de la anarquía.
-¡Tobías!
El poeta se había abstraido de todo lo que le rodeaba de una manera que no había recreado nunca. El editor contemplaba a su viejo amigo, con las lágrimas goteando por varios puntos de su barba, con los ojos llenos de lágrimas. Los puños estaban cerrados con una fuerza inverosímil, y los dientes estaban apretados de una manera extraña, pues rechinaban como si se tratara de una puerta oxidada.
-Tobías, ¿Qué te ocurre?
-Mi hijo…
-Bien, quédate aquí. Voy a prepararte una tila, con ello te tranquilizarás. – Dijo el editor tranquilizado, comprendiendo lo que pasaba. – Y antes de que digas nada, no me iré hasta que no te tranquilices y te duermas.
-Esto no es como otras veces, Alberto. Esto no es un simple ataque de nervios, esto es mucho más fuerte. Ese libro…
-¿Qué libro?
Tobías no respondió. Se limitó a mirar al suelo mientras seguían cayendo las lágrimas sobre la alfombra. Alberto se vio conmovido por aquella escena, y una tímida lágrima brotó de su mejilla izquierda. Aquel hombre estaba indefenso.
-Perdí a mis padres cuando ya era mayor… Pero aún así les necesitaba.
-Nunca somos conscientes del apoyo que son nuestros padres hasta que los perdemos. Nunca nos damos cuenta de todo lo que hacen por nosotros hasta que ya no están.
-Y dos meses después, aquel corrimiento de tierras, que sepultó todo el pueblo en aquel maldito 1976… Las rocas descendieron por la ladera de la montaña, arrasando todo lo que quedó a su alrrededor. Eran las fiestas patronales, y todo el pueblo estaba en la plaza… Fue una catástrofe.
-Fue terrible por lo que tengo entendido.
-¿Sabes cuanto tardaron en declarar la defunción de mi hijo?¡15 horas! ¡Mi hijo murió calcinado ante mis ojos, y tardaron quince horas en dejarme enterrarle!
-Una tragedia, sin duda.
-El fuego se desató de forma muy rápida. La iglesia se derrumbó en segundos por ese dichoso terremoto. Mi vecina Pristila creía muertas a sus dos hijas. ¡No me iré sin mis hijas! Gritaba. ¡No me iré con la vida partida! Estuvo días buscando entre los escombros, y un buen día entró en lo que antes era el ayuntamiento. La pobre mujer entró a buscar a sus hijas, y el techo se derrumbó sobre ella.
-Eso es terrible, Tobías.
-Lo irónico fue que sus hijas aparecieron sanas y salvas a los pocos días de morir su madre. Pero lo peor no es eso, Alberto. Mis pensamientos vienen y se van, y siempre serán bien recibidos, porque forman mi identidad. Sin ellos, yo no soy nadie. Lo peor de esto, Alberto, es que se están contaminando mis recuerdos, y mis sueños. Todo por un libro…
-¿De qué libro se trata, Tobías?
-Se llama La constitución de la anarquía. Ven, te lo enseñaré.

Tobías y Alberto leían con detenimiento el caos que suponía aquel libro. En su presencia, todo se tornaba oscuro y caótico. Todo se volvía incierto, y uraño. No era la representación del mal, pero al menos ellos lo entendían así. Un libro que no daba respuestas, pero que creaba las dudas existenciales más simples que se puedan concebir. ¿Por qué? Y lo peor, ¿Quién era capaz de escribir semejante idea?
-Tobias. – dijo el editor, con la cara reflejando su más absoluta preocupación, a la par que temor. – No puedes dejar que esto caiga en manos equivocadas. Imagina lo que puede hacer un político con esto. Imagina las locuras que pueden suceder si esto llega a quién no debe. Tobías, debes guardarlo, o deshacerte de él.
-Lo he intentado quemar en repetidas ocasiones, y no le hace ni el más mínimo rasguño. Ni el fuego, ni el agua, ni los golpes. Es más, parece que a cada golpe, el libro parece recomponerse. Esto no es real, Alberto. Debe ser algún tipo de locura mágica, o de otro planeta.
-¿De otro planeta? – Dijo Alberto con sarcasmo, mientras reía de forma insípida. – A tu edad, ¿Y aún creyendo en extraterrestres? Debes estar bromeando.
-No es ninguna broma, Alberto. – Dijo Tobías entre lágrimas. – Tengo la sensación de que este libro me observa, creo que este libro tiene vida realmente. Desde que este libro llegó a mis manos, mis sueños y mis pensamientos se tornan cada vez más oscuros, y a cada página que leo lo que me rodea se vuelve más extraño. Tengo miedo, Alberto. Tengo mucho miedo. Y lo peor es que el libro lo sabe.
El silencio se hizo en aquella sala. Ninguno de los dos se miraba, y ninguno de los dos miraba al libro. Evitaban cualquier tipo de contacto entre ellos y con la mesa. El miedo se había apoderado de Tobías, que respiraba de forma arrítmica, y de Alberto, que no veía la hora de salir de aquella casa.
-Creo que deberías descansar. Esto es una locura hasta para mí. Mañana volveré, pero… ¿Tobías?

Tobías se había marchado sin hacer ruido. Había algo que le aterrorizaba aún más que ese libro, y lo había visualizado desde la ventana. Mientras evitaba el contacto visual con el libro, había posicionado su mirada en  los robles. De la nada, se formó una silueta morada. Una silueta morada con una forma femenina, y que con sus dos destellos a modo de ojos, miraban directamente a Tobías, hasta que comenzó a adentrarse en el bosque. Al ver esa situación, bajó rapidamente las escaleras de su casa, y sin cerrar la puerta, corrió todo lo que su anciano cuerpo le permitía en la dirección que la morada silueta había huido. Veía entre los árboles algunas reminiscencias moradas, que le daban el camino a seguir. Los árboles parecían hostiles. La luna daba una luz deficiente que reflejaba caras monstruosas y a la vez inexistentes en la corteza de los árboles. El viento movía las ramas, que parecían querer golpear a aquel anciano labriego. La lluvia caía cada vez con más intensidad, haciendo creer a aquel poeta que la Madre Naturaleza a la que tanto había amado y respetado, se volvía en su contra, y le castigaba por un crimen que no había cometido. Finalmente, llegó al lago.
Tras tumbarse en el suelo, con la intención de retomar el aire, y de tranquilizarse, vio a aquella silueta sentada sobre una roca en la orilla. Tobías comenzó a arrastrarse, mientras esbozaba gemidos de dolor y de esfuerzo debido a su ya avanzada edad. La silueta volvía a mirarle, y se levantaba de la roca. Poco a poco se acercaba a Tobías, paso a paso, con una parsimonia inaudita, mientras Tobías cesaba en su esfuerzo. Finalmente, la silueta llegó a Tobías, y este, a los pies de la silueta, trató de incorporarse para visualizar la cara de aquella silueta que le había atormentado tan tarde.
Y no se lo pudo creer. No pudo decir nada. Sólo lloraba.
No se lo pudo creer. Aquella silueta femenina era...

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