El chico daba un sorbo a su café
mientras miraba por la ventana. El calor del interior de aquel local en
contraste con el frío del diciembre de Madrid provocaba la condensación en los
cristales, que impedía ver con claridad el exterior de aquel bar. En el fondo,
Roberto no se sentía tan ajeno a esa metáfora. Roberto siempre se culpó de
muchos de los males que había a su alrededor y que le tocaban aunque fuera de
manera tangencial. Siempre tuvo en sus acciones aquella sensación de duda que
lo perseguía desde aquellos primeros años de la infancia, buscando la
aprobación de sus padres o de sus profesores. Ahora ya no era un niño, y seguía
con esa inseguridad que a su ver estaba arraigada de forma innata en su ser.
Dentro de aquel bar, se sentía
dentro de su propio ser, con aquella barrera cristalina que podía interpretar a
modo de la piel, con un sinfín de posibilidades en el exterior que se
manifestaban borrosas y distorsionadas, y que por el miedo al error no podría
nunca abrazar. La vida pasaba ante sus ojos y era incapaz de dar un paso que
posiblemente podría llevarle a gratas satisfacciones, siempre con ese enemigo
al que había dado la apariencia de un titán indestructible.
Aquella mañana había elegido
llevar su bufanda de lana colocada de forma bohemia alrededor de su cuello, metida
por dentro de su gabardina negra estilo clásico. Debajo llevaba una camisa a
cuadros anudada hasta el cuello, con el objetivo inherente de evitar un posible
resfriado. Sus mocasines no abrigaban mucho, pero siempre era imprescindible
sacrificar algo de calor para mantener su estilo ya marcado y cotidiano. Lo
único que desentonaba era el pantalón vaquero que había elegido, que no
abrigaba demasiado, pero tampoco dejaba pasar ni un atisbo de frío. De vez en
cuando echaba mano a su pañuelo de seda colocado de forma elegante en uno de
los bolsillos delanteros de la gabardina, y limpiaba sus mucosidades con elegancia supina.
Quizás hoy podría acercarse al
Jardín Botánico a visitar a su amigo La Veu, pero antes debía ver a aquella
persona que le traía por la calle de la amargura desde tiempos, para él, ya
inmemoriales. Quizás podría por fin decir lo que pensaba sin trabarse, sin
ponerse rojo como un tomate y sin retorcer su pañuelo de seda sin mirarla a los
ojos. Cada vez que estaba con ella sentía tanta vergüenza…
Quizás lo que le sucedía era que,
por mucho que se lo negase, seguía siendo aquel chico romántico que nunca
aprendía. Tal vez se cansaba de ver las diferentes formas con las que la vida
tiraba sus esperanzas contra un muro de frialdad y desapego, pero si era así,
Roberto no se cansaba nunca de intentar sobrepasar ese muro. Tantas veces había
sufrido las consecuencias de aquella temida palabra, que ya no tenía miedo de
que alguien le dijera: no. Pero ello no evitaba que cuando se sentía enamorado
se trabase y se asustase. Y eso era lo que terminaba por minarle la moral.
Era pensar en aquel posible
encuentro, y se ponía muy nervioso. Era como si toda su hombría y todas sus
agallas se sentaran en las mesas de alrededor y tomaran el mejor asiento
posible para ver con emoción el ridículo que estaban a punto de presenciar.
Debía apartar esos pensamientos que le desasosegaban y le entristecían, y debía
obligarle a pensar en que esta vez, quizás, con suerte, y con algo de ímpetu,
todo saldría bien. Pero realmente no tenía motivos para ello, y no quería darse
falsas esperanzas a si mismo para que el golpe no fuera más duro que el
esperado. El refrán tiene más razón de lo que creemos: piensa mal y acertarás.
Pero Roberto se había pasado tanto tiempo pensando mal, que por una vez quería
ser positivo, y pensar que por una vez el resultado sería diferente. Tenía ese
derecho, al fin y al cabo no era más que un ser humano arrojado al mar de
maldad que suponía la capital. Madrid te hace tan anónimo que el hecho de querer
destacar hacía que la ciudad te pusiera en tu lugar, y eso a veces era mejor.
Sus temores se confirmaron cuando
apareció ella. Sus pantalones vaqueros embutidos, sus botas de piel, su blusa
celeste cubierta por aquel abrigo tan gordo, y su bufanda violeta hacían que su
rostro pasara desapercibido, pero ese rostro jamás podría pasar desapercibido
si no fuera porque ella se lo hubiera propuesto. Su melena anaranjada quedaba
recogida en una coleta simple pero
recatada. Su sonrisa entrecortada al verle hizo que Roberto sintiera como el
corazón le daba un vuelco, diera varios tirabuzones en el aire y se incorporara
en su sitio con la fuerza de un tifón.
Mientras ella se sentaba al otro
lado de la mesa, Roberto comenzaba a oír el crepitar de las gotas contra el
suelo de nuevo. Realmente era un día muy triste y anodino. Al quitarse el
abrigo y la bufanda, pudo ver de nuevo esas pecas que la hacían tan especial. A
Roberto le costaba un mundo contenerse en el sitio, por lo que su tic comenzó a
manifestarse sin temor. Su pierna derecha comenzaba a dar botes mientras,
debajo de la mesa, retorcía con nerviosismo el mantel. Roberto no sabía cómo
podía comenzar la conversación, y se sintió muy aliviado cuando María le ahorró
ese mal trago.
-Bueno, ya estoy aquí, tú dirás…
No ayudaba cuando trataba de ser
tan franca, pero esa era una de las muchas cosas que tanto le gustaban a
Roberto. Roberto llamó al camarero y pidió dos cafés para ganar algo de tiempo,
y medir sus próximas palabras. Era muy importante elegir el momento. El
camarero tomó nota con parsimonia y marchó a la barra.
-¿Qué tal el día?
-Bien, dentro de lo que se puede
decir. Este tiempo hace que toda la gente esté mustia, y las clases hoy no han
ido muy bien…
-La verdad es que si. He llamado
a Sergio esta tarde y todavía continúa algo tocado por lo de Silvia… Necesita
una primavera como el comer.
-Creo que la necesitamos todos.
María se esforzó por sonreír,
pero sus ojos dejaban ver que estaba muy cansada. Cansada de las clases, del
ser humano en general y de los hombres en particular. Tampoco ella lo había
pasado especialmente bien en relaciones, y Roberto no sabía si hacía bien
intentando plantear otra. Decidió sacar el tema de otra manera.
-Anoche Silvia… Estaba algo
triste cuando la dejé en casa.
-Ah, ¿quedaste con Silvia?
-¿Te molesta?
-Para nada. Y dime, ¿qué
hicisteis a mis espaldas?
A Roberto se le heló el corazón.
-Fuimos al cine. La verdad es que
tenía ganas de ver una película que acababan de estrenar. Se llamaba Primavera
en vergel, de Kurosawa. Te lo habría pedido a ti, pero llevas días sin
hablarme…
-Y por eso te llevas a mi amiga.
Creo que lo que quieres es tratar de salir con ella, y a Sergio no le va a
gustar.
Ya eres mía – Pensó Roberto.
-No es con ella con quien estoy
intentando salir, boba.
María miró fijamente a Roberto,
sin ceder un ápice de amabilidad o de inquietud. Era un témpano de hielo, y no
mostraba ni una sola emoción. El ocre de sus ojos pareció extenderse hasta
rodear a Roberto en la más absoluta oscuridad, para engullirle a un vacío que
le resultaba tan ajeno y tan familiar que le hacía sentir como el hijo pródigo
que volvía a casa tras haber fracasado en todo cuánto había emprendido en esta
vida. Roberto comenzó a sentirse ajeno tras esa primera punzada de dolor que
acompañaba la mirada de María. Se sentía como si fuera otra persona, que mirara
la escena desde algún punto en los alrededores, y se sentía con la posibilidad
de romper a reír en cualquier momento debido a lo irónico de la situación. Tras
un instante que pareció eterno, en el que la tensión se podía cortar con el
vuelo de las alas de una mosca, decidió volver a llevar a cabo la táctica
inevitable e ineludible en su corta existencia: poner pies en polvorosa.
Fue por ello por lo que se
levantó con parsimonia, esperando quizás que la voz de aquella pelirroja le
detuviera. Al soltar el mantel, éste no recobró su forma, y se quedó arrugado y
parcialmente desgarrado debido a la tensión anterior. Se estiró la gabardina,
se colocó la bufanda, y dejó un billete de cinco euros en la mesa.
-No tiene importancia. – Dijo
Roberto al despedirse de María. – Quizá vi cosas que no eran. El café corre de
mi cuenta. Es muy amargo, pero a mí me gusta. Dos terrones serán suficientes.
-Quédate, y hablamos con calma.
No te he dicho que no. – Dijo María,
que parecía divertida con todo esto.
-Me quiero acercar al jardín
botánico a ver a LaVeu, que desde que consiguió la cátedra no he tenido la
oportunidad de verle.
-El catalán te ha esperado cuatro
meses, y puede esperarte media hora más. Si te vas, a quién no volverás a ver
es a mí. – La sonrisa de María se esfumó, o tal vez sólo la imaginó, cruel y
astuta.
Roberto dudó un instante, antes
de recordar que su hombría se alojaba al fondo del local, con el vestido que
llevaba María, y que le hacía señas de despedida con la mano. Roberto nunca
había sido valiente, pero jamás se había imaginado a sí mismo vestido de mujer.
Aquella imagen le hizo esbozar una
sonrisa entrecortada, y retrocedió hasta sentarse de nuevo. Su pierna derecha
volvió a marcar el ritmo de la canción que sonaba, mientras sus manos agarraban
de nuevo el mantel. En ese momento, Hinder amenizaba el día con su balada,
“Better than me”.
-Bueno, pues si no es un no, como dices, explícame la situación.
-Creo que por una vez deberíamos
ser honestos el uno con el otro, ¿no es así? – La sonrisa de María apareció en
una milésima de segundo, evaporada o ilusoria quizá. – Silvia…
-Olvídate de Silvia. No es nadie
de quién tengas que preocuparte.
-Me gustaría creerlo, de verás te
lo digo. – Su sonrisa, antes divertida, se tornó con un cariz oscuro en
amargura, desidia y decepción a partes iguales. Una mujer necesita oír lo que
su cabeza quiere para no sentirse infravalorada o engañada. Roberto lo
aprendería con el tiempo.
-María, dime qué está pasando,
porque no entiendo nada.
-¿Recuerdas aquella mañana en el
Retiro, cuando nos encontramos por casualidad?
Roberto recordaba ese momento
cada día de su vida. Habían pasado cinco meses, pero ese recuerdo continuaba en
su mente tan vivo como en el momento en el que estaba sucediendo.
-Yo paseaba con mi hermano Pablo.
– Dijo finalmente Roberto. – Tú corrías alrededor del estanque, y recuerdo que
Silvia y Sergio iban contigo. Ellos continuaron corriendo y tú te paraste a
saludar a Pablito. – al recordar, una sonrisa se filtró en su rostro, casi como
un acto involuntario. Al fijarse, María tenía la misma cara. – Me pediste que
te recomendara a algún poeta que no tuviera el arraigo en los círculos de
literatos.
-Esa gente sabe tanto como lo que
ignora, y alza a auténticos mediocres mientras que los auténticos talentos
viven sin nada que comer.
-Recuerdo que tú ibas con un
vestido de flores, y con unas sandalias. Llevabas una cinta amarilla que te
recogía el pelo, y una flor de papel roja en uno de los tirantes del vestido.
-Jamás pensé que serías tan
detallista, Roberto. No pensaba que te acordarías de eso.
Era cierto, Roberto siempre había
sido muy detallista para recordar los grandes momentos. Cada vez que pensaba en
alguna cita, o en algún momento importante, Roberto era capaz de recordar hasta
el almuerzo que había tomado aquel día. En una ciudad como Madrid, en la que
cada minuto se evapora sin que nadie pueda evitarlo, Roberto sentía la
necesidad de hacerle homenaje a ese Dios artificioso que se divierte viendo
como nos consumimos día a día. Y era muy cierto que recordaba aquel momento con
una precisión de reloj, pero no era todo lo bello que cabía esperar.
-Me dijiste que Julián te había
colocado esa flor. – Dijo finalmente Roberto. María no supo que decir,
simplemente bajó la mirada y guardó silencio. – Dime si puedo yo fiarme de
Julián. Silvia es una persona maravillosa, y la quiero como si fuera mi
hermana. Precisamente por eso jamás se me pasaría por la cabeza hacer nada con
ella. – Roberto se levantó de la mesa, mientras apuraba el café. - ¿Puedes
decir lo mismo tú?
María contempló pausadamente a
Roberto, sin ceder ni un ápice de pena o de remordimiento. Tanta frialdad podía
escamar, pero a Roberto le parecía que era precisamente eso lo que le daba un
aura de misterio y, en cierto modo, de solemnidad. Mientras daba un sorbo a su
café, se apartó un mechón de su cabello rojizo, y al dejar la taza sobre el
platito colocado sobre la mesa, dejó entrever una mueca debido a lo amargo del
café. Pasó una servilleta por sus labios carnosos y después la hizo una bola, que
a continuación depositó en el borde del platito, junto a la taza.
-Somos unos celosos. Los dos. –
María posó la cabeza sobre su mano, dando una imagen angelical y a la vez
traviesa. - ¿Y por qué deberíamos? Al fin y al cabo, yo no soy nada tuyo ni tú
eres nada mío. Tan sólo somos dos
amigos, ¿no es así? Hasta donde yo sé, Julián es un poco gay. – Su sonrisa
volvió a aparecer por un instante al ver la cara de sorpresa de Roberto. - ¿No
te lo esperabas? La verdad es que cuando me lo dijo pensé que me estaba
vacilando, ya sabes el humor que tiene. Pero si, tu gran enemigo no te presenta
ninguna competencia.
-Eso explica lo pesado que ha
sido estas semanas. No dejaba de hablar de ti, y pensé que quería que le dijera
algo sobre ti para que se acercara un poco más, y no lo habría soportado.
-Los hombres sois realmente
simples. – La pequeña carcajada de María denotaba malicia, y movía su mano
lentamente por la mesa con el dedo índice formando un círculo en la tabla. – Lo
que hacía era intentar sacarte información de lo que opinabas tú sobre mí. Como
te digo, Julián no te supone ninguna amenaza, ni te la supondrá nunca. Aunque
no fuera gay, jamás podríamos tener nada.
-¿Por qué?
-Es sencillo: no me gusta. Me
gustas tú. Con tus estúpidos celos y con tus excentricidades.
Roberto enmudeció durante un
momento. Su mirada parecía perdida en el rostro de María, mientras su cabeza,
vacía como cuando era un crío, no le daba ninguna salida airosa a ese envite de
María. Lo único que quería era lanzar la mesa lejos y lanzarse sobre ella,
besarla hasta que se quedara sin saliva y amarla hasta que saliera el sol.
Quizás eso habría sido lo mejor, porque en las cuestiones de corazón, siempre
es mejor que el cerebro se esté quietecito mirando junto con las agallas y la
hombría en las mesas de alrededor. Sin embargo, comenzó a cavilar qué iba a
decir, mientras María comenzó a perder su vista decepcionada en los transeúntes
que atravesaban la calle de Abada.
-¿Sabes? – dijo finalmente
Roberto. – Pensé que esta historia sería una simple historia de amor, de esas
de las que todo acaba mal, en la que nunca volveríamos a saber el uno del otro
y en las que me pasaría meses pensando si me porté bien contigo o no.
-Ahora eso depende de ti. – La
mirada de María era desafiante, y no sin motivo. Había sufrido tanto con
anteriores relaciones que probablemente, igual que Roberto, tenía miedo de
equivocarse de nuevo. Quizás necesitara esa inyección de moral que te da el
saber que por una vez has tomado una decisión correcta.
-Navegué durante tanto tiempo en
un mar de dudas y de incertidumbre que me olvidé de lo realmente importante.
Siempre zozobraba, siempre me sentía aletargado ante los sueños que veía
inalcanzables y ajenos a mi. Ahora puedo cumplir uno, y… no sé cómo debería
sentirme. ¿Debería sentirme bien? ¿Debería sentir pena por la situación? Podría
decir que sigo sumergido dentro de un tifón con forma de titán que está a punto
de aplastarme y de hacerme aún más débil de lo que ya soy. Pero aún con todo,
aún conservo una mínima esperanza. Quizás sea la de ese niño que después de
veintitrés años sigo siendo. Un niño alocado y miedica que suplica con la
mirada tus labios y que anhela tanto como el agua sentir tus abrazos y tus
temblores inseguros. Quizá será que por mucho que pasen los años, y por muy
maduros que nos creamos, en el fondo seguimos siendo en esencia las mismas
personas durante toda nuestra vida, y quizás por eso tengo miedo a dar el paso
y romper la incertidumbre. Y, después de tanto tiempo, por fin tengo a mi
alcance todo lo que he querido desde que nos conocimos, y no puedo dejar de
sentir pena por mí mismo. Quizás dejé escapar demasiado tiempo y por ello
quizás he convertido este momento en algo aún más especial, pero en parte
vacío.
Roberto miró con ternura a María,
que le miraba de forma desconcertada e intrigada a su vez. No se atrevía a
interrumpir a aquel chico tan tímido que
por una vez era capaz de entablar una conversación de más de tres frases
seguidas sin trabarse o sin que los nervios le traicionasen.
-En el fondo sé que todos los
quebraderos de cabeza han merecido la pena, que todas nuestras acciones han
tenido y tienen algún tipo de sentido y que nos han llevado a esta
conversación. Estoy contento, pero no dejo de darle vueltas a la cabeza.
-Ese ha sido siempre tu mayor
defecto. – Dijo María mientras se inclinaba sobre la mesa y se acercaba a
Roberto. – Y tu mayor virtud, mi filósofo.
Y ambos se fundieron en un beso
infinito. En ese momento, el local se fundió en una espiral de vacío inexistente, dejando claro que lo
único importante estaba conectado en cierto modo. Roberto no olvidaría nunca
ese momento. María lo recordaría cada noche que estuvieran juntos, y de hecho,
cada martes 24 de diciembre se acercaban al Café Plaza de los Sueños para
mantener vivo ese beso que les acompañó durante el resto de sus vidas.
Fin… de momento.
Es probable que a los lectores habituales del blog les choque muchísimo este tipo de temática en un blog con las historias anteriores. Simplemente quería mantener el blog con vida, y con ello haceros saber que sigo escribiendo a pesar de que llevo unas semanas sin publicar nada. Que no cunda el pánico, estoy en diferentes proyectos, y al blog le dedico el tiempo justo que me dejan la universidad y los otros proyectos, pero Sin Nombre continúa, y pronto tendréis noticias.
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