domingo, 14 de diciembre de 2014

La colina

            En la cima de la colina, no había nada que pudiese hacerle daño.
            Phil sentía como los copos de nieve caían sobre sus mejillas, sobre su recortado pelo, sobre sus callosas manos, sobre sus descalzos pies… Cada paso era una sensación de paz completa, cada brisa era como un sueño perfecto, cada copo era una oportunidad más de empezar de cero…
 «Lástima que esto no sea real.» Phil sabía perfectamente que tarde o temprano aquella realidad utópica desaparecería bajo sus pies, y que volvería a la fría celda en la que llevaba confinado ya tres meses. «Esperando lo inevitable. » Mientras miraba hacia adelante, no podía dejar de sentir calma, una calma que le había abandonado desde que todo esto comenzó. Ni siquiera las cada vez menos frecuentes visitas de Susan le calmaban ya. Pero en aquel momento nada importaba, se sentía en una contrariada paz que no podía justificar con palabras, pero que era muy grata.
Delante suya, la colina se extendía en un leve descenso hasta donde le alcanzaba la vista, inconmensurable, virgen, eterna. Una nieve recién posada cubría la hierba verde, mientras que los pocos arbustos que se hallaban en las cercanías quedaban cada vez más enterrados bajo una circunstancia caprichosa del azar. Los copos caían lentamente, pero solemnes; firmemente, pero delicados, mientras Philip daba un paso tras otro, uno tras otro, en ninguna dirección concreta y en todas a la vez. Y casa movimiento le otorgaba un grado más de felicidad, por pequeña que fuese. «No podría ser más feliz.» Pero sabía que en eso se equivocaba. Había llegado a ser muy feliz tiempo atrás: aquella noche, cuando por fin reunió todo el valor y decidió pedir matrimonio a Susan, cuando vio cómo sus hoyuelos se iban poniendo colorados por momentos, y como esbozaba una sonrisa de una dulzura tal que Phil creyó que se derretiría como un helado de vainilla. O por ejemplo, el momento en el que, abrazados en la cama, Susan le había confesado que estaba embarazada.
-Pronto tendremos a un mini Philip.
-O a una mini Susan. – Había replicado Phil mientras una lágrima recorría su rostro. – Tengo… un presentimiento.
-¿Un presentimiento? – A Susan le encantaba hablar sobre conjeturas. - ¿Y qué nombre le pondríamos al bebé?
En la oscuridad de su celda, aún se sorprendía lloriqueando mientras recordaba el momento en el que ambos, desnudos, habían dicho a la vez un nombre: Lucy. Todas las noches lloraba en su camastro hasta quedarse dormido, mientras fuera Susan y el teniente Salmons luchaban por sacarle de la cárcel. Mientras su prometida se partía la cara contra diestro y siniestro, él no hacía más que maldecirse por quedarse confinado sin poder hacer nada. «Soy un inútil, un pelele. »
Pero eso en aquel momento no importaba. Por primera vez en mucho tiempo, podía sentir el aire erizando los pelos de sus brazos, la nieve empapando sus pies al derretirse por su calor, la nada inundando su mente. ¿Sería ese lugar aquello a lo que llamaban en Nirvana? Phil no solía creer en esas cosas, pero conocía gran parte de esos términos por influjo de Susan. Phil no podía dejar de pensar en su condición de cristiano, a pesar de considerarse agnóstico. Como él siempre decía, nadie le había preguntado qué quería ser, y como tantos otros, había sido bautizado al poco de nacer. No era algo a lo que le diera vueltas a menudo, pero su personalidad le obligaba a considerar como una tara aquello que le había venido impuesto, como su educación, o las leyes. Por ello era activista, por ello y por su intención de legarle a los hijos del mañana una Distopia mejor.
«Dichosa isla. Mientras que la gente pelea en una guerra absurda, yo estoy disfrutando de unas vistas preciosas. Mientras que mi pueblo se desangra, yo me encuentro en paz. Y lo peor es que no me preocupa. »
Phil no pudo evitar soltar una carcajada de felicidad plena, mientras se dejaba caer de rodillas en la nieve. Después soltó un grito, y escuchó como el alarido se extendía por la colina en un eco que llenaba un silencio armónico y melodioso. Alzó la vista, y dejó que se le llenara la cara de copos inconexos y uniformes, mientras la brisa mecía su camisa de cuadros abierta y su camiseta naranja. Llevaba la misma ropa que el día que se prometió con Susan, pero estaba descalzo, y no podía explicar qué quería significar aquello. En cambio, sus pantalones, a pesar de ser los mismos, estaban desgastados, y tenían roturas en las rodillas y en el dobladillo, posiblemente por el uso. Pero Phil sólo usaba aquellos pantalones tan caros en ocasiones especiales. Y, en cambio, le daba igual.
Mientras se levantaba, oyó como alguien le devolvía el grito. Era una carcajada, una risa de mujer. «Susan. – Pensó. – No, Susan no tiene una risa tan aguda. » Extrañamente se sintió inquietado, y comenzó a mirar a su alrededor: tras él se alzaba un bosque de secuoyas, tan altas que parecían soportar el cielo, con unas ramas que se entrelazaban entre sí e impedían ver el cielo. Las hojas se mecían a merced de la brisa, mientras que el cielo, encapotado por las nubes, se movía lentamente hacia Phil. Pronto volvió a oír la risa, provenía de detrás suya, colina abajo. Phil se volvió, y comenzó a caminar lentamente.
Tras caminar un rato, llegó a un sendero de tierra sobre el que no se había depositado la nieve. Al contrario, era como si alguien hubiese recogido la nieve y la hubiese echado a los laterales, para poder dejar visible el camino. La nieve se apilaba en los laterales, como paredes sin salientes, sin nada que permitiese subir por ellas. A los lados, la colina subía de nuevo, con una brusquedad que impedía subir descalzo. La única forma que tenía Phil de continuar su camino era seguir por ese camino. O volver al bosque, pero tenía la extraña certeza de que si volvía al bosque, volvería a su celda. Estaba completamente seguro de que el bosque era una metáfora demasiado amable de su calabozo, y no pensaba renunciar a esta libertad. Ni siquiera echaba de menos a Susan.
Allí, al pie del camino, el viento comenzaba a azotarle más fuerte. Ya no era la brisa agradable que mecía su ropa, sino el comienzo de una ventisca que no le dejaba pensar con claridad. Sabía que si seguía allí, con el viento golpeándole desde un lateral, acabaría por destemplarse, y no tardaría mucho en quedarse congelado. Pero, inexplicablemente, sentía miedo de continuar. Tenía miedo de lo que pudiese encontrar adelante, en un espacio tan pequeño con ese camino con forma de pasillo. El viento quería decir algo, si no, ¿Por qué se había vuelto tan violento? Algo no quería que continuase hacia adelante. Tal vez fuese la propia colina, o tal vez fuese su subconsciente. Nunca había sido un hombre excesivamente valiente, y tenía miedo de más cosas de las que le gustaría. Pero siempre que las adversidades le habían puesto a prueba, había respondido. A veces sus nervios también gustaban de jugarle malas pasadas, y por ello se consideraba un maniático adicto al orden personal. O un maniático de su orden, o un maniático de su conducta, o un maniático de su forma de parecer. Siempre que pudiese actuar a su modo, lo haría, y la novedad lo incomodaba. Tal vez fuese sólo eso: al fin y al cabo, siempre podría volver hacia atrás.
Pero no lo hizo.
Primero posó el pie derecho en el camino. A continuación posó el izquierdo y, lentamente, comenzó a caminar por el sendero de tierra. En cuanto entró en el camino, las paredes actuaron de cortavientos: ya no sentía frío. Si, las piedras del camino se clavaban en sus pies y le incomodaban, pero siempre era mejor eso que quedarse en aquella ventisca. Además, tenía la certeza de que, aunque volviese atrás, la subida por la colina al retroceder sus pasos no sería igual de placentera. Por ello se obligó a continuar, a pesar de las molestias que le causaba andar por la tierra.
Tras unos minutos, decidió parar de golpe. Delante de él se encontraba un hombre rechoncho, ataviado con una casaca azul, y portando un tambor que le cubría el torso entero. Phil aguardó a ver qué era lo que hacía, pero el tamborilero simplemente se limitó a señalar hacia él con una de las mazas. Phil miró con curiosidad al hombre ataviado con la casaca a la manera militar, hasta que oyó el traqueteo rítmico de otro tambor detrás suya. Phil se dio la vuelta, y pudo observar a otro hombre.
Tenía un tambor posado en la tierra, más grande que el del hombre de la chaqueta azul, y vestía con una casaca roja. Frente a la gordura del hombre de azul, el tamborilero de rojo se encontraba escuálido, casi famélico, pero portaba una maza el doble de grande que la del otro hombre. Aquello lo desconcertaba, pero no podía comparar a ambos. «A su manera, - se dijo, - los dos son ricos. Uno tiene la riqueza material, y otro la riqueza espiritual.» Pero no se atrevía a declarar cual era cual.
El hombre de la casaca roja comenzó a tocar lentamente su tambor, acompasado, mientras poco a poco iba aumentando la fuerza de los golpes, aumentando de esta manera el sonido. Phil se volvió, y el hombre paró. Fue entonces cuando el hombre de la casaca azul, que había acercado su ancho cuerpo a Phil, comenzó a tocar con las dos manos, al contrario que el otro tamborilero. Por el contrario, sus golpes fueron mucho más rápidos, con una técnica única, usando unos poli ritmos que parecían de un estudiante de conservatorio. Una técnica inusual para un simple percusionista. Phil le dio la espalda, y se sorprendió al ver al hombre de la casaca roja tan cerca, pero el hombre de azul no había parado en esta ocasión, y el otro no se esperó, y comenzó a tocar, cada vez más fuerte.
Phil estaba rodeado. Se lo decía su cuerpo, atrapado entre los dos tambores, se lo decían sus oídos, incapaces de centrarse en uno de los instrumentos, se lo decía su mente, incapaz de evadirse del ruido. El sonido de los dos tambores atronaba de una manera sobrenatural, como si se tratase del sonido de disparos en una aldea silenciosa. El ruido destruía la paz, y obligaba a los vecinos a asomarse a las ventanas, mientras muchos de los lugareños eran abatidos por los tamborileros. Los trozos de nieve caían de aquellas ventanas ficticias de forma brusca, mientras Phil alcanzaba a oír aullidos desgarradores de hombres y mujeres por igual, de ancianos y de niños sin distinción. Phil no podía huir de su celda, ni de la cárcel, ni de Distopia.
-Todo esto lo he provocado yo. – Dijo en voz demasiado baja para que nadie pudiese escucharle. – Todo esto es por mi culpa. ¡Es una batalla absurda! Los dos tienen sus partes buenas, ¡son hermanos! ¡No tienen por qué enfrentarse entre ustedes! ¡Cooperen en una sola dirección, por un mañana mejor! Paren… Paren… ¡PARAD!
El silencio y la calma volvieron al sendero. Cuando Phil abrió los ojos, pudo ver la desolación que se había apoderado de aquel lugar. Las paredes de nieve se habían derrumbado, e impedían avanzar hacia adelante, dejando de esta manera al descubierto los laterales desnudos de la colina bifurcada: las raíces, la tierra, la piedra. La nieve que se había caído estaba teñida de rojo, y un humo tenue ascendía hacia el cielo, que rompió en una tormenta. Phil se empapó por completo, mientras trataba de buscar una explicación a todo aquello. «Si esto es una broma, quiero que se disculpen. Todo era perfecto…»
Pero nadie llegó. Ni tan siquiera cuando llegó al comienzo del camino, desandando sus pasos, cuando se detuvo a ver como la lluvia deshacía la nieve de forma inexorable. Nada es eterno.
Cuando terminó de subir por la colina, divisó al comienzo del bosque una figura femenina. La risa volvió a desplazar al silencio, mientras allí donde había nieve humeaba y dejaba ver el verdadero panorama de la colina: tierra calcinada, arruinada, desbrozada. Pero nada de aquello era tan desalentador como la figura que se alzaba ante el bosque. Marlene disfrutaba comiendo una manzana cuando Phil llegó a ella. Ella le dedicó una sonrisa inocente, mientras apuraba el hueso de la manzana.
-Supongo que tienes muchas preguntas que hacerme. – Comenzó ella. – Supongo que yo a ti también.
-Sé quién eres. Estás muerta.
-Lo estoy. Y sé quién eres tú. Tú también estás muerto.
-No. – Phil respondió sin dudar. – No lo estoy.
-Lo estás, desde el momento en el que entraste en esa celda. - Marlene comenzó a fumar de un cigarrillo que apareció de la nada. – Todos lo estamos. Desde el momento en el que nacemos, comenzamos a morir lentamente. Es lo caprichoso del destino…
-Estás muerta, lo vi en la tele. Te vi cuando levantaron tu cadáver, el día que le pedí matrimonio a Susan. Estás muerta. – En ese momento, Phil se dio cuenta de que había dicho demasiado. - No debí decir eso.
-Y ahora mi padre te acusa de haber sido tú, ¿verdad?
-Si. – Era estúpido negar aquello.
-Eres una pieza demasiado importante en el tablero. Tu posición ahora mismo es delicada: eres como el alfil condenado. Si te mueves a cualquier lado, mi padre le hará jaque al rey, y se pondrá fin a la partida. Supongo que ya has visto a los tamborileros.
-Y supongo que tú los conoces bien. – Si ese era el juego al que Phil tenía que jugar, jugaría a los enigmas también.
-No suelen ser tan ruidosos, pero las últimas noticias les han obligado a serlo. – Marlene le dio una nueva calada al cigarrillo. – He oído que el norte quiere independizarse y fundar Nueva Distopia. ¿Es eso cierto?
-Si. O al menos, eso es lo que me dijo Susan. Pero Kirk también lo corrobora. No lo sé, no puedo recibir noticias del exterior.
-Respuesta errónea. – Marlene se subió de un salto a una secuoya, a una de las ramas bajas, mientras la lluvia amainaba. – Quiero que seas sincero en la próxima pregunta, porque si no, será la última. Puedo controlar el cielo, y si no me gusta la respuesta, haré que caiga un rayo sobre ti, y despertarás. – Marlene se colgó cabeza abajo, dejando que su frondosa melena cayese hacia el suelo. – Te toca.
-Me toca… - Phil sólo tenía una pregunta, pero temía conocer la respuesta. - ¿Conozco a tu asesino?
-¿Mi asesino? Mi padre dice que eres tú, ¿Y quién soy yo para contradecirle? Sólo tengo 19 años, no sé lo que hago…
-Los dos sabemos que tu padre no tiene razón.
-Es cierto. – Los ojos de Marlene se llenaron de malicia. – O quizá no. Con tus campañas de descrédito hacia la empresa de mi padre, también me hacías daño a mí. ¿No es gracioso? Yo participaba en tus manifestaciones, en tus actos de propaganda, en tus mítines… Todo para ver como mi padre se tiraba de los pocos pelos que le quedaban y así verle fuera de sí. – Marlene soltó una carcajada llena de satisfacción. – Pero cuando más roto le vi fue el día de mi incineración. Ese día bien habría merecido un brindis, ¿No crees?
-No querías mucho a tu padre.
-Creo que era recíproco. Y creo que yo soy un instrumento para acabar con tu corporativa. Que te quede claro, Philip S. Jenkins, eres un medio, no un fin. El fin es acabar con tu corporativa, no contigo. Tú no eres nadie, sólo una cara bonita contra el que dirigir los ataques. Así desacreditan a tus amigos.
-Puede que tengas razón. – Phil sentía la bilis subir por su tráquea, se estaba poniendo malo.
-Créeme, la tengo. Y también la tengo cuando digo que me toca. ¿Es cierto que Susan está embarazada?
-Si. De una niña, espero.
Marlene miró a Phil con ternura. Después volvió a hablar.
-Tienes razón.
-Tengo razón. – Repitió Phil de manera monocorde. ¿Qué quiere decir eso?
-Phil, la próxima vez que Susan venga a visitarte, debes decirla que se marche. No puede hacer nada por ti.
-No puede hacer nada por mí. – Volvió a repetir Phil.
-Mi padre te quiere muerto. Por tanto, estás muerto. Cuanto más tiempo pase Susan aquí, en el oeste, más tiempo estará poniendo a vuestra hija en peligro. Debes ponerlas a salvo a ambas. El este es más seguro.
-El este es un polvorín. – Phil estaba al corriente del transcurso de la guerra. – Mis chicos no pueden contra un armamento tan sofisticado. Antes de que acabe el año, habrán muerto. Y yo con ellos.
-Y tú con ellos, jamás te esfuerces en negarlo. Pero no seas tan egocéntrico, no estamos hablando de ti.
-Jamás podré ver a mi hija.
-Jamás podrás ver a tu hija. – Marlene imitó a Phil mientras bajaba de la secuoya. – Pero te alegrará saber que tu hija está destinada a hacer grandes cosas.
-No. No podré verla nacer. No podré verla crecer. No podré verla llorar por un desamor, ni verla graduarse en la universidad. No podré verla casarse, ni podré verla tener a sus propios hijos. No podré llamarla por su nombre, ni decirla te quiero. Porque estoy muerto.
-Porque estás muerto. – Corroboró Marlene. – Aún no te has dado cuenta. Todo eso que has dicho, todo aquello que no podrás ver… Es todo aquello para lo que te han programado. Eso es lo que la sociedad espera que hagas. Eso es lo que los accionistas de mi padre quieren que hagas, lo que el presidente de Distopia quiere que hagas, lo que Ramsey Bell quiere que hagas, lo que mi padre quiere que hagas. Dales una patada en la boca a todos ellos, y muérete sin hacer ruido.
-Puede que estés en lo cierto. – Phil no quería seguir discutiendo, la conversación lo irritaba.

-Estoy en lo cierto. – Marlene volvió a repetir lo que había dicho Phil.- Y muy pronto lo comprobarás en tus propias carnes. 

1 comentario:

  1. Muy bueno César, y lo que más me gusta, da para ampliar en muchos sentidos.
    Tenemos que hablar del "universo Distopía". :D

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