Un olor insoportable, emanado de los sobacos de todos los
individuos. Unas garrafas de agua que se agotaban conforme pasaban los días, y
un hombre amordazado a una silla.
Día 15 desde que la bomba
estalló. Carlos estaba comenzando a sufrir migraña crónica debido a la presión
de la situación. Cuando no dormía, el dolor de cabeza que sufría era tan grave
que le entraban ganas de cortarse la yugular con unas tijeras y acabar con todo
ese sufrimiento. Visto en cierto modo, eso aseguraría la supervivencia del
grupo cuando se acabaran los víveres, pero recordó que, a pesar de que la
sociedad en la que se crió probablemente ya no existía, el canibalismo seguiría
estando mal visto allí dentro. Quizá el hecho de ver a las tres chicas
desvalidas con el monstruo de Bucher era lo único que le mantenía con ganas de
salir con vida de ese zulo, aún a pesar de que, conforme pasaban las horas, esa
idea se desvanecía más y más rápido.
Verónica no
se despegaba del lado de Ramón practicamente en todo el día. Tenía miedo de que
ese golpe le hubiera afectado lo suficiente como para no volver a despertarse.
Pero algo le aterraba aún más, y era la posibilidad de que muriera. En su
relación como vecinos habían creado un vínculo que se alejaba de la simple
relación vecinal. Habían tenido sus discusiones típicas, pero siempre se
resolvían, y solían ir juntos a exposiciones de arte. El hecho de ver a su
amigo así le hacía mucho daño. Pero también le dañaba el pensamiento la idea de
que, si él moría, los demás morirían encerrados en ese bunker. Laurita se
pasaba las horas muertas jugando con Claudia con cualquier cosa que veían.
Inventaban juegos, con sus propias normas, y las aplicaban para hacer sus
juegos aún más grandes. Carlos miraba con ternura aquella estampa, pero también
estaba preocupado por Verónica, que practicamente no probaba bocado, y por
Bucher, que parecía disfrutar de la situación.
En especial
le preocupaba la forma con la que miraba a Laurita, en una mezcla entre
ternura, comprensión, pero a la vez ira y venganza. Tenía miedo de que le
hiciera algo a alguien, pero en especial a la niña de cinco años. Pasaban las
horas, y el general seguía contemplando con la misma atención a esa niña. Dios
sabe las locuras que estarían pasando por su cabeza.
Tan pronto
como tarde, Laurita comenzó a hacer preguntas, preguntas obvias que necesitaban
una respuesta convincente en una cabeza que tenía todo el tiempo del mundo para
maquinar la siguiente pregunta que dejara a su hermana en el atolladero. Y de
forma prematura y precipitada, llegó.
-Vero, ¿Por qué te preocupas tanto por ese?
Verónica apartó brevemente la
mirada de Ramón, para conceder una mirada de ternura a la niña, y la acarició
el rostro mientras respondía.
-Quizá sea porque en el fondo es
mi amigo, y me duele verle mal. Es una persona que me ha ayudado mucho, y creo
que es justo que ahora yo me preocupe por él.
-¿Y cuando saldremos de aquí,
hermanita?
-Creo que aún queda un poquito,
pero no te preocupes, pronto saldremos de aquí.
Carlos apareció en la habitación
con gesto tranquilo y calmado al ver la conversación entre las dos hermanas,
mientras dejaba a Claudia vigilando a Bucher. Carlos agarró a Laurita y la
sentó en su regazo mientras él se sentaba en la cama restante, al lado de
Verónica. El carpintero ñapas miraba a la niña con dulzura, sabiendo que quizá
esa niña era lo único que hacía que no se tiraran de los pelos entre ellos en
aquel búnker.
-Te voy a contar una historia –
dijo Carlos esperando la reacción de la niña.- Es una historia muy antigua, que
me contó mi padre cuando tenía tu edad. ¿Quieres oirla?
-¡Si!
-Vale. Esta es una historia de un
chico y una chica que viven muy cerquita. Imagínate unas casas hechas de barro
ordenadas en una calle. Son unas personas muy muy pobres, así que no saben lo
que es la televisión, ni la luz, ni la radio…
-¿Dónde viven?
-Vivían en México, muy cerca de
un lago. Ese lago tenía una ciudad enorme en el centro, en una islita, y se
conectaba con tierra firme por tres caminos. Esa ciudad era la más importante
en todos los alrededores, y todos los campesinos soñaban con poder visitarla al
menos una vez. Corría el año 1520, y eran unos tiempos muy raros para esa
población. Desde el mar inacabable, unos seres extraños habían llegado en unos
barcos enormes y con muy ricas vestiduras iban quemando los poblados de sus
amigos. Eran hombres muy crueles, y la gente pedía ayuda a la gran ciudad. Pero
la gran ciudad nunca ayudaba, porque quería defender a sus ciudadanos en el
caso de que los señores extraños llegaran a la ciudad.
-¿Y el chico y la chica?
-La chica era una chica que desde
pequeñita había trabajado como esclava. Ella había nacido en la gran ciudad,
pero sus padres la vendieron como esclava a una de las ciudades de las afueras.
Esa ciudad no era de la cultura de la que ella provenía, por lo que se sentía
muy sola. Sólo había una persona que la comprendía.
-¿El chico?
-Exacto. Desde jovencitos habían
soñado con irse lejos. Él había prometido que cuando tuviera dinero, la
liberaría comprándola, y después se casaría con ella. Muchas noches se quedaban
juntos mirando las estrellas, mientras pensaban en si los dioses les ayudarían
en sus sueños. Pero no siempre las cosas salen como quieres.
-¿Qué pasó?
-Aquellos hombres extraños
llegaron a su poblado, y comenzaron a saquear sus casas y a matar a sus
animales y a quemar sus bosques. El jefe llevaba una armadura de metal que
relucía como la plata, y un caballo tan blanco como su rostro, manchado por la
suciedad y el barro. Ese hombre buscaba un intérprete para ir a la gran ciudad.
Quería invadirla y acabar con ella. Y la chica se ofreció voluntaria. Quería
volver a la gran ciudad, ver de nuevo a su madre, y después matarla, por
haberla abandonado. Quería venganza, y haría lo que fuera para conseguirlo. Así
que se fue con ellos. El chico no lo entendió, y mientras por el día ayudaba a
sus amigos a la reconstrucción del poblado, por la noche lloraba y lloraba
porque la chica de la que estaba enamorado se había ido sin él. Así que un día,
decidió ir a la gran ciudad y buscarla, y fugarse juntos hacia el norte, donde
los aldeanos decían que sólo habían tribus que bailaban alrededor de las
hogueras con coronas de plumas.
-¿Y el chico salvó a la chica del
hombre malo?
-Realmente el hombre de la
armadura no era un hombre malo. Solamente le había cegado el poder. Él no
quería matar a nadie, y de hecho quería un intérprete para ahorrarse las
guerras. Pero a lo que voy. El chico se colocó delante de la ciudad y vio como
estaba todo destruido. La ciudad estaba ardiendo, y en las calles se
desarrollaba el combate. Así que cogió una espada que encontró en el suelo y
luchó de forma feroz contra los enemigos con armadura y contra los nativos. Sin
distinguir unos de otros, fue abatiéndolos de uno en uno, buscando a su amada.
Y cuando la encontró, tuvo que enfrentarse al jefe, al hombre malo. Lucharon
durante mucho tiempo, con las llamas alrededor, pero finalmente…
-¿El chico salvó a la chica?
Carlos miró a Laurita, queestaba
realmente entusiasmada con el cuento. Verónica miraba sonriente a Carlos, y a
la vez expectante, por saber si le contaría la verdad o se inventaría el final.
-El chico… El chico… desarmó al hombre
malo, que huyó por donde había venido con sus amigos. Y el chico se llevó a su
amada y se fueron juntos al norte, donde las tribus danzantes les acogieron y
les trataron como a iguales. Y colorín colorado…
-¡Este cuento se ha acabado!
-Ja, ja, qué monada. Bueno, ahora
tienes que dormirte, y mañana te contaré otra historia, ¿De acuerdo?
-¡Si!
Laurita se tumbó en la cama y Verónica
y Carlos se fueron a la otra habitación con Claudia y el general. Verónica no
quitaba el ojo de Carlos, y mantenía una sonrisa que nunca se había visto allí
dentro. Claudia continuaba su jueguecito de desquiciar a Bucher, agitando el
culo a cada paso que daba, o posándose encima suya para susurrarle cosas al oido…
Carlos mientras se sentaba en el suelo, observando la grieta, y alternando esa
visión con las bolsas de desechos que se amontonaban en una esquina cercana a
Bucher.
-Realmente ha sido una bonita
historia.
Los cuatro adultos postraron su
mirad en la puerta contigua a la otra sala, y, absortos por aquella visión,
recitaron al unísono, salvo el general, el nombre que jamás pensaron que
volverían a nombrar.
-¡¡Ramón!!
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