Tobias despertó a la mañana
siguiente.
Tumbado en su cama, sólo podía
divisar el gotelé del techo, acorde con el color de sus armarios de madera de
nogal. El blanco estaba presente también en las cortinas, unas cortinas que
dejaban pasar levemente algunos rayos de luz que se depositaban de forma tenue
sobre el hombre que se encontraba sentado en una silla. Era Alberto. Él le estaba
mirando, y Tobías le miraba a él. Pero durante largo tiempo, ninguno de los dos
se atrevió a pronunciar una palabra.
Pasaron los minutos, sin que nada
perturbara aquella calma. A traves de la ventana se oía el crujir del viento
contra el cristal, y el movimiento de las ramas desnudas al son del aire.
Cuando una nube se colocaba en la trayectoria del sol, todo el ambiente se
oscurecía. No era una sensación de inquietud, como la que había vivido la noche
anterior, sino de calma, como si una paz se instalara en aquella casa de nuevo.
Pero cuando la nube retomaba su curso, el sol volvía con sus destellos de
madrugada.
Tobías se incorporó poco a poco
en la cama, y continúo con su reconocimiento superficial. Tal vez trataba de
poner su cabeza en orden, o de recomponer las piezas de un puzzle del cual tan
sólo él tenía el boceto. Veía sus dos alpargatas, llenas de barro. Sus pantalones
de pana, sucios como sus zapatillas, apoyados en una mecedora, y su camisa,
rasgada y con manchas de sangre, tirada en el suelo. Definitivamente, esa
camisa se encontraba en un estado inservible. Pero, ¿Qué había pasado?
-Antes de que hagas la pregunta
inevitable, quiero informarte de varias cosas, y después te haré una serie de
preguntas. – Dijo el editor con un tono pausado, que transmitía cercania y
sosiego. – A primera hora de la mañana he mandado a Madrid tu novela con veinte
poemas. Allí evaluarán los mejores y los incluirán en forma de anexo.
A pesar de lo extraño de la noche
anterior, parecía que el mundo seguía girando, como si realmente no hubiera
sucedido nada en el bosque. Ni siquiera Tobías era capaz de concentrarse en
recordar, y, en esta ocasión, prestó una atención poco común en él en las
palabras de Alberto. Igual era mejor no remover lo ocurrido, a pesar de que,
tarde o temprano, el tema acabaría saliendo.
-Por otro lado, debo decir que
hace unos minutos llamó tu hija. Dice que llevas días sin hablar con ella, y
está preocupada. Por favor, cuando estés mejor, habla con ella. Dijo que pronto
se pasaría a verte, cuando estrenasen tu novela. Pero tienes que llamarla. Te
quiere, y no sabe nada de lo que está pasando.
En la cabeza del poeta esas
palabras resonaban como algo ajeno a él. Si, es verdad, tenía una hija, que
estaba viviendo en París. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que
hablaron? Tal vez semanas. Ya no lo recordaba. Con el paso de los años, había
conseguido relativizar aquel artefacto tan humano como es el tiempo y usarlo a
su antojo. Él era el dueño de su tiempo, y no al revés.
-He hecho algo de compra. Me daba
palo tirar de tu comida artesanal y he decidido acercarme a una tienda y
comprar algo. Espero que no te importe, pero realmente estaba hambriento. Me he
tomado la libertad de hacer un caldo de pollo. Nos vendrá bien a los dos.
¿Cuándo fue la última vez que
había comido? Tobías veía todo lo que le decía Alberto con cierta distancia,
pero realmente reflexionaba sobre lo que le decía. Lo único que pasaba era que
no se implicaba en ello como un problema suyo.
-Y creo que eso era todo lo que
te tenía que comentar… Son las diez y media de la mañana, creo que ya va siendo
hora de que te levantes y de que hablemos sobre lo que pasó anoche.
Tarde o temprano, el tema
acabaría saliendo.
Alberto ayudó a Tobias a
incorporarse en el borde de la cama. A pesar de rondar casi los cincuenta años,
Alberto gozaba de una espalda vigorosa, por lo que no le supuso ningún problema
levantar a Tobias a pulso. Tobias no entendía nada, pero no se atrevía a
articular palabra. Cuando se levantó de la cama se vio varios cortes en las
piernas, pero no les dio mayor importancia. Debió hacérselos cuando cayó ante
aquella dama.
Poco a poco, Tobías bajó las
escaleras, con ayuda de la barandilla y de Alberto, que no se separaba de él en
ningún momento. Cuando le acomodó en aquel sillón destrozado, fue a la cocina y
le trajo el desayuno. Era algo humilde y para nada especial: unas galletas
María y un vaso de leche caliente. Tobías se preguntó de forma breve si esa
leche era de la despensa, donde guardaba la leche que ordeñaba a sus vacas, o
se trataba de leche comprada en un supermercado. Decidió no darle demasiada
importancia y desayunó sin mirar a Alberto, concentrado en la masticación y en
sus propias meditaciones interiores. En la mesa, acompañando el plato de
galletas y el vaso ya vacío de leche, se encontraba el Marca y la pipa que
solía fumar. Decidió que no tenía el cuerpo para humo, y recordó que hacía ya
tiempo que el fútbol dejó de interesarle, por lo que intentó levantarse, a lo
que Alberto se opuso en rotundo, agarrándole el brazo y volviéndole a sentar.
Realmente Tobías comenzó a sentirse incómodo con tantas atenciones. Él, que
había vivido sólo los últimos años.
-No he querido decírtelo antes. –
Inició Alberto con tono preocupado una conversación que parecía abocada a no
tener fin. – Pero ayer cuando te fuiste, volví a leer aquel dichoso manifiesto.
Reuní todas las fuerzas que había en mí, y leí durante una hora entera aquel
libro, con las esperanzas de que volvieras. Aquel libro es tenebroso, es
oscuro, y muy complicado de entender. De hecho, aún sigo sin saber si la
lectura que hice de él era la correcta. A cada lectura que le daba al párrafo,
este parecía cambiar de forma en su contenido.
Tobías conocía todas aquellas
sensaciones. Las había vivido con más intensidad de la que reflejaba el editor
con sus palabras. El poeta sintió un escalofrío que le recorrió desde la
coronilla hasta los pies, y comenzó a sentir un calor sofocante por todo el
cuerpo. Volvía a tener miedo. Pero, en esta ocasión, la habitación no pareció
transformarse. La oscuridad no hizo acto de presencia, como la noche anterior,
ni los objetos parecían engrandecerse con el paso de los segundos. Ahora
parecía que tenía controlada la situación. Por lo menos, sus emociones estaban
tranquilas.
-La primera ve que lo leí, me
incitaba a arrasar sucursales bancarias. Había que acabar con el capitalismo
desde los cimientos, y más tarde liderar una revolución que llegara a las altas
esferas. Al rato, ese párrafo me habló de una lucha de clases que lleva
disputándose desde que el hombre tiene conciencia de animal social. Más tarde,
ese mismo párrafo comenzó a hablarme de eliminar las impurezas del ser humano a
través de la palabra, y después…
Tobias continuó mirando al
frente, con la mirada perdida, mientras escuchaba aquellas palabras. ¿Qué era
lo que atormentaba tanto a Alberto? Ese libro estaba maldito, pero no era eso
lo que debía asustarle.
-Y después me habló de derribar a
la clase política, de devolverle al pueblo lo que es del pueblo, de arrasar con
todo, y de volver a crear una sociedad utópica desde los cimientos. Ese libro
se estaba proponiendo volverme loco. Parecía cambiar de parecer conmigo a cada
pensamiento que llegaba a mi cabeza. Ese libro parecía tener vida propia. ¿La
Constitución de la Anarquía? Es el libro de los locos. Nunca sacaremos nada en
claro de él, así que lo mejor será que nos deshagamos de él.
En ese preciso instante el
ambiente comenzó a tornarse hostil. La nube volvió a posarse delante del sol,
provocando el oscurecimiento de toda la casa. No era una penumbra común a una
simple nube tapando al sol, era algo más. De la nada, se hizo de noche, y la
temperatura comenzó a descender de forma alarmante. Alberto se cayó al suelo, y
al intentar apoyarse en una mesita, el jarrón que había encima se precipitó
contra el suelo. Las persianas se bajaron sin que nadie las ayudara, y, con una
violencia inusitada, el fuego de la chimenea se apagó. Ya no quedaba nada que
pudiera producir una sensación de apego. En aquel lugar, todo era externo y
frío, y la oscuridad se convertía en la dueña de la habitación. Alberto gritaba
a Tobías para que le dijera donde estaba, para acercarse a él y no sentirse tan
sólo, pero como respuesta obtenía el silencio. Aquel editor estaba tan aterrado
que comenzó a sollozar de forma leve, mientras en su cabeza pedía misericordia.
Tobías, sin embargo, seguía sentado en aquel andrajoso sillón, ajeno a lo que
había pasado. No reaccionó cuando la luz se fue sin previo aviso. No reaccionó
tampoco cuando se apagó el fuego de la chimenea, ni cuando las persianas se
bajaron. Ni tan siquiera cuando Alberto se resbaló. Él seguía impasible ante lo
ocurrido. Finalmente, decidió hablar.
-Alberto, no estamos sólos en
esta sala.
Nadie dijo nada en los siguientes
segundos. Alberto se había quedado petrificado al oir aquellas palabras. ¿Cómo
que había alguien más allí dentro? Minutos antes todo estaba en una calma absoluta,
solo interrumpida por sus pasos impacientes, y ahora alguien más estaba jugando
con ellos. Igual debió haber tomado más en serio las palabras de Tobías la
noche anterior.
-¿A qué te refieres? – Preguntó
Tobías con más miedo a la respuesta que a la propia pregunta.
-La pasada noche me adentré en el
bosque, y llegué al lago donde había pasado tantos momentos felices. Allí había
una mujer. Poco a poco comencé a levantar la vista hacia su rostro. Desde sus
pies hasta el último pelo de su cabello emanaba una belleza que jamás había
vislumbrado. Su aroma a lavanda parecía que brotaba de cada poro de su perfecta
piel. Quizá no sea capaz de describirlo a la perfección, pero lo cierto es que
aquella mujer era perfecta. Sus piernas perfectamente simétricas se estrechaban
en los gemelos hasta las rodillas, y después se ensanchaban conforme ganaban
altura. No había vello, y, cuando me atreví a tocarlas, pude ver que eran
completamente reales. Su piel parecía una ilusión. Las jóvenes más hermosas
envidiarían aquella imagen de belleza. Su cintura se ensanchaba lo justo, y se
estrechaban para llegar lentamente a sus pechos, voluptuosos y generosos. Sus
hombros, perfectamente alineados, daban lugar a unos brazos perfectos, con unas
manos que me tocaron, y que me hicieron sentir el cielo. Me transmitieron paz,
me transmitieron calma. Y… cuando levanté la mirada a su rostro…
-Rápido, Tobías, ¿Quién era
aquella mujer?
-Era mi esposa.
Tobías no continuó hablando.
Mantenía la calma, pero algo dentro de él le indicaba que debía esperar la
reacción de su compañero, antes de seguir hablando. Por suerte, esa espera no
se prolongó demasiado.
-¿Tu esposa?
-Suena increible, ¿verdad? Allí
estaba ella, tan hermosa como la primera vez que la vi. Volví a sentir lo que
era el amor, lo que era esa necesidad de abrazar a aquella persona. Intenté
hacerlo, y en mi mente aquella escena se reproducía como si de un sueño se
tratase. Pero lo cierto era que ella se había alejado. Su semblante sonriente
continuaba mirándome, pero no quería tener contacto conmigo.
-Lo siento mucho, Tobías. – Dijo
Alberto, completamente sorprendido por lo que decía Tobías.
-Sé que esta vez me crees. Por
ello cuento todo esto. Alberto, esta novela no la escribí por la fama. No la
escribí por el dinero. La escribí porque el mundo debía conocer la historia de
amor que ha rodeado mi vida siempre. Cuando el deseo y la pasión se hacen uno,
y el amor se vuelve en tu acompañante durante toda tu vida, necesitas que el
mundo sepa que la felicidad es posible. Necesitas hacer saber a todos que has
conseguido evadirte de la economía, y de lo cotidiano. Quise a aquella mujer
como jamás quise a nadie. Cuando iba a dormir, soñaba con ella, a pesar de que
ella dormía a mi lado. Dejé todos mis vicios por ella, e hice cuanto ella me
pidió. Soñaba con que nos bañábamos en el lago, como la primera vez que hicimos
el amor, y con que en el cielo una lluvia de estrellas sobrevolaba nuestras
cabezas. Supernovas que alineadas formaban nuestros nombres enmarcados en un
corazón, y a la Sinfonía de Londres tocando nuestra pieza favorita, de
Schubert. Cada noche soñaba con ello. Y cuando ella se fue, decidí que el
tiempo se volatilizara en mis manos. Decidí abandonar la vida real, y dejar que
mis sueños se apoderaran de mí. Comencé a vivir dentro de mis sueños, porque
nada me apegaba a la vida real. Ni tan siquiera mi hija. Eve… Puse ese nombre a
mi hija por su madre, que se llamaba igual. Pero no he sido capaz de quererla
ni la mitad de lo que quise a mi hijo, y nunca me lo perdonaré. – La voz de
Tobías comenzó a temblar, haciéndose su hilo de voz cada vez más fino. – Cuando
mi mujer se fue, revivía esos sueños despierto. Corría al lago, pero nunca
había nadie allí. Mi mente jugaba conmigo, y me movía entre la melancolía y la
desesperación. No escribí esa novela por la fama o el dinero. Lo hice porque
tenía algo pendiente. Le prometí a mi esposa que la escribiría. Y ahora que lo
he hecho, ya no tengo nada que me apegue a este mundo. Por fin podré reunirme
con ella.
-¡NO! – Alberto gritó, con el
rostro bañado en lágrimas, mientras buscaba algo en lo que apoyarse para
levantarse. – ¡No puedes morir! ¡Tu hija te necesita! ¡Yo me quedaré con ese
maldito libro si lo deseas, pero no te dejes morir!
-Ahora he entendido que ese libro
no era lo que nos debía preocupar, Alberto. Ese libro es un simple instrumento
de los que están por llegar.
-¿A qué terefieres?
-Anoche había alguien más allí. Y
hoy está con nosotros aquí. Me ha hecho comprender que no puedo culpar a Dios
de lo que ocurre. ¡Porque todo lo hace el destino! La vida, la muerte, ningún
Dios es capaz de gobernar sobre ello. Tan sólo el tiempo, que es el arma más
cruel que existe. Él está esperando su momento, porque es ajeno al tiempo. Pero
nosotros no, y debemos actuar rápido.
-No te entiendo, háblame claro.
-Hace casi 200 años hubo un
hombre que leyó aquel libro. En aquel entonces, encontró a un hombre con un yugo,
y a una mujer con ocho brazos. Alberto, estas apariciones están pasando de
forma muy rápida. Hace unos meses dos jóvenes fueron “encerrados” dentro de una
roca que tenía grabados los geoglifos de Nazca. Un ex agente secreto de la
Segunda Guerra Mundial fue hallado muerto a los pies de la roca, y un joven
desapareció. Actualmente está pasando en otro lugar, de forma simultánea.
Alberto, este hombre que está con nosotros fue sometido a un exorcismo. Nadie
le creyó. Y aquella gente que le juzgó pereció a los pocos días. Él no murió,
simplemente se deshizo de su aspecto material. Por eso no podemos verle. Por
eso no se va a manifestar de forma corpórea delante nuestra. Pero Alberto, ese
hombre existe. Y nos está escuchando. Sé que no me creerás, y por ello pediré
que se manifieste.
-No, te creo, no hace falta nada
de esto. Pídele que de su mensaje y se vaya.
-Ántimo, sé que puedes oirme.
Dame tu fe, abrázame.
No se produjo ningún ruido. Nada
parecía indicar que hubiera una tercera persona ahí. Tan sólo la respiración de
Tobías y de Alberto interrumpía la calma. Pasaron los segundos, que para
Alberto se hicieron insoportablemente largos, y, cuando el reloj marcó las doce
en punto, una voz tenebrosa brotó del aire. Esa voz emanaba sufrimiento, ira y
caos. Parecía como si el fantasma de la Historia cobrara vida en aquella
habitación. Aquella voz sólo dijo cuatro palabras.
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