jueves, 4 de junio de 2015

Cartas a Saboya

El rey se sentó en una silla cercana al fuego y suspiró.
            En sus manos tenía la carta que había llegado recientemente a la corte. Por fin recibía noticias de su hija, tras dos semanas sin saber nada. Estaba acostumbrado a la soledad, y sin embargo se le hacía tan extraña…
            Era en estos momentos cuando se acordaba de su padre, casi siempre ausente, pero a la vez constantemente presente. El profundo respeto que guardaba el monarca hacia él no cambiaba el hecho de que había momentos en los que se había sentido muy sólo durante su niñez. Sólo la presencia de sus hermanas le animaba. Por ello, cuando sus hijas tuvieron que marchar, volvió a sentir aquella sensación amarga de abandono que había olvidado tiempo atrás. Había renunciado a los viajes largo tiempo atrás, delegando en cargos de la administración para poder vivir de forma más cómoda pero a la vez eficiente. El indudable respeto que sentía hacia el César le obligaba, en cierto modo, a distinguirse de él: Felipe se había prometido no cometer el mismo error que su padre. Y, a su juicio, lo había conseguido.
            Volvió a leer la carta detenidamente. Mientras observaba las palabras, podía escuchar nítidamente la voz de su hija como si estuviese a su lado, susurrándole al oído sus vivencias y sus pensamientos. Por fin había llegado a Arlés, y, al parecer, había sido muy bien recibida. No esperaba menos. La esperaba en Saboya un hombre de su más entera confianza: Carlos de Aragón y Tagliava, el duque de Terranova, Grande de España, Caballero del Toisón de Oro, Condestable del Reino de Sicilia, embajador en la Corte de Rodolfo II, Virrey de Cataluña…
            Sin duda, había dejado a su hija en buenas manos. No podía más que esperar que todo fuese según lo previsto, y que llegase sin mayor contratiempo a su destino. De producirse, no esperaba que ocurriesen en Arlés: era una ciudad rica debido a su comercio entre la corte francesa y el Mediterráneo, por lo que el problema del bandidaje debía estar muy controlado por las autoridades, para dar una imagen de seguridad a los posibles comerciantes. Esa relación puente entre las dos zonas confería a la ciudad una importancia prácticamente capital, por lo que un escándalo de tal magnitud supondría casi la ruina de la ciudad. El rey así lo quería creer. Así se lo había hecho creer el duque.
            En cambio, no todas las noticias eran buenas. Malos augurios llegaban desde Roma, a los que tarde o temprano tendría que atender. Sin embargo, se dijo a sí mismo que antes de encargarse de tales asuntos, disfrutaría un poco más de la compañía que la correspondencia le traía en forma de palabras. Catalina Micaela le comunicaba triunfante que estaban a punto de llegar a su destino, mientras que se mostraba preocupada por la salud del Papa, y sobre cómo podía afectar aquello a la salud de su padre. Ella, tan atenta y servicial como siempre.
            No pudo evitar el buen monarca emocionarse como tantas otras veces con sus cartas. No siempre llegaban cuando debían, lo que hacía que se impacientase y se mostrase de mal humor delante de sus ministros. Pero cuando llegaban, solían ser un soplo de aire fresco que le animaba a continuar. Evidentemente, preferiría tener a sus dos “niñas de sus ojos” a su lado, pero menos era nada. Además, escribían siempre que podían, lo que también le alegraba: sabía que ellas le querían, debido a la excelente relación que habían tenido con él en su niñez. No podía decir lo mismo el rey con respecto a su padre, al cual admiraba, pero por el cual no podía sentir más que un profundo respeto. El segundo de su nombre había llegado a la conclusión de que eran diferentes tiempos y diferentes circunstancias las que les tocaron vivir a padre e hijo.
            Tras pedir papel y tinta, se acomodó en la mesa y comenzó a escribir. No solía molestar a sus sirvientes para asuntos tan nimios, pero el cansancio era tan grande…
            “El Pardo. 28 de octubre de 1591.
            Después que respondí a todas vuestras cartas han llegado las de 2 y 8 de éste y han sido recibidas como suelen. Lo mismo que me escribís de la buena acogida en Arlés me ha avisado el Duque, mas, con todo, conviene ir con gran tiento en aquellas cosas y que no se embarque en ellas, de que podría ser después la salida muy dificultosa y poco honrosa; vos se lo acordad siempre, que yo hago lo mismo, de más de haberle dado un papel a su partida con que se me ofreció de tener cuenta.”
            Conocía sobradamente la responsabilidad de sus hijas, pero nunca estaba de más poner sobre aviso en ciertos asuntos, especialmente cuando éstos dependían de un tercero. Más no podía hacer desde El Pardo, lugar donde vivía cómodamente. Desde allí le era muy sencillo dirigir los reinos de la corona, renunciando de este modo a la vida itinerante de su padre. A pesar de su comodidad, no podía dejar de sentirse en ciertos momentos enclaustrado, y dichos momentos solían coincidir con aquellos en los que se sentía en la más absoluta soledad, aún cuando estaba rodeado de sirvientes. Continuó escribiendo, evitando de esta manera los malos pensamientos.
            “El Duque de Terranova avisa de que se había ya puesto en buen recaudo en los de Saboya.”
            Debía recibir a su hija como era debido, y era su cometido preparar a la comitiva encargada de recibirla. Era el hombre perfecto para tal trabajo. No le había decepcionado nunca, y no iba a hacerlo en un trabajo tan sencillo.
            Se acercaba el momento de hablar el tema trascendental de la carta, el motivo por el cual escribía en esa ocasión a sus hijas. Lo cierto es que necesitaba hablarlo con ellas. No por el hecho de que tuviese demasiado apego al Papa, sino por mera preocupación. Recientemente le había llegado al rey una misiva desde El Vaticano en la que declaraba la enfermedad del Papa Gregorio XIV, un hombre que sin duda le había servido bien. Sus subsidios a la Liga Santa habían sido indispensables en la lucha contra el turco, y no podía olvidar la excomulgación a Enrique IV de Francia por hereje, lo que había acercado al propio Felipe al trono francés. Si moría, debía actuar rápido. No podía permitir que volviese a haber un pontífice cercano al trono francés. Pero hablar en estos términos le incomodaba: si la persona más santa del orbe podía enfermar, también podían hacerlo sus hijas.
            “La enfermedad del Papa me tiene con mucha pena. Aunque con esperanza en Dios nos le habrá dejado, pues no ha venido otra nueva”.
            Ciertamente, las misivas que venían de los Estados Pontificios cada vez eran más alejadas en el tiempo, algo que podía ser o muy bueno, o muy malo. Felipe necesitaba a la figura papal para continuar jugando en el tablero europeo. Por suerte, sus hijas habían calmado su desazón, y así lo quiso dejar por escrito.
            “He holgado mucho de saber la salud de que allá tenéis todos y espero que vuestra hermana la tendrá presto muy cumplido de otras cuatro tercianillas que le volvieron después de que os escribí y éstas son pequeñas, que disimuló las dos primeras y la de ayer fue casi nada y así espero que no le vendrá nada mañana y que se ha de hallar aquí bien como suele; adonde vinimos anteayer y Dios os guarde como deseo.”
            El monarca volvió a resoplar. Dio la data geográfica y cronológica y se despidió, como hacía siempre. Ya había realizado lo que le era más importante, pero debía volver a la realidad y abandonar su mundo interno: había asuntos que apremiaban.

.  .  .

Agotado, el monarca se dejó caer sobre el cuero repujado de la jamuga granadina situada frente a la mesa. El cuerpo le pesaba y sentía un dolor punzante en la base del cuello, sin duda fruto de las muchas horas que había pasado leyendo misivas y documentos. Había sido un día muy largo. Las nuevas recibidas desde Roma requerían la atención prioritaria del monarca sobre el resto de asuntos, y tuvo que pasar el día reunido con sus ministros y embajadores.
El Sumo Pontífice de la Iglesia Católica había muerto, dejando sin guía a los hombres hasta que se nombrase un nuevo Obispo en Roma. Funestas eran las noticias para todo buen cristiano y, sin duda, largas serían las misas y el luto. Pero, para Felipe II de Augsburgo, monarca del más vasto imperio que el hombre poseía en la tierra, los asuntos que Gregorio XIV había dejado atrás debían ser más importantes que su unión con el Altísimo.
Tras diez meses al frente de la Iglesia Romana, Gregorio XIV se había mostrado como un importante aliado del monarca hispánico. Su apoyo económico a la liga de nobles cristianos que se habían alzado en Francia contra Enrique IV, así como el mantenimiento de la excomunión que su predecesor, Sixto V, había puesto sobre el rey francés habían supuesto un duro golpe para éste. El propio pontífice apoyaba abiertamente las aspiraciones de Felipe por llevar a su amada hija mayor, Isabel Clara Eugenia, a ocupar el trono de su abuelo materno en Francia. Sin duda, la muerte de tal valedor de los intereses del Augsburgo supondría un duro revés para la Monarquía Hispánica si su sucesor no resultaba igual de complaciente.
Por eso las reuniones habían sido tan largas y el trabajo tan arduo. Por eso el rey estaba agotado, igual que los últimos días. En las próximas jornadas el conclave reunido en Roma nombraría un nuevo Pontífice, puede incluso que el conclave ya hubiese nombrado un sucesor en ese momento, o quizás la decisión se prolongaría meses, cómo la última vez. En cualquier caso tardarían un tiempo en recibir noticias al respecto y, mientras, debían intentar por todos los medios que el nuevo Papa fuese alguien receptivo a los intereses de la Monarquía Hispánica. Es por eso que, ya antes de la muerte de Gregorio IV, cuando se iniciaron los movimientos para allanar el camino del futuro cónclave en Roma, el rey ya había dado indicaciones para que los cardenales españoles apoyasen el nombramiento de uno de los más cercanos a Gregorio.
Gian Antonio Facchineti de Nuce se llamaba. El hombre sobre el que debía recaer el apoyo de los cardenales españoles. Su cercanía al fallecido pontífice, y sus funciones al cargo de la administración papal cuando Gregorio se encontraba en cama le deberían convertir en alguien con auténticas posibilidades de salir elegido.  Si todo salía bien, con el apoyo de los españoles se convertiría en el nuevo Patriarca de Occidente, y lo haría sabiendo que había sido la mano del rey Augsburgo la que le habría puesto la tiara papal sobre la cabeza.
Lentamente, el rey se incorporó en el asiento de cuero y dirigió la mirada hacia las cartas que se encontraban extendidas sobre la mesa. Eran de su hija menor: Catalina Micaela. Siempre se alegraba de recibir noticias de su querida hija, y se encargaba de responderla impregnando sus cartas de todo el cariño y cercanía que un monarca no podía mostrar en el resto de facetas de la vida de corte. Había leído esas cartas varias veces. Sin embargo, aún no había tenido tiempo para responder con la atención que le merecía.
Pensando que escribir para su preciada hija podía ser un buen remedio para su cansancio, se levanto del asiento y se dirigió a un pequeño escritorio de ébano junto a la pared. En uno de los cajones tenía la costumbre de dejar papel para cuando quisiera escribir algo sin tener que llamar a alguno de sus ayudantes de cámara. Cogió una hoja del cajón y volvió a sentarse frente a la mesa.
Mientras mojaba la pluma en un tintero de plata de hermosa factura, el monarca pensaba las primeras líneas de la misiva. “Con vuestras cartas del 21 y 26 del pasado me he holgado como suelo por saber que teníais salud…”

.   .   .

            Todo había salido según lo previsto.
            Gian Antonio Facchineti de Nuce había sido investido como nuevo pontífice en Roma, tal y como el monarca había dispuesto. Una vez más, los deseos del hombre más poderoso del orbe volvían a cumplirse sin imprevistos, y la calma volvía a instaurarse, poco a poco, en la corte. Había sido un momento crítico: perder la baza de la autoridad papal habría supuesto un durísimo contratiempo. Quién sabe si no hubiera supuesto además la pérdida del centro religioso en favor de la monarquía francesa.
            Felipe II estaba exultante: pidió que se cocinase capón para la cena, y se pasó gran parte del día escribiendo cartas a sus embajadores y a sus virreyes. Sin duda, la noticia era grandiosa. Aún lamentaba la muerte del anterior Padre de la Iglesia, pero sin duda, da Nuce era el digno sucesor de Gregorio XIV. Al ser un allegado suyo, no le costaría demasiado convencerle de lo que le convenía. Además, había llegado tan alto gracias a su ayuda, así que el cardenal debía estarle cuanto menos agradecido. Pero ya habría tiempo de recorrer esa vía.
            Rodeado de encinares, mientras paseaba, no podía dejar de pensar en la importancia de su éxito: no era una victoria definitiva ante los franceses, pero sin duda ésta investidura jugaría un papel capital en el camino hacia la victoria. Aún así, se decía, debía ser precavido: esto sólo era una pequeña ventaja. Lo peor estaba aún por llegar.
            Aún así, el triunfo le sabía amargo. Era muy importante, pero la gente con la que le gustaría celebrarlo no estaba allí. Y se antojaba urgente escribir a su hija Catalina Micaela. En cierto momento, el anciano rey pensó que podría llegar a acostumbrarse a su ausencia, pero lo cierto era que no había sido así. Es más, a cada día que pasaba podía sentir cómo el dolor de la ausencia se iba haciendo cada vez más grande, cada vez un poco más, aumentando la hondonada que se albergaba en su interior desde largo tiempo atrás. Aún podía ver a sus dos hijas jugar y reír, como un recuerdo que se evaporaba con cada soplo de viento.
            Sin embargo, el dolor no se iba. El dolor nunca se iba.
            Como en tantas otras ocasiones, puso rumbo a Palacio para escribir a su hija, para evadirse de aquello que le atormentaba y de lo que no podía huir. Atravesó encinares y alamedas por los caminos de tierra que había ordenado trazar, hasta que por fin llegó a su alcoba, y lo predispuso todo para la carta.
            “Madrid, 18 de diciembre de 1591.”
            Efectivamente, pronto sería año nuevo, y habría que afrontar nuevos retos.
            “Después que os escribí el 15 del pasado han llegado vuestras cartas del primero y 25 de del mismo, con lo que me he holgado por la nueva de la salud de todos.”
            ¿No existía una forma mejor y más rápida de transportar sus cartas? Lo duro no era pensar que su hija se podía haber olvidado de escribirle, sino ese pensamiento que le corroía por dentro, de que podían haberse extraviado sus cartas. Cuando éstas se prolongaban en el tiempo, siempre albergaba la sensación de que se estaba perdiendo algo. Y, en el fondo, era así: estaba perdiéndose una parte de la vida de su hija.
            “También las he tenido del Duque y dice que pensaba veros presto y holgaría que lo hubiese hecho por muchos respectos que lo obligan a no andar tan aventurado; vos recomendadle siempre lo que os he encargado otras veces de mirar por su seguridad y salida de lo que emprende, como decís que le hacéis, pues va en ello lo que veis.”
            No sería la primera vez que el Duque de Terranova tenía algún contratiempo en sus misiones por su carácter impulsivo. Si no lo domaba, podría llegar a costarle la muerte, y no podía permitirse el monarca perder a figura tan valiosa para el juego en el continente. Pasó a compartir el júbilo por las buenas nuevas.
            “Tenéis razón en estar contenta por el nuevo Papa, y así lo estamos todos. Vuestra hermana está del todo buena y también vuestro hermano y yo.”

            En Palacio, nunca pasaba nada. Daba gracias al cielo por que siguiese siendo así. Tras dar las datas y despedirse, esperó hasta la hora de cenar observando su escudo heráldico. Todo aquello que estaba representado era suyo. Todo. Y, sin embargo, sólo ansiaba lo que no podía obtener: ver a Catalina Micaela.

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