martes, 9 de octubre de 2012

20 de diciembre

Había conseguido salir. Una vez más el instinto de supervivencia que en tantas ocasiones había obligado a aplicar a sus subordinados le hacía salir de aquel agujero infernal en el que tantas otras veces había recluido a gente por delitos mucho menores que el suyo. A su cuenta se aplicaban condenas por enaltecimiento del terrorismo callejero, la lideración de un ejército indisciplinado sin licencia de armas y sin ninguna experiencia en el manejo de estas, destrucción de moviliario emblemático, como el congreso, el asesinato de 280 hombres de la cámara y de por lo menos medio millar de civiles, amén de todas las muertes cuantificadas que se achacaban a su causa. No tenía otra alternativa. Era eso o…

Tras ojear algunos informes en las mesas de los despachos, decidió salir afuera, donde la gente muere sin una razón justificada. Sabía que él había provocado todo el caos de alrededor, pero en ningún momento se le ocurrió la hecatombe que había acontecido. Agarró su fusil, comprobó la munición y decidió salir por la grieta que la explosión había provocado. Era hora de afrontar cara a cara a sus propios demonios.

Las calles estaban vacías. Un silencio se había apoderado de todo Madrid, unicamente interrumpido por el sonido de los cascotes de los edicifios en ruinas chocando contra las aceras. Los coches estaban calcinados, los cadáveres descuartizados se repartían entre las ruinas mientras que las ratas y los buitres hacían el resto. Algunos llantos de niños eran rapidamente silenciados con plomo. La situación se le había ido de las manos a todos. Mirar al cielo suponía mirar una nube de cenizas permanente que no hacía el ademán de moverse, por lo que el aire estaba muy contaminado… Pero eso ya daba igual. Ni el frío típico de diciembre ni las dificultades respiratorias iban a suponerle un problema a la persona que destruyó medio planeta con sus acciones.

Tras recorrer varias calles con un ritmo apesadumbrado, llegó a la plaza del gran reloj, donde había ajusticiado a tantos insurgentes. Todavía se podían contemplar pilas de cadáveres ardiendo y algunos perros peleándose por el brazo de algún niño. La mítica torre del reloj estaba derruida en medio de la plaza, formando un socabón que permitía ver no sin dificultad las instalaciones del metro y de tren. El general contemplaba impávido todo a su alrededor, pero seguía buscando algo que no lograba encontrar.

Tanto Pasqual como Minerva se lo habían avisado. Parecía que todos eran conscientes de la situación menos él. Hasta Verónica se lo había llegado a reprochar en tantas ocasiones… La única mujer a la que había llegado a querer como suya le había abandonado a su suerte en un caos que él mismo había provocado. Nunca había mostrado un síntoma de afecto hacia él, siempre le había considerado una sanguijuela más dentro del cuerpo militar con ansias de gloria y de poder. No la faltaba razón. Quizá ahora, después de tantos años mostrándose fuerte frente a las adversidades, era el momento de derrumbarse y llorar como un niño, el niño que nunca pudo ser. Pero una vez más, nadie iba a estar ahí para consolarle.

Los gritos de desesperación y los llantos del general podían oirse lejos, entre las explosiones y los disparos. Los perros aullaban entre mordisco y mordisco, y los cuervos dejaban de picotear los ojos para contemplar al dirigente caido. Se hacía de noche, y el frío era cada vez más terrible. A través de sus rasgadas vestiduras se colaba el aire que le hacía estremecerse y temblar. Comenzó a asumir que había llegado su hora aquel 20 de diciembre. Se colocó de rodillas y comenzó a secarse las lágrimas mientras recitaba unos versos…

El Señor es mi pastor, nada me falta.
En prados de hierba fresca me hace reposar,
me conduce junto a fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el camino justo,
haciendo honor a su Nombre.
Aunque pase por un valle tenebroso,
ningún mal temeré,
porque Tú estás conmigo.
El silencio volvió a apoderarse de su entorno. Ya había hecho todo lo posible. Ya era hora de poner fin a todo esto. Soltó su subfusil y lo dejó a su lado. Sacó de su bolsillo la libreta que Laurita le había regalado y el bolígrafo que le había robado a aquella invidente, y escribió unas palabras.

“Nunca verás el cielo otra vez…
Mientras pienses que no hay cielo…
Nadie aleja lo que ya no ves…
Sal de aquí y emprende el vuelo…
Huye lejos…

Y nunca hallarás, un lugar en paz
Y nunca hallarás un lugar sin miedo
Sabes que el final ya te llegará
Y nunca hallarás un lugar sin fuego
Duerme…
Ahora echo de menos el tiempo
Que tiré por no verte sufrir
El triste pasado se hunde con tiento

Reconozco que en estas cuatro paredes
He olvidado mis principios más inverbes
Mientras me dejé caer entre tus redes…

Y no me deja respirar
La ansiedad de un mundo que se derrumba
De un mundo que me agota
Tal vez te alejaste a tiempo
Tal vez tu puñalada fue a tiempo

Reconozco que en estas cuatro paredes
He olvidado mis principios más inverbes
Mientras me dejé caer entre tus redes…
Ya no tengo a nadie, que me ordene
Sales afuera, donde la gente se muere
Ahí la gente no se mueve…

Ahora tarareas el himno de la mierda
El himno que provocó toda esta miseria
Puedo acabar con esto, pero querría
Demostrar que no quise la guerra…

Y que puedo acabar con ella.

Nunca verás el cielo otra vez…
Mientras pienses que no hay cielo…
Nadie aleja lo que ya no ves…
Sal de aquí y emprende el vuelo…
Huye lejos…

Aún a sabiendas de que estas palabras jamás serán leidas, guardo la esperanza de que mi auto ajusticiamiento ayude a demostrar que jamás quise llegar con mis actos a tales extremos de barbarie y destrucción. Olvidar todo lo efectuado y crear una nueva sociedad será difícil, pero confío en que los seres del mañana que poblen la Tierra vivan en armonía y paz. Mañana, cuando el mundo sea consumido por las llamas, habrá llegado el fin de la raza más inútil que la Madre Naturaleza pudo crear. Una raza que se autodestruye, una raza que se retroalimenta de miembros más débiles de su propia estirpe. Porque todo esto lo provocamos por las ansias de un poder ficticio, sin darnos cuenta de que en ningún momento fuimos dueños de nuestros actos, de que en ningún momento éramos conscientes de que estábamos siendo utilizados por aquellos a los que consiferamos siempre como superiores. Adoramos a falsos ídolos, para evadirnos de que lo que nos rodeaba era una cadena de infortunios planeados por la deidad para guiarnos por un camino que siempre consideramos el correcto. Ahora ya no me queda nada. Ahora ya no creo nada.”

El anticristo perece…

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